Vigilia / Oliverio Coelho

Antes de acostarme contaba las horas, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete; miraba el reloj, las cuatro, por lo tanto cuatro y siete eran once, y once menos siete eran cuatro, de lo que deducía que dormiría siete horas, o mejor dicho, seis con quince si les sustraía los cuarenta y cinco minutos promedio que me demandaba encontrar posición en la cama
y aislarme de los ruidos que hacía mi amo. Ahora bien, seis horas —no digo ni siquiera seis horas quince— eran suficientes para alguien que no trabajaba o no odiaba. Un trabajador, en cambio, precisaba por lo menos siete horas de sueño. Un trabajador que odiaba —a su patrón, por ejemplo—, ocho horas netas, esto es, ocho horas, ni más ni menos, ocho horas desde que conciliaba el sueño hasta el despertar y no desde que se acostaba y buscaba posición y se aislaba de los ruidos.
    Mi caso a lo largo de los años varió según mis penurias económicas. De ser un ocioso irrecuperable que dormía seis horas, pasé a ser un ocioso atormentado por la desidia, por lo cual sumé quince minutos a mis horas de sueño. El asesinato de mi padre determinó mi necesidad de trabajar. Tardé meses en recomponerme de la pérdida. El proceso judicial iniciado contra el criminal llegó a su fin. El culpable, un odontólogo jubilado que al parecer había confundido a mi padre con su potencial víctima y por eso mismo se declaraba inocente —no había cometido el crimen que quería cometer—, pagó su delito: prisión perpetua. Recién entonces pude realmente llorar y desapenarme. Después me dediqué a buscar trabajo. Mi apariencia, según me comentaron algunos maliciosos en las colas, estaba bastante desmejorada. A decir verdad yo nunca noté nada… ni antes ni después de la muerte de papá. Es más, sigo igual, las ojeras grandes, la palidez pronunciada. Así era incluso antes de que papá muriese… Pero esto no viene al caso; si hablo de mi padre ¿por qué no puedo hablar de mi madre, de quien sólo tengo imágenes lejanas? Lo cierto es que sólo en un trabajo fui aceptado sin temores y sin discriminación.
    Ocurrió de este modo. Un lunes, un año atrás más o menos, leí en el diario el siguiente aviso: «Se busca joven sin experiencia con facilidad para caminar. Buena visión. Tranquilidad. Pocos prejuicios. Artistas abstenerse». A primera vista me llamó la atención la ausencia de abreviaturas. Repasé el aviso y me resultó un buen augurio eso de «artistas abstenerse». Justamente, en aquel tiempo, lo más ajeno a mí era un artista. De modo que me puse en marcha hacia el lugar indicado. Me eligieron entre una gran cantidad de postulantes y ese mismo día empecé mi trabajo en la casa de Adolfo y Antonieta Voisin. En cuanto me encomendaron la primera tarea, sacar de paseo a Antonieta, el portero del edificio me abordó en un rincón del palier y no se ahorró comentarios:
    —Así que usted es el nuevo empleado… Espero que tenga suerte, ninguno aguanta más de una semana —apretó el índice contra la sien—. Si ocurre algo raro, llámeme. Todos me llaman. Ahora vaya, a ver si Antonieta se da cuenta… Ahí viene.
    Antonieta se unió a mí y me preguntó con quién hablaba. Con los días comprobé que ésa era una de sus preguntas predilectas: siempre creía que cuando no estaba a su lado hablaba con alguien.
    —No se le ocurra hablar de nosotros… Tenga discreción —me dijo una vez—. ¿Cómo se sentiría usted si nosotros habláramos de sus intimidades? Por favor, sea discreto. En este barrio los rumores corren espantosamente rápido… Fíjese cómo hablan de Adolfo y de mí. Hasta dicen que tenemos un hijo cautivo.
    En infinidad de ocasiones le confirmé que no hablaba casi con nadie y que si alguna vez lo hacía no me atrevía a revelar bajo ninguna excusa la intimidad de mis patrones. Antonieta fingía no escucharme y cambiaba de tema para abordar otra de sus sospechas recurrentes: su marido la quería envenenar, ocurrencia tan extravagante como provechosa, pues secretamente me otorgaba una propina para que probara la comida antes de cada almuerzo y cena.
