Vida literaria de los microbios / Juan Nepote

De enfermos está hecha la literatura: desde las ubicuas plagas que relata la Biblia —en el Concilio de Trento de 1546 se dictaminó que la Biblia no sólo era un libro religioso, sino también una fuente de datos científicos— a La peste de Camus; de la comicidad de El enfermo imaginario,de Molière,a la trágica agonía de los hermanos Roderick y Lady Madeline en La caída de la Casa Usher,de Edgar Allan Poe; de la locura de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha —«llama la atención que sea un loco el protagonista de la novela más universal de la literatura española», apunta el historiador de la ciencia José Luis Peset— a la locura de Hamlet; de la enfermiza abulia de Bartleby, el escribiente,de Herman Melville, a los trastornos que Oliver Sacks descubrió en su práctica médica, aunque parezcan historias de ficción: hombres que confunden a sus mujeres con sombreros, hipotéticos antropólogos incapaces del más mínimo contacto humano, gente que ve sonidos, islas repletas de individuos ciegos al color y enfermos de aberración a la luz, heridos de alucinaciones o de migraña; o la lúcida solidaridad de la Susan Sontag de Ante el dolor de los demás con la sociedad descompuesta.
     La enfermedad instalada en las entrañas más profundas de la lectura y de los libros, incluso en el sentido más tangible, como ya lo sabía el editor medieval Florencio: «El que no sabe escribir piensa que no cuesta nada, pero es un trabajo ímprobo, que quita luz a los ojos, encorva el dorso, mortifica el vientre y las costillas, da dolor a los riñones y engendra cansancio en todo el cuerpo».
     Y luego está la ecuación que heredamos de Roberto Bolaño, enfermo insobornable: «literatura + enfermedad = literatura», porque del universo de las enfermedades obtenemos palabras que usamos a diario: corrupción, crisis, colapso, virus

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En ese afán que se columpia entre la invencible nostalgia y la candidez de las buenas intenciones, en 1999 la revista Scientific American publicó una lista de los libros de ciencia que dieron forma al siglo xx. Del conjunto resaltan dos obras que comparten un par de características: ambas hablan de la enfermedad —o de la lucha contra las enfermedades— y ambas hacen mención de un oscuro nombre holandés —Paul de Kruif—: Arrowsmith («Doctor Arrowsmith», en su traducción española), de 1925, encabeza la sección «novela», y Los cazadores de microbios,de 1926, la de «historia de la ciencia». Además, se trata de las lecturas que probablemente más influencia hayan tenido en la decisión de comenzar una carrera científica entre los jóvenes del siglo pasado: «Para muchos científicos, particularmente para aquellos que trabajan en el campo biomédico, la lectura del clásico Los cazadores de microbios es frecuentemente citado como una experiencia definitoria en la vida», asegura Jo Ellen Roseman, de la Academia Americana para el Avance de las Ciencias; István Hargittai, autor de El camino a Estocolmo. Premios Nobel, ciencia y científicos, afirma que es el libro más exitoso en orientar a los niños a estudiar una carrera científica. Y como evidencia presenta el elenco de sus lectores confesos que han ganado un premio Nobel: los bioquímicos estadounidenses Paul Berg y Gertrude Elion; el matemático, químico y médico húngaro Carleton Gajdusek; el biofísico y químico lituano Aaron Klug; el físico norteamericano León Lederman; el químico argentino César Milstein y el pediatra estadounidense Frederick Robbins. Y tampoco lo niega Michael B. A. Oldstone, autor del popular Virus, pestes e historia: «Este libro fue concebido con el espíritu de Los cazadores de microbios de Paul de Kruif, que leí por primera vez estando en la secundaria. Sus héroes eran los grandes aventureros de la ciencia médica, quienes entablaron una lucha para comprender lo desconocido y para aliviar el sufrimiento humano».
     Antonio Lazcano, especialista mexicano en origen y evolución de la vida, recuerda que «Cuando tenía unos siete años, un primo de mi padre, el elegante don Antonio de Cortina, me regaló una copia de Los cazadores de microbios,de Paul de Kruif. El libro me dejó memorias perdurables: al leerlo me fascinó la biografía de Pasteur, pero, sobre todo, la personalidad barroca de Spallanzani y sus esfuerzos por demostrar la inexistencia de la generación espontánea». Y su compatriota, el patólogo Francisco González Crussí —uno de los ensayistas más deslumbrantes de la literatura actual—, es autor de la introducción de la edición, revisada y puesta al día, de la versión inglesa del libro.
¿Quién fue ese De Kruif, responsable de semejante hazaña?

