Vida animal [fragmento]

María José Caro

(Lima, 1985). Uno de sus libros más recientes es ¿Qué tengo de malo? (Premio Luces El Comercio, 2017).

1.

Del otro lado de la ventana un hombre instala un trineo de luces. Es diciembre y en pocas semanas nuestra calle recibirá una procesión de automóviles. Familias y parejas que llegarán en búsqueda del mejor adorno de alambre para sacarse una fotografía. Cada año la municipalidad organiza un concurso que premia la mejor decoración navideña, pero eso es lo de menos. Lo que importa es continuar con aquella tradición de origen desconocido que ha convertido nuestra calle en una versión tercermundista de Manhattan. Martín y yo llevamos un año viviendo juntos. Desde que nos instalamos en el edificio, nuestras mascotas son un par de renos de fierro y luces que duermen al lado de la lavadora. Dentro de poco los animales abandonarán el departamento y se volverán parte del paisaje. Siempre he tenido perros. Ahora tengo un par de plantas como consuelo. Un bambú y un helecho. A pesar de que las riego a diario, las hojas del helecho se tornan cada vez más amarillas y empiezan a desprenderse de la planta. Ni Martín ni yo tenemos idea de cuándo darlo por muerto. Martín quiere comprar un hurón. Ha investigado que duermen dieciocho horas al día y que a diferencia de otros animales no se sentirá solo mientras estamos en el trabajo. Me he negado explicándole que los hurones mueren en accidentes trágicos. Se intoxican con detergente, se electrocutan, se resbalan y caen de las ventanas. Lo leí en un foro sobre su crianza. La curiosidad del animal es superior a su instinto de supervivencia. A diferencia de mí, los hurones viven intensamente. Martín no lo comprende. Cada cierto tiempo coge su celular y me muestra el mismo video en YouTube. Un hurón panda que corre en círculos y se esconde dentro de un pantalón. Entonces lo miro fijo y le digo que no. Que en nuestra casa no morirá ninguna mascota. Él insiste. Yo me vuelvo a negar con toda la seriedad que cabe en mi voz. La conversación siempre termina con las mismas palabras. Mucha responsabilidad, mejor tengamos un hijo de una vez, suelto. Martín empalidece. No sabe si hablo en serio o si se trata de una broma. Yo tampoco lo sé. Él ríe nervioso. Dice que si se convierte en padre de una niña comprará una Glock 28. Toma el control remoto del televisor y navega por los canales especializados en películas de acción. Dormir junto a Martín es fácil. Me quito los lentes y acomodo mi cabeza sobre su hombro mientras las balaceras en la pantalla atraviesan mis pupilas. Es un rito necesario como los giros que dan los perros antes de acostarse. Dicen que se trata de una herencia del tiempo en que fueron animales salvajes. Lo poco que sobrevive a su etapa de domesticación. Esparcir la hierba, marcar territorio, perder la conciencia en un lugar seguro y por fin descansar.

Metros más abajo, el hombre que instala el trineo se toma la cabeza mientras la presidenta de la junta de propietarios lo reprende:

—Esto está muy inestable, señor. Mire cómo se tambalea todito. Asegúrelo más fuerte, por favor.

—Señora, haré lo posible. El fierro es de muy mala calidad.

El hombre coge un martillo de su cinturón y se acerca al armatoste. Es pequeño y calvo en la coronilla.

—No sé si sabe, pero aquí vienen muchísimos niños de todas partes de Lima, especialmente a tomarse fotos. Imagínese si el adorno se voltea. Una tragedia.

La mujer permanece junto al trineo. Su nombre es Paula y se aferra al cargo de presidenta de la junta desde que la inmobiliaria entregó el edificio. En ese entonces, Martín y yo ni siquiera nos conocíamos. Seguíamos en secundaria. Él, en Trujillo, en un colegio anacrónico de horario partido y yo, en Lima, bajo el régimen carcelario de un grupo de monjas españolas. «¿Quién puede querer encargarse de la administración del edificio y gratis? Pagar planillas, cobrarles a los morosos, tener que lidiar con desconocidos», le digo a Martín cada vez que cualquier tema menor desencadena un bombardeo de correos electrónicos. La última guerra tuvo que ver con Navidad o, mejor dicho, con la solicitud de una cuota extraordinaria para la compra e instalación de adornos y luces. Nuestro edificio se rige bajo un supuesto orden democrático. Una asamblea que reúne a los vecinos los primeros miércoles de cada mes. Martín ha participado de todas las reuniones. Es él quien da la cara por ambos. Yo rehúyo a cualquier encuentro innecesario. Mi cuota de socialización forzada se agota al dejar la oficina.