    Ahora bien, mi trabajo en la familia Voisin no consistía sólo en pasear a la señora Antonieta por la Avenida de Mayo. Había algo más: Antonieta era ciega y pretendía pasar por vidente, lo cual dificultaba notablemente mi tarea de lazarillo. Tenía una percepción y un dominio sorprendente de sus propias torpezas, y si daba un paso en falso o rozaba una pared transfería la responsabilidad del accidente a mi negligencia. Enseguida preguntaba si nos había visto alguien, y mientras más intentaba persuadirla de que nadie había reparado en el contratiempo, más se empeñaba en creer que le mentía. Perdía la calma, se aferraba más a mi brazo y me pedía por favor que le dijera que nadie nos miraba… Yo asentía a todo y, acto seguido, ella disentía y me tildaba de pelafustán y usurero.    «Si mi marido se enterara del dinero que usted me saca… si supiera que usted me extorsiona con la excusa de que él me quiere envenenar. Usted es un monstruo. Por favor, lléveme de vuelta a casa».
    Así era siempre. Durante meses repitió con ciertas omisiones o agregados la misma escena. En cuanto llegábamos al edificio olvidaba mi monstruosidad y me preguntaba si su marido no me parecía sospechoso. Tal era mi temor a mentirle que siempre le confirmaba lo contrario a lo que quería escuchar, por lo cual ella atribuía lo decepcionante de las respuestas a mi carácter impuro y desvirtuado por el comunismo que intuía en el consorcio y, en general, en cualquier situación de vecindad.
    El señor Adolfo, por su parte, se mostraba siempre conforme con mis actividades. Yo no le inspiraba sospechas y cuando traía de regreso a su mujer tenía para conmigo ciertas confesiones halagadoras. Me llevaba al comedor mientras Antonieta descansaba las piernas en el cuarto, y me hablaba de su pasado de atleta, sus viajes por Europa, sus gruesas infidelidades. Luego, como si todo fuera una excusa para obtener alguna confidencia de mi parte, me preguntaba por los pormenores del paseo. Al principio tomé esto como una indiscreción amistosa, casi solidaria, hacia su mujer. Poco a poco las exigencias de Adolfo se hicieron más precisas; puesto que entre ellos, según me dijo y según pude comprobar, no tenían ya trato verbal, me rogaba que le reprodujera con exactitud las palabras que ella había empleado durante la última caminata. Para aflojarme la memoria me ofrecía una buena propina, y yo, que creía deberle más fidelidad a él que a ella, ya que por momentos Adolfo me parecía el más cuerdo de los dos, le contaba todo, incluyendo lo del envenenamiento, y él, a cada frase mía, decía «Pobrecita mi Antonieta, ¿qué le andará pasando? ¿Usted qué piensa?». Para no ofender a mi dadivoso patrón, le contestaba que no sabía. «¿No será algún trastorno de la vejez?», preguntaba él, y yo, encantado, le confirmaba la sospecha.
    Cierta vez, cuando caminábamos por la calle Florida, la señora Antonieta dijo tener la premonición de que su marido y yo conspirábamos, ya que pasábamos mucho tiempo juntos después de los paseos. En vano intenté persuadirla de mi lealtad. «Desde ahora usted no prueba más mis comidas», sentenció todavía más irritada, e intentó echarse a correr. Por suerte chocó contra un puesto de diarios, perdió el equilibrio y pude alcanzarla antes de que cruzara la calle. Ella blasfemaba, blasfemaba tan rápido y con tanta furia que se atoraba en su propio odio. Ese día —¡hace tiempo ya, todo ha cambiado tanto!— regresamos en taxi. Adolfo, al ver entrar a su maltrecha mujer, me interrogó a solas, con gravedad, y por primera vez me reprendió al enterarse de que su señora se había dado la cabeza contra un quiosco.
    El incidente dio sus frutos. Durante un tiempo Antonieta permaneció en cama con la cabeza vendada, y mi única tarea en la casa consistió en suministrarle alimentos y limpiarle el cuerpo, según lo dispuso su esposo, con un trapo húmedo, una esponja y un cepillo de cerdas blandas. Cuando se recompuso, ella me expresó el deseo de abandonar las caminatas y no salir más de su cuarto. Se lo transmití a Adolfo y él lo aprobó con entusiasmo, confiándome, en voz baja, con un pudor malicioso que nunca había percibido en él, que eso era lo que durante mucho tiempo había estado esperando.