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Sinclair Lewis (hijo de un médico rural) es el autor de Doctor Arrowsmith, una novela que gravita alrededor del ambicioso médico Martin Arrowsmith. Con este trabajo, Lewis ganó el premio Pulitzer a la mejor novela del año en 1926, pero lo rechazó. Fue el primero en la historia de los premios. «Todos los premios, igual que los títulos, son peligrosos. Los cazadores de premios tienden a trabajar más por la recompensa que por la excelencia: ellos tienden a escribir ciertas cosas, o a evitar otras, con tal de no herir los prejuicios de los azarosos jurados de los premios; no a trabajar por la excelencia intrínseca, sino por los premios», explicó en una carta.
     El efecto de su rechazo fue contundente: el interés por Doctor Arrowsmith se multiplicó exponencialmente y el libro vendió una cantidad extraordinaria de ejemplares. Vendría una película de John Ford, vendría una extensa sucesión de reediciones.
     Pero Lewis no fue el único beneficiario de sus cuantiosas ventas. El veinticinco por ciento de las regalías se las dio a Paul de Kruif y puso una dedicatoria en el libro (que en ediciones posteriores desapareció):

Para el Dr. Paul H. de Kruif, porque estoy en deuda con él no solamente por la mayoría del material médico y bacteriológico en esta historia, sino también por su ayuda en la planeación general de esta ficción, por su esbozo de los personajes como seres vivos, por su filosofía como científico. Con este agradecimiento yo quiero dejar constancia de nuestro meses de compañerismo mientras trabajamos en el libro, en los Estados Unidos, en las Indias Occidentales, en Panamá, en Londres o Fontainebleu. Quisiera ser capaz de reproducir nuestras conversaciones durante el camino, en las tardes dentro del laboratorio, las noches en los restaurantes y las madrugadas sobre la cubierta mientras viajábamos en barcos de vapor hacia tropicales puertos.

Y en 1930, apenas cuatro años después de toda la ebullición provocada por Doctor Arrowsmith,Sinclair Lewis fue nombrado ganador del premio Nobel de Literatura «por su vigorosa y gráfica maestría para el arte de la descripción y su habilidad para crear, con ingenio y humor, nuevos tipos de personajes».
En esa ocasión, Sinclair Lewis no rechazó el premio.

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El singular mérito del olvidado Paul de Kruif se obtiene al combinar una mezcla del manifiesto del jurado de los premios Nobel acerca del amigo con quien armó a cuatro manos aquella novela, así como de los recuerdos del propio Lewis: habilidad para crear nuevos personajes y la exploración directa de los lugares, los materiales, las atmósferas donde vivieron sus personajes, porque así como para el Marcel Schwob de Vidas imaginarias «el biógrafo es un artista y no un historiador» (lo descubrió José Emilio Pacheco), para el Paul de Kruif de Los cazadores de microbios el desenvolvimiento del combate científico en contra de las enfermedades se debe relatar en clave artística y no histórica: «Estos cazadores no vacilan en jugarse la vida a cada momento por conocer a aquellos seres mortíferos; los persiguen hasta sus guaridas más recónditas, y nos dibujan un mapa cada vez más completo del mundo que los mortales no alcanzamos a ver a simple vista».
     Con la enfermedad sucede algo muy particular: no somos capaces de verla. Notamos sus consecuencias, asistimos al deterioro de órganos, músculos o procesos vitales, o resistimos los estragos de la lucha contra la enfermedad en un microuniverso ajeno a nuestra vista. Se sabe que la mejoría que presentan aquellos pacientes que no reciben una explicación de su médico es infinitamente menor a la de los enfermos que escuchan de su médico un relato, una historia bien contada, supuestamente lógica o con cierto orden de causa-efecto, para comprender su padecimiento. Como no podemos comprobar el origen de nuestra enfermedad directamente con nuestros sentidos, necesitamos imaginárnosla.
     Si acaso tiene razón Stéphane Mallarmé con aquello de que «todo, en el mundo, existe para concluir en un libro», si no falla Guy de Maupassant en su convicción de que «el arte narrativo consiste en recordar con ayuda de la imaginación», sin Los cazadores de microbios,de Paul de Kruif, sería más difícil encontrar un nombre, asignar un orden, dotar de sentido la inexorable presencia de la enfermedad.

