Víctor Hugo Rascón Banda: un rayito de esperanza… / Circee Rangel

Recuerdo como un evento muy significativo al maestro Víctor Hugo Rascón Banda impartiendo una conferencia en el salón de un hotel en Morelia. Gente de teatro de Michoacán y la última generación de escritores del segundo y último Diplomado Nacional de Dramaturgia llenábamos la pequeña sala. La última elección presidencial estaba por venir (2006), y Rascón Banda nos habló sobre todo de lo que para él representaba ser dramaturgo. «El escritor de teatro provoca, seduce, perturba… El teatro nos conmueve internamente, dispensa desasosiego, cambia a profundidad». Su voz era fuerte y clara; se encontraba en un momento de franca recuperación luego de varias crisis de la enfermedad que dos años más tarde lo llevaría a la muerte.
    Sonreía a menudo y prodigaba un buen humor que contagiaba. «Magaña decía que la pesadilla cotidiana en la que el mundo vivía tenía que encontrar en el teatro… [y aquí enfatizó imitando al maestro Magaña] un Rayiiiito de Esperanza…». Fue tan aguda su imitación que hizo soltar la carcajada de los asistentes. Esa frase, dicha de ese modo, es el recuerdo del maestro Rascón Banda que más perdura en mi memoria.
    Decía respetar a muchos de sus colegas; sin embargo no coincidía, por ejemplo, con el realismo oscuro de Jesús González Dávila. Él prefería, sí, mostrar la crudeza de la realidad, pero también sazonar con esa luz de esperanza que daba valores y sueños a quienes veían sus obras.
    Coincidía con otro dramaturgo que alguna vez dijo: «El teatro mueve apenas un milímetro al mundo». Valiosísimo milímetro. Y opinaba, como Brecht, que «escribir era un acto de amor, un acto de fe en que las cosas puedan ser diferentes, el mundo puede estar mejor que como lo estamos viviendo».
    Sin dejar de mover esas manos, que me parecían inmensas, soltó en primera persona la frase «Por mi voz hablará la sociedad de mi tiempo» a los incipientes dramaturgos que escuchábamos, incitándonos a que de nuestra propia voz salieran las mismas palabras. Pensaba, además, que el dramaturgo es el fedatario de lo que está pasando, que habla de la condición humana desnudando al hombre en sus ambiciones. «Nuestra responsabilidad», decía, «es el alma colectiva». Creía en el artista como ese ser hipersensible lleno de conflictos internos, de indignación y percepción del mundo distintas de los demás.
    Sabiendo en carne propia que el teatro incomoda porque los teatreros «somos protestones y se nos teme tanto como a nuestras obras», supo bien combinar una serie de cargos disímiles a lo largo de su vida, mismos que le permitieron no tener que vivir propiamente de su trabajo como dramaturgo. Opinaba que, a pesar de que los teatreros venimos de una tradición del «artista pobre» que casi (siempre) paga por estar en escena, hemos ido cambiando la mentalidad y cada vez más nos convencemos de que nuestro trabajo vale y es importante lograr vivir de él dignamente.
    Luego de la feroz pugna que le tocó vivir entre directores y dramaturgos en la década de los setenta —sobre la que escribió una página memorable al ponerse, como en un ring, frente a frente junto con su maestro Vicente Leñero, contra los directores Héctor Mendoza y Luis de Tavira en un Festival Cervantino—, en sus últimos días fue consciente de lo mucho que se necesitan unos a otros. «El dramaturgo es sólo el motor inicial para que el hecho artístico dé inicio».
    Luego de aquella conferencia, me acerqué a él para hacerle algunas preguntas. ¿Por qué tenemos que escribir teatro en el interior del país? ¿Sobre qué vale la pena hablar? Comenzó con una frase de Chéjov: «Si quieres ser universal, habla de tu pueblo, de tu aldea»; pensaba que hacen falta dramaturgos en todos los rincones de la República, «porque el teatro no se exporta ni se importa, es del público concreto de una región determinada». Hizo un rápido recuento de sus obras y llegó a la conclusión de que las más representadas en el extranjero eran aquéllas más ligadas a su vida en Chihuahua, en la sierra. Las que más tocan lo íntimo de su sociedad inmediata. En cambio, las «pretendidamente universales» no dicen nada al resto del país, ni del mundo. «Tal vez sean obras bien escritas, pero no logran interpretar los sueños colectivos… Yo, como creador, digo que cargo con un equipaje de sueños, esperanzas, fantasmas y acentos de la región de donde soy, y que ése es el teatro que mejor me sale… Me parece que todo el país debería tener velas encendidas al teatro, pero velas que iluminen a esas regiones. No suplantar con formas que no corresponden a nuestra identidad; las podemos enriquecer con vanguardias internacionales para hacer mejor nuestro oficio, pero no imitando…     Tenemos que inventar nuestra propia forma de expresión. Nosotros inventamos el corrido mexicano, la telenovela, la revista política, la carpa… Todas ésas son expresiones que sostienen el sentido de una identidad. Del mismo modo tenemos que inventar un teatro nacional y un teatro regional que nos corresponda como país, si no nunca dejaremos de ser colonia de Estados Unidos o de Europa, porque mentalmente estaremos colonizados si solamente estamos copiando y no generando nuestro propio teatro. Yo admiro mucho a los creadores de provincia, porque sé de las dificultades de abrir telón, de levantar un proyecto. Se hace teatro en condiciones muy adversas aun estando en la Ciudad de México (aún más en el interior), pero sólo la pasión salva al teatro, la fe en que podemos “mover un milímetro el mundo”. Nunca es tarde para empezar a construir un teatro nacional con sus propios recursos y valores. El arte es un valor de la sociedad y un derecho humano que hace la vida más bella. Yo creo que el teatro es un rayo de esperanza en que las cosas pueden mejorar, en que el ser humano puede cambiar, en que la humanidad no es irredenta. Algo en el hombre puede cambiar y convertirlo en mejor ciudadano. Si acercáramos a todos los hombres a las artes tendríamos mejores políticos, por ejemplo, mejores seres humanos, por supuesto…».

 

 

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