Viaje hacia el fondo de las cosas / Vicente Alfonso

Norman Mailer solía decir que una de las pocas limitantes que tenemos los escritores para crear personajes es nuestra propia inteligencia, porque ningún escritor podría crear un personaje más inteligente que él mismo. Podremos hacer personajes más valientes, más trágicos o acaso menos tímidos que nosotros, pero nunca más inteligentes. Quizá de allí nace el lugar común que retrata al escritor de novelas policiacas como un ser angustiado que invierte la mayor parte de su tiempo en fraguar enigmas irresolubles.

Para Juan Villoro el problema parece ser el contrario: quienes habitan sus novelas son analíticos, reflexivos, y no importa a qué se dediquen, suelen traducir el mundo en aforismos sin desperdicio. Con 239 páginas, Arrecife, su novela más reciente, es un claro ejemplo, y para muestra basta un renglón: abro el libro al azar y encuentro una frase envidiable: «antes había códigos postales. Ahora hay cárteles».
     Lo aclaro desde ya: Arrecife no es una novela de la llamada narcoliteratura; sino acaso una de las primeras novelas que responden a esa corriente. El contexto es el México violento, sí, el México en el que la ley es letra muerta, pero no el México de caricatura que encontramos en las mesas de novedades durante estos últimos años, donde los traficantes son norteños malencarados que distribuyen paquetes de polvo mientras oyen corridos al volante de una Hummer. No. Se trata de una ficción que toca muchos de los temas que marcan la agenda de México en estos días: desde el lavado de dinero y la «industria del miedo», hasta el papel de las organizaciones no gubernamentales en la construcción de una sociedad más preocupada por su destino e incluso la reconciliación entre generaciones como camino a la democracia.
     A nivel anecdótico, Arrecife nos comparte unos días en la vida de Tony Góngora, hombre cuyo mérito más destacable es haber sido bajista del grupo de rock Los Extraditables, y que se gana la vida sonorizando el acuario en un hotel del Caribe. Con ironía, Villoro ubica a sus personajes en un complejo turístico apodado La Pirámide, una especie de parque temático de la ilegalidad que por algunos momentos nos recuerda la célebre clínica del doctor Antonio Suárez. A cambio de una cuota, La Pirámide permite a los extranjeros sumergirse en la turbulenta realidad nacional y ser secuestrados, tener contacto con escuadrones guerrilleros e incluso presenciar enfrentamientos entre narcotraficantes. Todos esos crímenes, por supuesto, son montajes: coreografías diseñadas para entretener a los clientes. Uno de los personajes lo explica acuñando el concepto paranoia recreativa, que consiste en que los turistas extranjeros «quieren descansar sintiendo miedo. Lo que para nosotros es horrible, para ellos es un lujo».
     No obstante, esta paranoia recreativa en la que todo parece estar bajo control, se trastoca cuando un buzo aparece asesinado en el acuario del hotel. Es entonces cuando ese mundo de caricatura que es La Pirámide comienza a mostrar sus relieves, sus sombras y sus pliegues. Como en El disparo de argón,y parcialmente en El testigo, Villoro utiliza un asesinato como el hecho que nos obliga a trascender la superficie de los hechos. Lo que sigue no es una pesquisa policial, sino algo más complejo: el balance que los personajes hacen de sus vidas.
     A medida que las páginas avanzan queda claro que bajo la superficie están sucediendo muchas cosas, y que no necesariamente cada personaje juega el papel que le toca en el libreto. Para no adelantar detalles, me limito a decir que poco antes de la mitad de la novela el libro «se abre» a la realidad mexicana: detrás de una dinámica inoperante, sucia, corrupta, aparecen las verdaderas motivaciones de cada uno de los habitantes del centro turístico. Para no decir demasiado, basta decir que el dinero se lava mejor en la playa, una verdad que hace que los hoteles vacíos sean más negocio que los hoteles llenos.
     «Virtuoso no es el que toca muchas notas, sino la nota», dice uno de los personajes en la página 186, citando una frase con la que solían identificarse los seguidores de Eric Clapton. La frase describe también la poética de Juan Villoro: poniendo al servicio del novelista sus habilidades de cronista, va minando nuestra resistencia natural como lectores, nos hace pensar, nos lleva contra las cuerdas.
     En la página 173, uno de los personajes menciona que le gusta el olor del neopreno, ese material con que están hechos los trajes de buzo. Y le gusta porque para él tiene ese olor de «viaje hacia el fondo de las cosas». Es por detalles como ése que me he vuelto un lector asiduo de Juan. No es casualidad que el muerto sea un buzo: en realidad la novela es una guía para trascender lo anecdótico, para sumergirnos en la esencia de las cosas. Es verdad lo que decía Norman Mailer: no podemos escribir a un personaje más inteligente que nosotros mismos. Lo que sí podemos es aprender cómo ven otros el mundo y así volvernos más inteligentes. Eso precisamente es lo que hacen los buenos libros, como el Arrecife que hoy nos ocupa: enseñarnos a ver más allá de la superficie l

Arrecife, de Juan Villoro. Anagrama, Barcelona, 2012.

 

Comparte este texto: