Veníamos hablando de mi actuación con tutú en el teatro de Abillo, apostado el Viejo Escritor junto al portal de su casa. Nos esperaba de pie, con una mezcla de curiosidad e inquietud, como si enumerara los colores de los coches. Lo llamamos unos metros antes de llegar al portal y de inmediato se vuelve hacia nosotros.
—Menos mal, ya me estaban doliendo los pinreles de tanto aguantar de pie. A mí eso de quedar entre una hora y otra no me va. Prefiero fijar una hora concreta, no como hoy… entre las seis y las seis y media. Pero, bueno, ya está. Fui a darme un garbeo, y de vuelta, como pasaban un par de minutos de las seis, pensé que sería mejor esperar aquí. Yo te recordaba más puntual, Juan. Claro que si quedamos entre una hora y la otra… la puntualidad no existe. La puntualidad… ¿qué es?… ¿llegar a las seis o a las seis y media?… ¿o acaso a las seis y cuarto? —El Viejo Escritor abre la puerta del edificio y, una vez en el vestíbulo, los tres frente al ascensor, añade aspaventoso—: Entiendo de todos modos que andar con una mujer no ayuda.
Jimena no lo conocía más que de oídas, de las historias que yo le cuento. Vetarro cascarrabias, murmura a mis oídos en el momento en que el ascensor llega al vestíbulo. Lo es, claro que lo es, como lo son todas las personas mayores cuando sienten que se les está haciendo perder el tiempo. Yo trabajé con el Viejo Escritor cerca de un año, en su casa, de secretario, y era muy importante llegar siempre puntual. Ni cinco minutos antes ni cinco después. Por eso pensé que quedar entre las seis y la seis y media, tratándose de un encuentro distendido, aliviaría esa tensión horaria. Nada de eso, sin embargo. Imaginé que nos estaría esperando en casa, sentado con un libro en su butaca o cuidando de la chimenea, en vez de aguardar en la calle con los pinreles fritos.
Al entrar en la casa, un último piso, lo primero que hace es quitarse los zapatos y ponerse las pantuflas, acompañando el gesto con un largo suspiro. La casa está tal cual la recordaba, llena de libros y cuadernos, de alfombras, lámparas, mesas y flores, con lo cual apenas queda un espacio vacío. Lo veo todo igual, salvo un póster de Matisse junto a la mesa donde yo antes me sentaba. Por eso me doy cuenta enseguida. En la imagen aparecen un maniquí, una flor y una señora, aunque a la señora tardo en distinguirla. El Viejo Escritor, ya con las pantuflas, sirve tres copas de vino en la mesa camilla y se sienta en su butaca.
—Y bueno… ¿qué os contáis? —dice con la voz más relajada—. Vi que veníais hablando muy animadamente, casi de película. Cualquier cineasta de la Nouvelle Vague os habría sacado unos planos maravillosos.
—Ya no existe ese cine —digo yo.
—¡Ya no existe el cine! Es otra cosa ya, olvídalo, dentro de unos años tal vez lo redescubran.
¿Le va a contar Jimena lo de mi actuación con tutú en el teatro de Abillo? Al Viejo Escritor seguro que le encanta, aunque éste no es el tema que en verdad nos ocupaba, sino los perros. El tutú lo introduje en la conversación para dejar a un lado al perro, que podía acabar en disputa, y eso, el giro del tutú en mis caderas, tuvo su guasa. Yo apenas me acuerdo, nadie me filmó, ni la Nouvelle Vague ni padres aficionados; me queda tan sólo la lejana sensación del ridículo infantil. Jimena lo ha escuchado en boca de amigos de Abillo, aunque siempre veladamente, a modo de chiste. Debiste de estar muy mono, dice, como un mariquita. Una respuesta similar me habría dado el Viejo Escritor, tan dado él a estos artificios. Y estaba dispuesto a la chacota a costa de mi actuación, cuando Jimena dice:
—Del perro que quiero tener pero Juan no me deja, de eso hablábamos.