Paula se acerca al trineo y lo sacude varias veces. Mira al cielo y después levanta el pulgar en señal de aprobación.

—Ahora sí, señor. Quedó perfecto. Por favor, acérquese al 1º A, allí tienen otro Papá Noel. Después va al 2º B, allí hay dos renos. Del 3º A trae un duende y un bastón de Navidad.

Martín y yo representamos el territorio recién reclamado del 2º B. Antes que nosotros lo ocupaba una familia de apellido Reátegui. Exinquilinos ahora convertidos en fantasmas que hacen su aparición en las grietas alargadas que marcan el piso. En los restos de autoadhesivo en el fondo del cajón de ropa interior. Imagino un juguete que cae demasiado fuerte y quiebra el parqué. A un niño de pelo negro y ojos grandes destripando el armario para decorar las gavetas con figuritas de Sudáfrica 2010. Hace algún tiempo busqué el perfil de su padre en Facebook. Encontré una foto del tiempo en que vivieron aquí. La familia abriendo regalos al pie de un árbol de Navidad con motivos dorados. Sillones de cuero, una gran pintura de bodegón junto a la ventana. Un territorio ajeno y familiar, igual a las reconstrucciones del planeta en la era jurásica. Si los Reátegui son fantasmas, ¿cuántos asuntos inconclusos habrán dejado entre nosotros?

La música a todo volumen anuncia la llegada de Martín. Su camioneta gris se detiene frente a la rampa que conduce a las cocheras del edificio. Mi esposo baja del auto, deja la puerta abierta y la radio encendida permitiendo que un concierto de Metallica se materialice espontáneamente en nuestra calle. Se acerca a Paula, que le hace señas. No escucho nada de lo que dicen. A Martín tampoco le gusta el circo que se monta por Navidad, pero sabe disimularlo. Entiende de relaciones públicas mejor que yo. «Es ridículo, cualquiera de estos adornos se encuentra en la avenida Canadá por cincuenta soles», se queja cada noche desde que se inició el montaje. Martín desaparece en la parte trasera de la camioneta, saca una caja de herramientas y avanza hacia el trineo. Deja las herramientas en el pasto y alza la mirada en mi dirección. Me encuentra entre las cortinas, imperturbable como un alfil de ajedrez. Me saluda con sus gestos. Arquea las cejas, sonríe sin mostrar los dientes. Me alejo de la ventana y parto a su encuentro. El pasillo de nuestro departamento es un santuario incipiente adornado con imágenes demasiado recientes como para considerarlas recuerdos. Mientras camino a la puerta, escucho a Martín destrabar las cerraduras. Tres golpes secos. Tres tambores distintos que giran toscamente. Una vida nueva que empieza a encajar de a pocos. «Hola, amor», dice desde el umbral. Lleva un pantalón de terno y una camisa celeste. Deja las llaves en el recibidor y me abraza apurado. «Están subiendo a recoger los adornos para el jardín». Luego camina los diez pasos que separan la puerta principal de la lavandería e inmediatamente retira la bolsa que protege a los renos del polvo. Martín carga los adornos sosteniéndolos debajo de cada brazo. «Ábrele al señor, porfa…», suelta como si se desinflara. Su rostro se ha enrojecido por el esfuerzo. Atravieso la cocina y me acerco al visor de la puerta principal. El hombre está allí, cerca pero distante, distorsionado por el ojo de pez, tiene las manos dentro de sus bolsillos y la mirada perdida en el tapete de bienvenida. Cuando abro la puerta, el hombre da un paso hacia atrás y se coge la nariz. Martín aparece a mi lado y sopla hacia arriba para refrescarse.