    Antonieta, a contrapelo de su inmovilidad, no dejaba de hablar. Adolfo, que escuchaba todo detrás de la puerta, cierto día me refirió la preocupación de que Antonieta enloqueciera si él seguía permitiéndole hablar sola. «Es apremiante —estas palabras utilizó— que usted se mude con nosotros». Agradecí y enumeré una serie de razones falsas que me impedían aceptar el ofrecimiento. Adolfo perseveró y ofreció duplicarme el sueldo. Le expliqué que no me importaba el dinero, hasta entonces había ahorrado los seis meses de sueldo que puntualmente me habían pagado porque no tenía en qué gastarlo. Él entonces perdió la compostura, se ruborizó y me gritó que no le importaban mis excusas, que ese mismo día yo me quedaba ahí y que dispondría de una cama en la biblioteca, junto al cuarto de Antonieta. Retrocedí espantado, y el señor Voisin, al advertir lo contraproducente de su conducta, empezó a gimotear y me tomó por los hombros. Sus manos eran frías y huesudas, como forradas en cuero. Me dijo que yo era para él como un hijo… «Estoy muy solo, dentro de poco yo también voy a necesitar a alguien que me escuche… Por favor, no sea así, míreme. Desde niño, cuando íbamos al campo y mi mamá me sentaba sobre sus rodillas, empezó a atormentarme la idea de morir solo, la idea de morir hablando solo. Y mi temor no es infundado, mis padres murieron hablando sin ser escuchados. Mi padre en un manicomio; mi madre en el campo… sola, y todavía peor, hablando como si alguien la escuchara. ¿Qué me dice? Lo sorprendo, ¿no? Ahora sí se va a quedar… ¿O va a dejar que nos volvamos… no me gusta la palabra… mejor decir perder la razón, porque yo nunca podría enloquecer… no, yo sólo podría perder la razón, ¿no cree?».
    Al día siguiente mudé mis pocas pertenencias a lo de Adolfo. Recién entonces tomé conciencia de lo amplia que era la casa: cantidad de cuartos vacíos, ventanas selladas, corredores detenidos en penumbras que nadie transitaba desde hacía años. Mi cuarto, el más cercano al de Antonieta, era un salón-biblioteca imponente, con una mesa de roble ovalada y un sofá cama.
    Tardé en acostumbrarme a la soledad que imponen los ambientes grandes. Por las noches, cuando el silencio de la calle era íntegro, percibía los gritos de Antonieta, los pasos de Adolfo en el corredor, deteniéndose y apoyando la oreja contra la puerta o las paredes del cuarto de su mujer. «Venga, escuche», me propuso alguna vez al verme salir. Por compromiso acepté, y francamente nunca percibí más que alaridos. «¿Qué dice? ¿Qué dice? Vamos, usted es joven, tiene que entenderla», me arengaba Adolfo, y yo, que nunca quise mentir, después de representar muchas veces la misma escena decidí inventarle que ella pronunciaba un nombre.     No sé por qué se me ocurrió un nombre y no otra cosa… Él se sintió espantosamente intrigado e intranquilo. «Dígame a quién llama, por favor, ya es tarde para los celos, soy viejo, hable». Le dije que pronunciaba su nombre, y él, en lugar de desconfiar, empezó a sospechar que ese Adolfo al que invocaba era otro, un amante remoto, un sosias sentimental que lo había antecedido.
    Al día siguiente el señor Voisin incorporó el hábito de detenerse también ante mi habitación. Yo oía cómo apoyaba cuidadosamente la oreja sobre la puerta. ¿También yo hablaba solo? Lo más terrible de hablar solo, pensaba, debe ser que uno no se da cuenta; quizá yo hable solo y no pueda saberlo nunca. ¿O pensaría en voz alta? Y apenas especulaba con esto, me quedaba inmóvil, recorriendo con la mirada el ambiente que en lo oscuro se asemejaba a la llanura que tanto me refería Adolfo. Me parecían tan misteriosos los objetos que había ahí. Lo más opresivo residía en la presencia de los libros. Eran tantos que por momentos los creía humanos y me sentía vigilado. Entonces tenía la impresión de que otra vez estaba hablando solo, y corría hacia un espejo y buscaba mi imagen. Recién cuando a media noche Adolfo se retiraba a su habitación yo recobraba la calma y podía dormir. A esa misma hora, además, Antonieta dejaba de hablar en voz alta y pasaba a los susurros de entresueño.
    Durante el día ocurrían cosas menos extrañas. A veces yo hacía mandados, pagaba cuentas o limpiaba ligeramente la casa con un plumero y una escoba. El resto del tiempo permanecía junto a la señora Voisin, escuchándola o aseándola. Pronto llegué a la conclusión de que sus crónicas tenían una coherencia interna pero eran incompatibles entre sí. Me refiero a que las formas de su pasado eran irreconciliables. Es inadmisible que una misma persona, a lo largo de su vida, haya sido bailarina becada en el Bolshoi y en París, alpinista, profesora de tenis, instructora de polo, actriz de teatro, tejedora y manicura. Cada tarde se atribuía un destino distinto y después de un tiempo, a fuerza de soportar tanta insensatez, comenzó a intrigarme su pasado: comenzó a mortificarme el deseo de una verdad. Nunca hasta entonces me había preguntado por la identidad de mis amos… Y desde que me lo pregunté empezó a resultarme preocupante y sugestiva mi ignorancia. Tenía la impresión de que el anonimato los hacía más peligrosos. Debía cuidarme, qué sabía yo de lo que era capaz Adolfo; al fin y al cabo la postración de Antonieta era obra suya. Y así como se había tomado el hábito de vigilarme igual que a su mujer, podía estar preparándome un destino equivalente. Me imaginé cautivo en la biblioteca, tullido y hablando ante un joven contratado por Adolfo, a quien le diría que yo era su pobre hijo demente, y a quien lógicamente obligaría a alojarse en una habitación contigua. No, no podía consentir más la obra de Adolfo. No podía dejar que alguien me reemplazara. ¿No era obvio que nos sacrificaba cada noche para afirmar el fino hilo que lo ataba a la existencia?
    A lo mejor no exageré mis sospechas. Quizás en lo que sucedió después yo tenga alguna responsabilidad. Ciertos hechos son irremediables. Y cuando algo es irremediable se vuelve necesario. Pensar eso rebaja mi desasosiego y la horrorosa situación en que me encuentro.
    Lo cierto es que tomé mis recaudos para protegerme del comportamiento sospechoso de Adolfo. A la hora de la cena siempre me llamaba a su cuarto, un ambiente amplio y sin luz, de muebles oscuros y lustrosos, para interrogarme acerca de su esposa. Debía referirle todo lo que ella había dicho por la tarde; él, mientras, se reconfortaba meneando la cabeza, los ojos húmedos y fijos, pronunciando «Pobre mi Antonieta». Cuando yo finalizaba la crónica, me reclamaba una opinión, que siempre era breve, porque él me interrumpía y empezaba a hablar de sí mismo, de su pasado de estanciero y de otras frivolidades menos indecorosas. Antes de que me retirara formulaba su pregunta predilecta: «¿Usted piensa que Antonieta morirá hablando sola?». Cierta vez, en lugar de responderle que no, que moriría delante de mí, decidí preguntarle por un misterio que hacía rato no llegaba a explicarme: ¿por qué evitaban verse? Se retrajo. Noté que las preguntas lo debilitaban: la incapacidad de controlarlas parecía empujarlo hacia una humillación que no podía reconocer como propia. Desde entonces, cada día, al salir, le hacía preguntas entre indiscretas y maliciosas, y él, con una mezcla de vergüenza y furia, me respondía que era un impertinente, que me retirara, que era la última vez que me permitía semejante falta de respeto. Pero el hecho de habitar aquella casa penumbrosa me daba derecho a preguntar, a avanzar sobre mi amo. ¿Acaso no sufría como un habitante más? ¿No tenía tanto derecho como él a vigilar a los demás si respiraba el frío de los corredores y la presencia de los ambientes clausurados?