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Paul Henry de Kruif (1890-1971) nació en la pequeña ciudad de Zeeland, en el estado de Michigan, y prácticamente nunca se movió de allí. Apenas se trasladó a la costa este del lago Michigan para quedarse en Holland, una colonia fundada por inmigrantes holandeses deseosos de construir una ciudad del tulipán en su nueva nación. Allá moriría De Kruif a unos días de cumplir 61 años. Hijo de Hendrik y Hendrika, estudió medicina en la Universidad de Michigan, recibió un doctorado y se especializó en bacteriología. Se enroló en el ejército estadounidense —llegó a ser nombrado capitán— y participó en la Primera Guerra Mundial sobre suelo francés, ocupándose de investigar maneras de evitar y combatir la gangrena gaseosa. Fue el primero en inyectar a los heridos en las batallas un remedio contra semejante mal. «Toda creación, incluida la ciencia», decía De Kruif, «es una guerra sin precedentes». Hacia 1920 ya estaba de regreso en Estados Unidos y aceptó la invitación de formar parte del prestigioso equipo de investigadores del Instituto Rockefeller, en Nueva York. De Kruif se había casado y tenía dos hijos.
     En 1922 se interesó por la escritura a partir de una invitación de Harold Stearns para colaborar en un gigantesco volumen de nombre Civilización,donde se hablaría de todo lo que una persona debería conocer por aquella época. La aportación de Paul de Kruif versó sobre la medicina estadounidense, y aprovechó para incluir unas críticas a sus colegas, principalmente su falta de rigor científico. «La medicina entre nosotros es una mescolanza de ritual religioso, folklore más o menos preciso y astucia comercial». Luego de la aparición del libro, De Kruif fue despedido, y casi con alegría asumió que aquello no era otra cosa que el empujón que necesitaba para dedicarse completamente a la escritura.
     Se divorció de su esposa y se casó con una mujer de nombre Rhea Elizbeth Barbarin. (Aún se casaría una vez más, dos años antes de morir). Regresó de Nueva York a Holland y se instaló en una zona aislada, dentro de una casa conocida como Wake Robin, de donde salía sólo para pasar otras jornadas en su cabaña a la ribera del lago Michigan. Cortaba leña, participaba en las nacientes carreras de automóviles, nadaba en contra de la corriente del lago. Fue muy amigo de Ernest Hemingway.
Había conocido a Sinclair Lewis en Nueva York, y le simpatizaba. Por eso no dudó en colaborar con él en la creación de Doctor Arrowsmith. Viajaron a Centroamérica y a Europa para visitar los lugares que se describirían en el libro.
     Fue en ese viaje que De Kruif tuvo otra idea: escribir la historia de quienes se han dedicado a pelear en contra de la enfermedad, a partir de Antonio van Leeuwenhoek («Ningún poeta ni historiador alguno evoca la figura de Leeuwenhoek, que es ahora casi tan desconocido como lo eran los fantásticamente diminutos animales y plantas en la época en que él afirmó haberlos visto»), el inventor del microscopio.
     Es decir, reescribir la vida de aquellos cazadores que «no vacilan en jugarse la vida a cada momento por conocer a aquellos seres mortíferos; los persiguen hasta sus guaridas más recónditas, y nos dibujan un mapa cada vez más completo del mundo que los mortales no alcanzamos a ver a simple vista».
     Un breviario de la vida literaria de los microbios.

