Se precipitó para ofrecer amistad
a todos;
un sabio a quien llamaron Vishvaamitra.
No sabía mucho de un mundo que, ocupado en maniobras ordinarias,
no tardó mucho en arrojarle sucios montones de falta de respeto.
—Ella es una hija lánguida de semejante sabio:
Ella es nuestro río, Vishvaamitri (1).
Ella no tiene lugares íntimos para lavarse, en los que las mujeres se puedan bañar.
No hay muelles públicos donde los veleros puedan detenerse para recargarse.
No hay banquetas tranquilas cerca de su corriente para un paseo tardío.
Gurús con el agua hasta la cintura profiriendo shlokas hacia el Sol
padres (2) que bauticen a otros en el nombre del Hijo,
ella no tiene ninguno.
Nada de agua, de hecho, nada que pueda llamarse de verdad agua.
Ella fluye, muda, arrastrando un líquido sin nombre.
Encuentra un pasaje estrecho
entre las bestias encerradas de por vida en el gran zoológico
y los ciudadanos de mi pueblo que merodean perdidos por un tiempo en el gran jardín.
Como una mujer leprosa, ella se retira con sus extremidades sumergidas en sí misma.
Este río nuestro no puede permitirse tener
vergüenza, esperanza, dolor ni una leve sonrisa en sus labios.
Siempre que la he mirado directamente
ella, en cada ocasión, ha bajado la mirada
y se ha deslizado detrás de la curva aquella.
Aunque, si lo piensas,
ella también podría haber sido alguna vez un río.
Como el Ganges Sena Volga Nilo Támesis Amarillo Misisipi Amazonas,
son todos ríos,
ella, también fue, quizá, uno.
Mucho más pequeño,
pero río también: agua corriente, en la que vivían criaturas acuáticas,
se reflejaba la luna llena,
ciervos, de cuernos enredados, al amanecer,
y al anochecer, guepardos, de cuerpos relucientes,
inclinaron las cabezas, respetuosos,
y luego bebieron;
en cuyas dos orillas, tierras de cultivo,
sedientas por el fuerte sol de verano,
amamantadas, agachándose en fila, sus labios temblorosos,
como infantes adorables.
—Cuando digo cosas como ésta,
de pie en ese puente de ahí extendido a través de ella,
suavemente, para que sólo ella pueda escuchar,
cada vez ella
ha fingido no escucharme.
Ella cierra los ojos, se pone un sari alrededor de su cuerpo delgado,
se cubre con suciedad flotante la cara,
se va, con algo de prisa, detrás de aquella curva.
Rara vez, sin embargo, finalmente,
cuando las cosas van más allá de su aguante,
entonces,
en una noche de monzón, en la oscuridad,
ella se crece, este río,
se desborda como los ojos de una niña ciega.
Temprano antes del amanecer, enseguida,
ella trepa por las orillas, rápidamente,
corre a la plaza del pueblo,
se pone de puntitas,
y se eleva a los pies de su Rey, antes tan cariñoso, ahora
vestido con ropa negra, sentado en un caballo negro,
convertido en piedra;
ella,
se detiene, observa, comprende, se muerde la lengua,
aprieta los labios, seca sus lágrimas
con el dorso de la mano, y, sola,
retrocede, se repliega, silenciosa, atraviesa todo el lodo, y se aleja
detrás de aquella curva.
detrás de aquella curva.
La selva
La selva se incendia y el flujo de mi canción es lento.
A las aves que viven en los altos ébanos del lenguaje no se les [puede prestar ayuda ahora.
Es una selva tropical antigua, verde loro, plena y amplia.
Muchos monzones lo han intentado; todavía hay agua debajo del suelo,
fangosa y amarga.
Las maderas gruesas y pesadas ​​no arden tan rápido, las llamas
estallan, forman doseles de chispas, se detienen, sólo para comenzar de nuevo.
El fuego no se acuesta con los ojos cerrados en cualquier cama fresca de cenizas suaves.
Aquí hay agua, la suficiente para que el bosque no se seque,
pero no para apagar el fuego.
Con una lenta cadencia, esta canción también ha perdido su sentido,
no puedo reivindicar lo que sugiere.
Los gemidos de bestias, hombres, pájaros y árboles suenan igual.
Una parvada de loros, una gran parvada con cientos de loros, ahora se lanza al cielo.
Flota, se dispersa, se retuerce y cae: piedras grises
arrojadas al bosque
Si tan sólo pudiera recordar la prosodia que se preserva en las páginas
del libro de métrica perdido,
podría escribir la epopeya de los altos árboles de teca y de ébano entumecidos por los golpes de esas piedras.
El grueso y ancho estandarte en el templo de Shiva del bosque
se quema y aletea.
¿Dónde están las reglas de prosodia para las figuras
retóricas que escucho tan bien en el burbujeo del agua hirviendo
en la jarra del Shivalinga?
En el templo interior, el brillo puro.
Estoy adentro de los acantilados de mármol, frescos y blancos,
estoy adentro de los cristales multifacéticos,
detrás de las rígidas rocas de enormes diamantes tallados.
Veo por todas partes el bosque iluminado por las llamas,
no me ha tocado el fuego.
Estoy abrasado.
Ardo
Versión de Víctor Ortiz Partida, a partir de la versión
del gujarati al inglés del autor.
2 En español en el original. (N. del T.).