—Es un poco aguafiestas —dice el Viejo Escritor dando un sorbo a la copa de vino. Hay un aire de picardía en su expresión, en el leve aleteo de la nariz o quizá en la mirada—. Yo antes tenía gatos y disfrutaba mucho de su compañía. Tenía dos e iban siempre conmigo, de un lado para otro de la casa, y este piso es grande, aunque la mayor parte del tiempo lo paso en esta sala. Los gatos le daban un poco de alegría al hastío de la vejez. Había una especie de tácita camaradería entre ellos y yo, hasta que uno se escapó por ahí, por la terraza; se encaramó al tejado y ya no volvió más.
—A lo mejor le pasó algo —dice Jimena.
—Vete a saber. Esto me dejó absolutamente transido. Creo que acabó con mis restos de salud viril. Le dije a mi ayudante que pusiéramos unas rejas en lo alto de la terraza para que el otro gato no huyera. Y lo hicimos. Ahí están las rejas, medio camufladas con las plantas. Pero aun así me costaba mucho dormir, unas veces pensando en el gato que se fue y otras en la posibilidad de que el otro se fuera.
—Lo mejor es no tener gatos, por tanto, ni gatos ni perros —les digo.
—Oh, Juan, tú siempre tan pragmático. Escucha a Jimena, ella tiene una gran sensibilidad. Qué nombre tan bonito el tuyo, por cierto: ji-me-na. Podría iniciar yo también una novela con estas tres sílabas. Con suerte la adaptaba luego un genio loco del cine y me podría retirar del todo ya.
—¿En serio lo harías?
—¿Y por qué no? A mí me gustan los directores que captan el corazón de los personajes, su tensión íntima, como se pretende en la literatura seria. Estaría dispuesto a eso si confiara en el director —dice el Viejo Escritor, incorporándose para rellenar las copas de vino—. Pero eso es cada vez menos frecuente, bien lo sabes tú, sólo el azar puede lograrlo. Es como un crimen perfecto.
Debía de tener doce años cuando mi actuación en el teatro de Abillo, y sí, recuerdo la sala llena de gente, a algunos de mis compañeros de colegio caracterizados, pero sólo yo con tutú. No sé por qué. Lo demás forma parte de la imaginación de Jimena y de algunos amigos, más que de la realidad. Debía de tener pinta de efebo allí subido. Jimena quiso comprarme un tutú hace tiempo para que le hiciera una actuación privada, a lo que me negué en redondo, casi con la misma rotundidad con que ahora me niego al perro. Pero qué desgracia la mía que, por rechazar al perro, éste me echa de la conversación con el Viejo Escritor. Parece que a ojos de Jimena ya no es un vetarro cascarrabias, sino todo lo contrario: dieron con su tema de conversación.
Observo el salón donde estamos mientras ellos continúan con su charla, un salón del que guardaba un recuerdo vivo y en el que, de tantas cosas, parece que nunca fuera a acabarse. Además de la chimenea, hoy apagada, hay fotos de su madre, un retrato que le hizo un amigo, carteles de presentación de sus libros, una balda dedicada a la poesía inglesa del xix, barcos en miniatura, y detrás de los barcos, en las baldas más altas, varios premios literarios medio escondidos, reliquias de su quehacer. Cuando trabajaba con él le concedieron uno, cuyo trofeo estuvo unos días en mi mesa de trabajo hasta que decidió ponerlo en la balda más elevada del salón. Estos trofeos me parecen de muy mal gusto, dijo; pensé incluso en dejarlo junto a la lavadora, pero entonces el mal gusto sería mío. Y junto a mi antigua mesa de trabajo, al mirarla, veo de nuevo el póster de Matisse. No cuesta distinguir el trazo del pintor belga, esa frescura de los colores, pese a que tratándose de un póster lleve escrito su nombre bien grande en la parte de abajo. Figura también el título del cuadro, El vestido a rayas. Y el año, 1938.