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En Italia supieron asomarse a los mundos invisibles —por diminutos o por gigantescos—: los italianos no inventaron ni los microscopios ni los telescopios («extensiones de la vista» de acuerdo con Borges), pero supieron darles un uso especial: Galileo al telescopio y Redi con el microscopio.
     Galileo Galilei, profesor de la Universidad de Padua, con casi cuarenta años de edad, en 1604 dirigió al cielo aquel curioso artefacto compuesto por un par de lentes bien pulidos y separados por una distancia de aproximadamente treinta centímetros, dentro de un cilindro de plomo. Colocó su ojo ante el orificio para mirar a través de ese rudimentario telescopio, que no era mayor a cuatro centímetros de diámetro, y vio una secuencia aparentemente infinita de luces suspendidas y dispersas en caprichosas geometrías en la inmensa oscuridad, que parecían danzar ante sus ojos; Francesco Redi, como quien pone en marcha un juego, acabó con la idea largamente arraigada de que la vida aparecía espontáneamente a partir de materia inanimada. Redi puso un pescado en descomposición dentro de un frasco abierto. Al pasar de las horas, era posible mirar una gran cantidad de moscas rondando el pescado en cuestión, mientras que al repetir el experimento, pero esta vez con el frasco cerrado, las moscas no aparecían. La descripción de este episodio fue redactada por el propio Redi bajo el título Experimentos sobre la generación de los insectos, en 1668. Y, sin embargo, los trabajos de Francesco Redi no fueron suficientes para convencer a los escépticos de que la vida no se generaba espontáneamente, porque a nivel microscópico seguían apareciendo seres vivos.
     Debieron pasar casi dos siglos, y haber sido inventado el microscopio —por Leeuwenhoek, un costurero y comerciante holandés aficionado a pulir cristales y con ellos observar la naturaleza a escala minúscula—, para que en 1864 el francés Louis Pasteur afirmara contundentemente: «No hay ninguna circunstancia hoy conocida en la que se pueda afirmar que seres microscópicos han venido al mundo sin gérmenes, sin padres semejantes a ellos. Los que lo pretenden han sido juguetes de ilusiones, de experiencias mal hechas, plagadas de errores que no han sabido percibir o que no han sabido evitar». Él mismo, y después el alemán Robert Koch, fundarían un nuevo campo de estudio: la bacteriología, que facilitó establecer las relaciones causales entre microorganismos y enfermedades infecciosas, y, eventualmente, inventar las vacunas.
Desde ese momento, las enfermedades nunca volverían a ser lo que eran.
     Y es que, aunque sea posible rastrear los orígenes de la medicina hasta los tiempos más remotos, su historia como la entendemos ahora —en Occidente y como una práctica científica— se originó a mediados del siglo xix con el advenimiento de la teoría de la patología celular propuesta por Rudolf Virchow, la creación de los antibióticos por parte de Alexander Fleming, el descubrimiento de la fagocitosis que hizo Elie Metchnikoff, el uso de gases y compuestos con fines anestésicos que comenzaron Horace Wells, August Bier y Carl Koller, entre otros, además del hallazgo de los rayos x por Wilhelm Conrad Röntgen y el surgimiento de la endoscopía, la endocrinología, la epidemiología, la genética, la biología molecular, el laboratorio clínico y la fabricación de vitaminas, entre otros prodigios que ocurrieron durante aquel periodo.
     Con claridad y apasionamiento, con la parcialidad de quien no oculta sus fobias y sus filias, con entusiasta exceso (el autor recibió bastantes críticas por haber ajustado los hechos reales a su estilo literario de manera tan libre), Paul de Kruif nos cuenta los prodigios y las miserias de la medicina y de los médicos, Los cazadores de microbios como Van Leeuwenhoek, Lazaro Spallanzani, Louis Pasteur, Robert Koch, Émile Roux y Adolf von Behring, Elias Metchnikoff, Teobaldo Smith, David Bruce, Battista Grassi y Ronald Ross, Walter Reed y Pablo Ehrlich.
     El libro ya ha quedado rebasado por la investigación científica de los últimos cien años, pero su fuerza para despertar los resortes de la imaginación sigue intacta. Si de enfermos está llena la literatura, Los cazadores de microbios es uno de los relatos más evocadores de la enfermedad.
     Y con exactitud cumple el anhelo de Miguel de Unamuno: «Leer, leer, leer, vivir la vida que otros soñaron».

 

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