«Qué calor de mierda», me dice. Después, clava la mirada en el hombre. «Vamos, hermano. Carga uno, yo llevo el otro». Martín se desprende del reno y se acercan al ascensor. Yo lo utilizo solamente cuando hacemos la compra semanal. Si el aparato se traba y uno termina atrapado dentro está prohibido llamar a los bomberos antes de cumplirse una hora de encierro. Se trata de una norma del edificio estipulada en el contrato con la compañía de ascensores. Debe ser la empresa quien libere a los rehenes. Las puertas de acero se abren enfrente de nosotros. Martín y el hombre desaparecen. Sé que mi esposo no volverá de inmediato. Que lo observaré desde mi guarida en silencio. Estará varios metros más abajo, asegurando las patas de los animales en el pasto, conectando los cables de corriente, enderezando a Papá Noel. Martín no se moverá de allí hasta que se enciendan todas las luces del jardín. Él es así. Insistente o terco según el día. Regreso a la cocina y me sirvo un vaso de agua. La lavandería luce más grande sin los renos. Si tengo que delimitar las eras de mi vida, pienso en personas que se van y en animales que llegan.

2.

—Aló.

—Aló. Buenos días, ¿me comunico con _________? La saluda María Choque de la central de riesgos…..

—Gracias, pero no estoy interesada.

Termino la llamada desde el timón del auto. «Madrina, no te has despedido», me recrimina Alejandra. Tiene cuatro años y es mi única sobrina. Desde que nació, fantaseo con convertirme en su adulta favorita. Cuando los renos de alambre seguían en el departamento, Alejandra me pedía que descubriera los fierros y que conectara las luces. Le gustaba verlos brillar. Ver la sombra distorsionada que se proyectaba contra la lavadora. Hoy, como cada viernes, me toca recogerla del nido. Formo una fila india junto a padres, niñeras y abuelas y busco a mi ahijada entre los columpios apenas se abre el portón azul. Ahora mismo, Alejandra se desparrama en el asiento trasero de mi auto. Sus piernas pequeñas no llegan a descolgarse de la butaca. Lleva el pantalón sucio en las rodillas y una lonchera de Peppa Pig en el regazo. Mi ahijada sabe que no debe mirar por la ventanilla durante el trayecto a su casa. Que mi auto no tiene silla para niños y que se trata de un viaje ilegal. Le digo que hoy el camino será más largo, que llegó el momento y los renos de alambre se han mudado al jardín. Iremos a una tienda de artículos navideños y me ayudará a elegir dos nuevos adornos para mi departamento. Alejandra exige que coloque «El baile del gorila» en la radio. De toda la música escrita a inicio de los dosmiles, ¿justamente «El baile del gorila» tuvo que convertirse en un nuevo clásico para niños? Recuerdo el video ni bien empieza la música. Melody, de diez años y maquillaje prematuro, canta y baila sobre una pista de bowling. La acompaña un grupo de gorilas animados. Desde el retrovisor puedo ver cómo mi ahijada sigue la coreografía. Alza los brazos, se golpea el pecho, grita Uh. Uh. Uh. Paradójicamente, nada en los gorilas es infantil. A un gorila salvaje jamás se le mira a los ojos. Jamás se le remeda. La protección de un ser humano frente al animal consiste en encoger el cuerpo en posición fetal y rezar.

Un hombre vestido de Papá Noel entrega volantes en la puerta del local. El cuerpo de Alejandra se paraliza al bajar del auto. Cierra los puños y mira al suelo. A mi ahijada no le gustan los adultos disfrazados. Los considera impostores. Su molestia empeora si son imitaciones de sus personajes favoritos. Cuando cumplió tres años expulsó a gritos al hombre vestido de oso que contrató mi madre para que animara su fiesta de cumpleaños. «Ése no es Baloo», reclamó después de que la convenciéramos de que el oso había trepado a un taxi rumbo a la selva. Alejandra toma mi mano e ignora a Papá Noel. Caminamos por un corredor que exhibe árboles de Navidad y nacimientos de tamaño natural. Algunos han sido rociados con nieve artificial. Alejandra apura el paso y me guía hacia el final del pasillo. Se planta frente a un anaquel colmado de muñecos. Los renos ocupan el estante del medio. Los hay de todo tipo y tamaño. Electrónicos, inflables, rellenos de algodón sintético. Alejandra señala un reno bípedo vestido de smoking. Lleva un micrófono entre las patas y sus cuernos actúan como altavoces. El muñeco canta y baila un villancico de Frank Sinatra. Sus movimientos son toscos pero precisos. La cintura que se sacude tiesa, el micrófono que se acerca al hocico a destiempo. Sin embargo, el verdadero espectáculo empieza a desplegarse a unos metros de nosotros. Una pareja se acerca a la góndola empujando un carrito repleto de adornos y luces. La mujer escoge un muñeco de nieve del estante y lo acomoda entre sus compras. El hombre retira el muñeco del carrito y lo ausculta hasta encontrar la etiqueta con el precio.