En los carteles que anuncian los libros del Viejo Escritor sucede más o menos lo mismo, salvo que el título del libro tiene más importancia. En estos casos, el título tiene tanta o más importancia que el autor. ¿Por eso el Viejo Escritor es tan esquivo a los trofeos que recibe por sus libros? A veces me desconcierta, y prueba de ello, sin ir más lejos, es esta charla perruna que mantienen Jimena y él.
—Para aguantar a Juan hace falta un perro, desde luego —dice—, o cualquier otro animal de compañía. Yo tenía gatos para sobrellevar la soledad. Está mi ayudante y la chica que viene todas las mañanas a poner orden en la casa, pero acostarse solo todos los días es duro, es como aceptar mi intrascendencia, aceptar que habito la cáscara estéril del mundo. Y soy reincidente, porque nunca, por más que lo intenté, conseguí aguantar demasiado tiempo lejos de este rigor individual. Hay que reírse de uno mismo, es mejor una locura simpática.
—En ese caso son mejores los gatos —dice Jimena—. Yo necesito un perro, en cambio, uno que sea mi sombra y me saque de los momentos bajos, uno que comprenda mis enfados.
—¿Pero qué perro es ése? —pregunta el Viejo Escritor, mirándome. Yo me limito a levantar las cejas en señal de incógnita. De sobra sé qué tipo de perro quiere Jimena, pero que se lo diga ella, si acaso, no yo, que aguardo el momento en que su charla finalizase. No tengo ganas de meterme en su conversación, ni siquiera de modo disuasorio para cambiar de tema. Quisiera que el Viejo Escritor me contase tanto de sus lecturas como de sus proyectos, y que a través de ésos llegáramos a los míos. Para eso quizá habría que esperar a que se tomase otro par de copas de vino. Aunque está difícil. Ni en la época en que yo era su secretario mostró demasiado interés en mis papeles. Me hablaba de lo que iba haciendo, a la orden del día, lo más inmediato, y muy rara vez soltaba prenda en referencia a proyectos futuros. Yo quería que él se interesara en mí, compartir mis papeles de forma natural y así aprender.
—Os vais a convertir en perros de tanto hablar de ellos —les digo.
Jimena está disfrutando de esa repentina complicidad, y por un instante, al decirles yo eso, siento que me censura. Luego se ríe, al igual que el Viejo Escritor.
—Juan está harto del tema —dice.
—Pues como no tengáis uno, vosotros sí vais a convertiros en perros. Una pareja perruna, cuyos hijos saldrán también con un aire perruno, las orejas largas y el cuerpo algodonoso, y cuando se enfaden o tengan hambre, en vez de rechistar, ladrarán. Qué horror.
Esas salidas del Viejo Escritor me desconciertan y divierten a la par, pero así es, basta con coger un libro suyo para darse cuenta del lado maquiavélico que hay en él y de cómo lo agita mediante la fábula. Tiene una gran capacidad para analizar el alma de sus personajes, y es coherente al describir cada acto de aquéllos, lo que le ha dado notoriedad y un gran éxito de crítica. ¿Cómo logrará esa constante mímesis? ¿Es gracias a esa extraña soledad en la que vive? ¿O acaso tiene un don, nada más, como tantos otros artistas? Yo quisiera aprender de él, lo que no es fácil. Primero, porque la habilidad de mimetizar con los personajes no la muestra en la vida real; segundo, porque a la hora de enseñar parece que ande con levita, todo cubierto y bien protegido. Por eso, al terminar de trabajar con él, perdimos durante un tiempo el contacto. Tuvieron que pasar varios meses hasta que me decidí a llamarlo de nuevo, y otros tantos para que, al fin, quedáramos para tomar estos vinos.