    Mi comportamiento cambió radicalmente. La conciencia que tenía de mi condición me confería ante mis amos un poder insuperable. De noche, después de que Adolfo efectuara sus maniobras detrás de las puertas, yo salía lleno de insolencia al corredor, y cuando él se encerraba en su cuarto, yo me reclinaba sobre la puerta para espiarlo. Las primeras veces me contenté con oírlo.    Caminaba, de un lado a otro, los pasos atenuados sobre una alfombra, la tos ronca sonando a cada rato. Sabía que lo espiaba; desde mi llegada y a lo largo de mi estadía había estado esperando que me tomara aquella libertad tan obvia. ¿Qué más podía querer si no someterme a la visión de su intimidad? ¿Que más le quedaba sino el placer de ser espiado al final de su vida? Ante la idea de que en realidad me estuviera utilizando para satisfacer alguna perversidad senil, cedí a la tentación y espié a través de la cerradura. En efecto, comprobé que el saberse espiado por mí lo reconfortaba; andaba por el cuarto, desnudo, y lo que yo había tomado por tos era una risa escabrosa que le vibraba en la boca cuando se detenía a contemplar el modo en que oscilaba entre sus piernas el sexo flojo, largo como una lombriz.
    Noche a noche, a pesar de los padecimientos morales que me aquejaban durante el día, no pude resistir la idea de volver al ojo de la cerradura. ¿Por qué lo hacía? Luchaba por no ceder a la tentación, ya no podía contentarme con escucharlo. Verlo caminar por el cuarto amplio y aprehender el instante en que la sonrisa se deslizaba en su cara cuando, con un movimiento leve de caderas, hacía oscilar su sexo tan particular, pasó a ser una necesidad que le devolvía sentido a mi vida. Y mientras más luchaba por no ceder, más importancia cobraba en mi vida esa incursión nocturna. Sólo quería vivir para que cayera la noche.
    Durante todo el día esperaba, junto a Antonieta, a que llegara la ocasión. Contaba las horas. Mis estadías junto a la anciana eran cada vez más insufribles. Comencé a odiarla. Incluso pensé que su presencia exageraba mi ansiedad: todo mi drama especulativo parecía irremediable mientras ella existiera. Sufrí cada vez con más frecuencia la necesidad de torturarla. Y recién cuando esta tentación inaudita me abrumó, empecé a ejercer sobre ella mi pequeña venganza… Tenía derecho a vengarme de su presencia, me dije, del destino que me había traído hasta ahí y había transformado mi vida diurna en una mezcla de desesperación y ruido. Cuando ella me preguntaba por su marido, le comentaba que tenía ciertas actitudes sospechosas: deambulaba por la casa todo el día —lo cual era cierto—, como esperando a que algo interrumpiera esa rutina dolorosa, y por la noche, siempre de la misma forma, me ofrecía dinero para que la envenenara.
    —Ve, usted ve, no le dije, lo sabía, es un monstruo —contestaba ella—. Yo también tengo dinero, voy a vivir para hacerlo sufrir… No se va a librar de mí tan fácilmente. Usted espere, él se va a morir primero, va a explotar, y yo le voy a dar, le voy a dar dinero para que usted haga lo que quiera y sea libre… No falta mucho. No ponga esa cara, no le tengo miedo, usted no tiene clase ni manos para matar a alguien que ha cenado con Ingrid Bergman.
    Desde luego que no creía en las patrañas de la vieja y le manifestaba, para aterrorizarla más, que Adolfo me había prometido hacer un testamento a mi favor si la envenenaba. Para evitar escenas tétricas y conservar la dignidad, le aconsejaba morir rápido. Nada deseaba más intensamente que deshacerme de ella y quedarme solo, de una vez por todas, con la presencia de mi amo. Estaba decidido a derrotar a Antonieta; a medida que ella hablaba mi odio aumentaba y el sueño de llegar a poseer esa totalidad que suponía en Adolfo me impacientaba.

    Un mes atrás, calculo —tal vez sean dos—, el desenlace de los hechos se precipitó. Yo mismo, que pregonaba un fin monstruoso, quedé azorado. Por la noche, a la hora en que Adolfo solía detenerse detrás de nuestras puertas, escuché ruidos y movimientos anómalos. Presumí que mi amo había dejado la rutina de espiarnos y había decidido entrar en la habitación de su esposa. Sonaron gritos. Yo escuchaba, apoyado en la puerta, paralizado por el horror ante eso que me parecía tan inminente y que en ese momento tomaba la forma de un lamentable exceso… Y sólo yo escuchaba… Él lo sabía. Sólo yo, el único testigo, y él lo sabía. Salí impulsado por una curiosidad morbosa, y observé en el corredor cómo Adolfo, desnudo y en pantuflas, arrastraba a Antonieta del brazo. Ella apenas conservaba fuerzas para protestar en voz baja. Sólo se resistió cuando él abrió la puerta del fondo e intentó introducirla en un cuarto al que yo nunca tuve acceso. Entonces mi amo, que parecía calmo a pesar de la situación, la empujó con un bastón que yo nunca antes había visto, y la dejó encerrada bajo llave.
    Poco después Adolfo se mudó al cuarto contiguo al mío. Todo cambió… No sé cómo explicarlo, cómo aceptarlo. Durante el día se paseaba por la casa, desnudo, apoyado en el bastón, y hablaba, hablaba solo y a veces, creo, me ordenaba algo, pero enseguida se desdecía y empezaba a reírse y a agitar su miembro. Yo no sabía qué hacer: ya no podía espiarlo, y me preguntaba qué sentido tenía ahora un amo.
    Hasta hace poco, por la noche, él solía volver al cuarto donde había arrumbado a su mujer. Creo que le llevaba algunos víveres.    Varias veces, siempre durante el día, me acerqué premeditadamente a la puerta del fondo. Escuchaba rumores, pasos; sí, me entretenían los pasos lentos y duros como el tictac de un reloj, y me deleitaba pensar que esos sonidos eran lo único que quedaba de Antonieta.
    Quince días atrás, creo, dejé de escuchar los pasos.
    Y Adolfo siguió andando de un lado a otro y cada vez que me cruzaba se reía a carcajadas y pronunciaba cosas inentendibles.    Cuando se instalaba en la cama, por la tarde, me ordenaba que permaneciera a su lado. Entonces yo lo alimentaba con amor: le cortaba en trozos su comida preferida, carne y frutas… Me pedía, además, que lo afeitara y le cortara el pelo y las uñas; mientras, se reía y su estómago liso se hinchaba y sus ojos se llenaban de un brillo que me asustaba. Él me había privado de todo, incluso de Antonieta, a quien entonces yo creía haber apreciado más de lo que suponía. Ella hubiera podido salvarme, pensaba… Sí, ella, no él. Y ante semejante equívoco ni siquiera podía poseer a Adolfo y tenía que limitarme a un simulacro doméstico, ya que casi no le quedaban pelos ni uñas, y la barba no le crecía.
    Lo más terrible residía en que no podía espiarlo porque de día él circulaba a gusto por toda la casa, y de noche deambulaba por su cuarto, anteriormente el de Antonieta, y golpeaba las paredes con el bastón. Entonces yo pensaba que lo odiaba profundamente y que podía dar cualquier cosa por deshacerme de él y de sus ruidos.
    A veces él salía al pasillo y yo oía su respiración dificultosa, su risa disfrazada de tos. Con la punta del bastón raspaba mi puerta, no sé durante cuánto tiempo, igual yo no podía dormir, contaba las horas que me quedaban de sueño, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, y hacía cálculos… Necesitaba dormir ocho horas, pero al amanecer Adolfo entraba en mi cuarto y me despertaba con su risa.    Entonces pensaba que debía huir… Pero ya era tarde, algo estaba por suceder.
    Hace dos días la espera terminó. Algo ocurrió. Dejé de escuchar a Adolfo. La última vez gemía; era temprano y no entró en mi cuarto. Lo oí caminar por el pasillo, detenerse en el fondo, abrir y cerrar una puerta. Lo busqué durante horas para curar mi sufrimiento: su ausencia me dolía más de lo que podía haber supuesto. Habría preferido tenerlo a mi lado, soportar su extravagancia, cortarle las uñas.
    Varias veces fui hasta la puerta del fondo. La primera vez escuché pasos arrastrándose, casi raspando el piso; luego no los percibí más. Espié por la cerradura: todo estaba oscuro, muy oscuro y silencioso. Me pregunté qué habría ahí. Intenté entrar, pero la puerta parecía clausurada.
    Supongo que tarde o temprano deberé forzar la puerta o huir. Mientras, la casa permanece vacía. Camino de un lado a otro y los ambientes enormes parecen espejos dentro de otro espejo. De pronto creo que hay alguien escondido y reviso los rincones y corroboro mi soledad. Ya no hay nadie, me digo, comiéndome las uñas. Camino otra vez. ¿Y ahora qué?

 

 

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