—No voy a pagar doscientos cincuenta soles por esta cojudez. Después de fiestas, es más, el mismo 24, todo se conseguirá a mitad de precio —dice colérico mientras regresa el muñeco al estante.

La mujer se acerca a la góndola para rescatar al muñeco. Una vena de furia se marca en su frente. El hombre alza la voz. Gruñe que ya ha gastado demasiado dinero. Que si acaso no es suficiente con todos los adornos que viajan en el carrito de compras. Alejandra me presiona los dedos. «Madrina, ésos están bien», suelta nerviosa. Esquivo a la pareja y voy por los renos Sinatra. Cuando llegamos a la caja, Alejandra juega con los muñecos presionándoles la nariz para hacerlos bailar. La discusión de la pareja se ha convertido en un griterío que sobrepasa la música de fondo de la tienda. Reviso mi celular para ver qué hay de nuevo. La compulsión de

estos tiempos, clavar los ojos en una pantalla para asegurarnos de que no nos hemos perdido de nada. Hay una nueva llamada entrante. El prefijo corresponde a otro país asiático. Un nuevo call center enmascarado. Quizá sea momento de mandarlos a rodar.

—Aló.

—Buenos días, señorita, perdón, señora ___________. La saluda Luis Sánchez, de la central de riesgos Centinela. En base a sus consultas desde nuestra aplicación podemos ofrecerle una solución profesional. Con sólo diez soles al mes le daremos un acceso completo a las consultas por deudor.

—No quiero ningún producto.

—Escuche los beneficios, por favor.

Quiero tirarle el teléfono, pero enseguida pienso en mi padre. Me veo un par de días antes, recostada en la cama junto a Martín, el sol apuntándonos a la cara y la computadora sobre mis piernas. En la pantalla, un semáforo de buen pagador que califica a mi padre con el color rojo. A mi lado, Martín hablándome de la gravedad del asunto, pidiéndome que solicite un informe completo. Yo consultando la página a toda hora, eligiendo la duda, imaginando el escenario menos doloroso. El hombre del teléfono no da información específica sobre mi padre, solamente habla de todos los beneficios de suscribirme a una versión profesional del aplicativo. Tendré acceso a un registro detallado de las deudas por banco, de las tasas de morosidad, de las penalidades por retirar efectivo de un atm, de estrategias que ayudan a limpiar el score del deudor. No sé a qué se refiere, pero entiendo la magnitud del asunto. Igual a que si me hablara de la erupción de un volcán.

—Muchas gracias por su tiempo, señora               . ¿Podría calificar su experiencia en esta llamada? Se trata de una breve encuesta.

Los renos pasan de la caja registradora a una bolsa de tela. La pareja que discutía frente a la góndola de muñecos cruza la puerta de la tienda con las manos vacías. Alejandra quiere saber si puede pedir un perro como regalo de Navidad. «Pregúntale a tu papá», le respondo en piloto automático. Pago sin prestar atención.

—Madrina, ¿a mi edad tenías perro? Soy dos personas al mismo tiempo. La primera habla de Bobby, nuestra primera mascota en nuestra primera casa. Un gran danés cuyas cenizas descansan en una urna azul dentro del clóset de mi madre. La segunda, un ser volátil que sigue a mi padre como un dron. Lo veo desde las alturas, deambulando por los pasillos de una tienda por departamento. Lo imagino abriendo su billetera y revisando el papelito donde ha escrito las contraseñas de cada una de sus tarjetas de crédito. Acomodo a Alejandra en la parte trasera del auto. Toma mi muñeca con fuerza, pregunta si me quedaré en su casa o si únicamente la dejaré. «Podemos jugar al restaurante», me dice moviendo los pies como aletas. Me recuerdo hace un par de años asistiendo a las oficinas administrativas de la iglesia de Fátima, atrapada en las charlas de catequesis express obligatorias para obtener el título nobiliario de algo en lo que no creo pero que permitirá que me nombre distinto. «¿Te quedas, madrina?», repregunta, sus ojos enverdecen por el sol. Igual que los de mi madre, igual que los de mi hermano. En una niña de cuatro años recae nuestro futuro. A Alejandra no puedo decirle que no. «Sí, Ale. Claro que me quedo»

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