Me gustaba así como te gustan las mujeres cuando realmente te gustan. Te llenan de una vaga impaciencia. De incertidumbres. Te devuelven a la adolescencia. Te quitan la locuacidad. La experiencia de años se hace añicos.
Tenía el modo soberano de una mujer que ha estado por todo el mundo. Que conoce personalmente a un pintor expuesto en el Reina Sofía o una actriz ganadora del Goya.
Pronunciaba las sílabas completas y altiva, con una modulación perfecta. Parecía que acababa de inventar el castellano y que disfrutaba sus sonidos con meticulosa fruición.
Yo, que vengo de un país donde la ese, la ce y la zeta dan lo mismo, me sentí instantáneamente fascinado y al mismo tiempo analfabeto.
Ella era fotógrafa madrileña y yo pintor.
Viéndome así de torpe ya se habría preguntado diez veces por qué su revista le había encargado un reportaje conmigo: al fin y al cabo pintores hay a granel. Mi galerista me había dicho: «Si cada una de las personas que pinta comprara al menos un cuadro por década, mi profesión sería la más rentable del mundo».
Estábamos en la terraza del hotel de Punta del Este, en Uruguay, y ella limpiaba con un fieltro lentamente los lentes de los focos de su cámara, sonriendo irónica a la espera de que yo sucumbiera al lugar común de decirle lo mucho que me gustaba, para sonreír y llevarse indiferente mi elogio a su largo archivo de halagos.
El periodista que me iba a entrevistar venía atrasado con su auto desde Montevideo, y el balneario estaba vacío: era invierno, el mar turbulento, y unas respetables olas eran evaluadas con respeto hasta por los surfistas en sus ceñidos atuendos.
En la mesa, dos piedras evitaban que el viento levantara el mantel y volcara nuestros respectivos martinis con sus respectivas aceitunas atravesadas por un mondadientes.
Pero más inquietante que los tragos era la llave al lado de su copa, la de la habitación número 31.
—Así que eres chileno —dijo de pronto.
—Sí.
—Qué divertido.
—¿Por qué?
—Un país así tan largo, tan flaco. Nunca he estado allá pero me lo imagino tan estrecho. Debe de ser incómodo.
—A ratos. Pero tiene una gran ventaja. Miles de kilómetros de mar. Es decir, el infinito al alcance de la mano.
—¿De qué sirve el infinito si una es tan efímera? —dijo, tras beber melancólica un sorbo de su martini.
No supe qué contestar, pero en un éxtasis tuve una visión total del azul mar de mi patria y una suerte de coraje delirante me impulsó a levantarme de la mesa. Me despojé del polerón, del buzo deportivo, y quedé vestido en pocos segundos sólo con mi malla.
—Un chapuzón —anuncié, vaciando de un envión mi cocktail.
La fotógrafa se envolvió el cuello en un chal negro y sonrió escéptica.
—No lo harás.
Caminé hacia la orilla. Al aproximarme a los surfistas, el que parecía de más edad me miró incrédulo.
—No me diga que se va a bañar.
—Es que hice una apuesta —dije, sintiendo el agua helada rozar mis pies.
—Pobre. La perdió.
—No, la gané. Pero ni se imagine lo que está haciendo en este momento el que la perdió.
Corrí hasta la primera ola y me zambullí por debajo con energía suficiente para que no me arrastrara de vuelta a la playa. Al comienzo grité de dolor: el hielo provocaba punzadas en mi frente. Pero al enfrentar con éxito la segunda ola, grité de dicha. Era terriblemente efímero, pero estaba sumergido en el infinito. Eso era todo. Había prometido un chapuzón que deseaba entrañablemente, y había saludado con mi osadía a ese dios que Saint-John Perse llamó el mar de toda edad y todo nombre. Corrí de vuelta a la mesa a taparme con el polerón. Ambos vasos estaban vacíos y bajo la llave de la habitación 31 había un papel doblado. Parecía un mensaje.
Tiritando, lo desplegué y leí.
«Chileno, al parecer se me quedó en la mesa la llave de mi habitación. Si la encuentras, ¿me la traes?»