La botella está a punto de acabarse y decidimos abrir otra. El Viejo Escritor suele decir que sus mejores páginas las escribió con un par de copas de más. En las baldas, junto a los libros, hay también botellas de vino y de destilados, mucho más a la vista que los trofeos literarios. Esto es escribir, me digo, una extraña mezcla entre soledad, sabiduría y exaltación. Sigo pasmado frente al cuadro de Matisse, en el que ahora distingo algo más, no sólo el maniquí, la flor y la señora. Está el vestido a rayas, claro, aunque lo que más me llamaba la atención es la flor. Se une casi de tapadillo con la mujer. Yo habría dicho que los cabellos de la mujer eran también las flores de la planta, de no ser por el color ligeramente morado de esa unión. Morado, por otra parte, era el tutú con que salí al teatro de Abillo. De eso no me cabe duda. Hay ciertos elementos adonde la memoria todavía me alcanza. Me pusieron un tutú morado y una malla blanca que me cubría todo el cuerpo, y de este modo, a mitad del acto, irrumpí en el escenario dando vueltas sobre mí mismo y luego abriendo brazos y piernas al compás. Algunos dijeron que me había tropezado, que me hice un lío y por eso, en vez de seguir dando vueltas, abrí brazos y piernas al compás. No habría tenido problema en reconocer un tropiezo, pero no fue así, sino que hice la coreografía tal y como estaba prevista. La gente se rio, menos por mi torpeza que por conocerme, y al pasar por última vez hubo un sonoro aplauso.
Fue el momento más divertido y patético de mi infancia, y por este motivo, supongo, tiene que ser un momento clave en mi primera producción literaria. No logro tomar la distancia necesaria, sin embargo, no logro ser yo sin serlo ni ser un personaje siendo yo al mismo tiempo. No logro dar con el punto medio, en fin. El Viejo Escritor, cuando le hablaba de eso en abstracto, siempre me daba la misma lección: Tú copia bien y no mires a quién. ¿Debería copiar de él? Por supuesto que sí, es lo que él quisiera, que lo tomara de referencia, y sin embargo no acierto la fórmula. Son tantas las visiones de mi irrupción con tutú en el teatro de Abillo, que no doy con el enfoque adecuado. Están mis compañeros, que me vieron desde el escenario; los profesores, que me vieron desde el costado; los padres y resto del público, que me vieron desde las butacas; Jimena, que nunca estuvo en el teatro de Abillo pero dispone de todos los puntos de vista. Di que te caíste, me aconseja ella, que te caíste y aprovechaste el traspié para hacer una filigrana y salir con mucha honra por el lateral.
¿Así fue? Así tendrá que ser en la ficción.
No había ningún gato en esta casa cuando yo trabajaba con el Viejo Escritor. Se habían ido todos, a saber, se le habrían escapado con esa infidelidad gatuna que Jimena detesta y él considera fuente de vitalidad. Ya no hablan de ello, sin embargo, hablaban de viajes y quieren saber a dónde me gustaría ir.
—Yo me conformaba con entrar un rato en este cuadro de Matisse —digo, con la mirada fija en el póster y la sinuosidad que los colores me transmiten. Al Viejo Escritor parece que mi respuesta le gusta, y eso me reconforta, hace que me sienta de nuevo en la conversación. El vino nos tiene ya medio alegres, las copas se vacían y enseguida el Viejo Escritor hace que se vuelvan a llenar. Así nos bebimos una botella entre los tres y así Jimena cuenta ahora que ella conoce medio mundo.
—Durante siete años trabajé de azafata de vuelo, con estancias de dos, tres o cuatro días en cada ciudad. No era una gran vida, pero cuando tienes veinte años apetece. Ahora volvería a algunas ciudades. A Roma, por ejemplo. A Edimburgo. A Buenos Aires. Son ciudades de las que guardo un recuerdo especial, y si pudiéramos ir, con Juan, seguro que serían visitas estupendas.
—Yo viajé mucho solo pero ya se me quitaron las ganas —dice él—. Me duelen las piernas. Y aunque a veces me vienen a la mente amigos que viven en tal o cual sitio, es más la pereza de desplazarme que el placer de ir. Hoy día todo quisque viaja, además. La gente no sabe estarse quieta. Me pregunto a veces si las sociedades futuras, cuando quieran viajar, serán capaces de convertir, por ejemplo, esta mesa camilla en un avión. Cuando nosotros éramos pequeños, los de mi generación, lo hacíamos. No sé si los chavales de hoy día lo hacen o necesitan una pantalla también para eso.
—¿Qué hay de malo en que lo hagan a través de una pantalla? —dice Jimena.
—Esto cambia nuestra relación con el mundo —dice el Viejo Escritor—. Desde el momento en que la pantalla responde a nuestros impulsos, la realidad cambia. Pero habrá que narrarlo igual, cuidado, nuestra existencia precisa siempre de un relato.
—¿Y se podrá adaptar la literatura a los nuevos formatos?
—Claro que sí, habrá que hacerlo. No estoy en contra de las nuevas tecnologías ni de que la gente viaje. Que se emborrache de colores, se evada; es lo que siempre hizo el ser humano, evadirse, y si nuestra sociedad no sabe hacerlo de otro modo, que viaje. El cine, por ejemplo: fue maravilloso durante un siglo y ahora va en otra dirección, ya no es cine, ya no hay una corriente determinada, estamos nosotros dentro de las pantallas y eso nos convierte en protagonistas. Falta poco para que participemos de veras en una acción audiovisual. Y eso aún se tiene que escribir. Ya te lo decía, Juan, que quizá deberías encaminar tu escritura en esta dirección, nada de imitar a los viejos como yo. Estamos obsoletos. La concepción que los de mi edad tenemos de la narrativa es historia, nuestra mirada se quedó en un éxtasis parcial porque tiene que ver sólo con la realidad, y hoy día la realidad no es siquiera una excusa, de tan mediada y transformada como está —dice el Viejo Escritor a punto de incorporarse, dejar su butaca y con grandes pero lentos pasos dirigirse a la terraza—: Venid, venid, a ver qué os parece eso. Y por cierto, Jimena, ¿de qué perro se trata?
—Un terrier —dice ella.
—¡Qué dices! No permitas que un perro así entre en vuestra casa, Juan, es un lamecoños chillón —se ríe el Viejo Escritor. Lo seguimos hasta la terraza, donde a esta hora la luz natural es escasa y hay que encender una lámpara de la pared. Nos enseña la reja que puso para evitar que los gatos escaparan. Bordea el perímetro de la terraza salvo la parte de la calle, donde la barandilla es suficientemente grande.
—En primavera y finales de invierno esta terraza es un solárium divino. Tú lo sabes, Juan. Pero en verano, a partir de mediodía, es demasiado calurosa.
Está llena de plantas, y en el centro, con plantas también encima, hay una mesa redonda de color blanco. Las sillas están plegadas, apoyadas contra la pared, en un lado donde hay un grifo y debajo una regadera. El Viejo Escritor le pide a Jimena que saque una de las sillas.
—Ya verás, ponla ahí —le dice—. Y siéntate.
Jimena obedece con cara de payasa, consciente tal vez de que por simpático que sea el Viejo Escritor nunca pierde su lado cascarrabias. Teme con curiosidad cuanto le vaya a pedir este vetarro. Pone la silla junto a un ficus enorme, cerca de la barandilla, en un espacio casi milimetrado, y se sienta según le indica, la cabeza medio cubierta por las hojas del ficus y en los pies unos lirios bastante crecidos que habrán de entreverarse con sus zapatos y el pantalón.
—Voilà! —exclama el Viejo Escritor—. Mejor que en la Nouvelle Vague. Ahí lo tienes, Juan, tu viaje: Jimena en el cuadro de Matisse.