Madrid, España, 1957. Estos son fragmentos de Vida y muerte de un jardín de papel (Siruela, 2025).
En su libro Seis estampas de una vida flotante, Shen Fou contaba algunos pasajes autobiográficos de su feliz vida conyugal, transcurrida en China durante la dinastía Qing. En uno de ellos, describía la construcción, junto con su esposa Yun, de un bellísimo jardín en miniatura.
Sobre el plato de cerámica, el jardín, extraído a la manera clásica de un fragmento de naturaleza privilegiada, desplegaba todo un paisaje en el que unas piedras semejaban roquedales, y en el que había escarpaduras, precipicios e incluso el pico de una montaña. Entre las rocas crecían las ipomeas; sobre la superficie de un pequeño riachuelo, las lentejas de agua. Tan vívida era la experiencia que los esposos debatían sobre el mejor lugar para pescar, el que brindaba mejor sombra o el que ofrecía un mejor panorama. Tal era su hechizo, de tal forma eran capaces de habitar este minúsculo espacio, que llegaron a pensar en la construcción de una casa a la que podrían transportar todas sus pertenencias.
Hasta que una noche, dos gatos que corrían sobre el tejado, mientras se disputaban una misma presa, cayeron juntos al jardín, haciendo añicos el plato y su precioso contenido.
Shen Fou concluye el breve episodio con estas palabras: «A pesar de su modestia, nuestra empresa había provocado el resentimiento de la Creación».
Y aunque el comentario se acompañe de una aparente aceptación, el espectáculo de las ruinas hace que sus artífices no puedan contener las lágrimas.
Por modesta que fuera mi empresa, yo había comenzado a escribir un libro que tenía al jardín por protagonista. Un jardín de papel más que de tierra, en el que me había propuesto escribir sobre algunos aspectos de la creación. En realidad, sobre lo que quizá haya escrito siempre: la poesía, el arte, la belleza, la magia, el juego, la duda y la muerte.
Y fue la muerte la que trastocó para siempre el jardín de este libro que, desde su primera línea, había sido concebido como un regalo para mi madre. Ella no sólo era la dedicatoria del libro sino la persona a quien estaba destinado.
La muerte de mi madre destruyó el jardín que también era el libro, y después de un tiempo de silencio insuperable, entre sus ruinas comenzaron a surgir flores y plantas de una savia diferente. También, caminos por los que nunca había transitado.
Ella misma comenzó a aparecer como impulsora de un libro diferente, y tuve que aceptar que, sin su apoyo inestable, de naturaleza evanescente —como esos regalos que a veces vienen de los sueños, que nunca puedes predecir, que no responden a un llamado—, no podía continuar.
Comencé entonces a escribir dos libros paralelos —de forma alternada, según demandara mi estado de ánimo—, y en los que seguí avanzando entre las flores de un jardín que también era un cementerio.
Este es un libro que nace de las ruinas de un libro. Un libro que se construye y se descompone. Dos libros que dialogan entre sí, o simplemente crecen juntos, incluso si a veces lo hacen en dirección a la pérdida y la desaparición. Sus breves capítulos se suceden aquí en un orden o un desorden aparecidos una vez que se escribieron sus dos puntos finales.
El libro de memorias de Shen Fou fue publicado de forma incompleta. Los avatares de su vida hicieron que muchos de sus fragmentos se perdieran. Sobre los libros autobiográficos, necesariamente selectivos y por tanto fragmentarios, se cierne asimismo la pérdida y el accidente.
Quizá también todos los poemas se escriban solos y revelen su naturaleza visionaria mucho tiempo después de haber sido escritos.
Los gatos de Shen Fou me parecen ahora perseguidos a su vez por un perro, sobre el que yo escribí hace muchos años, y que hoy veo alejarse hacia el fondo del jardín con los pasos seguros y satisfechos de quien ha cumplido bien su trabajo.
El perro destruye lo que habías plantado. Tú miras el
desorden,
los brotes incipientes
empujados a la muerte,
y no te escandalizas,
sumas esa ruina
al saldo de una deuda con la vida.
*
Un gigantesco girasol frente a un campo de girasoles. Una flor que crece frente a miles de flores iguales.
A última hora de la tarde de agosto, el campo de girasoles es un ejército de soldados humillados, de retirada tras haberse enfrentado al sol. Es como ver la individualidad aplastada por la maquinaria de la guerra. Del mismo modo, en la guerra, cada soldado pierde su historia, su familia, sus amigos, es un peón descondicionado, insensible en la mente de quien lo convierte en saco terrero de una barricada o en pieza percutora de un tanque.
Estos días en los que mi duelo me lleva constantemente al duelo colectivo de la guerra, recuerdo algunas de las conmovedoras entrevistas que leí en El fin del «Homo sovieticus» de Svetlana Aleksiévich.
En una de ellas, una mujer relata terribles escenas de la guerra, hombres en llamas que avanzan en un carro profiriendo gritos y palabras incomprensibles. Pero la madre, la madre tenía que proteger a su hija de estos horrores, y había llenado de flores todas las ventanas de la casa. «Tú mira las flores, hijita, tú mira al mar», le repetía.
Pienso en todas las madres que cantan y juegan con sus hijos en medio de la guerra, que los protegen del mal con todo lo que tienen a su alcance.
Luego pienso en los miedos y en los dolores infantiles, y en el amparo que proporcionan las flores, el poderoso escudo de la belleza.
*
Relees libros sobre la destrucción en la Segunda Guerra Mundial, sobre la locura de la guerra. De nada han servido sus advertencias. Muchos años más tarde esta continúa, la eterna guerra simplemente se ha desplazado de escenario.
Los mortíferos drones sustituyen a las balas y a los cañones, en una especialización del aniquilamiento que no es posible eludir y que transcurre en paralelo a los ilusorios escudos defensivos.
Tantos muertos, tantas madres muertas con sus hijos en brazos, perdida la posibilidad de morir en los brazos de sus hijos en la ancianidad.
La guerra continúa también en la cabeza, atormentada por el balance diario de los muertos, por la visión de las madres deshijadas.
Piensas en esas ciudades arrasadas, de las que no queda una sola piedra en pie, y en las que ni siquiera es posible enterrar a los muertos. Ciudades que son cementerios sin tumbas.
*
Intentar momificar la memoria es tan demente como jugar a esconderse frente a un espejo.
La medianoche sacude la memoria
como un loco sacude un geranio muerto.
T. S. Eliot recuerda los geranios que el sol ha secado, observa el trabajo de la muerte por la espalda, como un espectador, mientras retuerce su tallo como si estuviera estrangulando a un enemigo, como si quisiera arrancarle palabras.
El geranio está tan muerto, como lo estarán el loco y el cuerdo. Porque todos los cuerdos llevan el tumor de la locura en su interior, y basta con que te arrebaten a quien más querías, o que la guerra con su ruleta mortal apunte a tu vecindario para que la cordura salte por los aires.
Escondidas debajo del felpudo de nuestras casas o de los rascacielos del mundo, la muerte y la guerra siempre están preparadas para incorporarse.
*
La guerra una y otra vez. El duelo individual, que se toma sus tisanas de tiempo y se cubre con la manta para escuchar el tictac de la sangre, frente a un duelo interrumpido también violentamente, un duelo al que la supervivencia arrancase el dolor.
La guerra arranca el dolor al duelo, como a una madre a la que le arrancaran del vientre a su hijo, una madre que deja de serlo y debe correr por salvar la propia vida sin dejar nada atrás. La guerra es también perder el derecho a vivir el duelo.