Versión de Eduardo / Antonio López Ortega

En el recuerdo más remoto, estamos con renacuajos. Los pescábamos en cualquier zanja para verlos evolucionar en una pecera improvisada, sin filtro ni carbón. Al cabo de los días, suponemos, con la inmundicia acumulada, reproducíamos el mismo hábitat de la zanja. Nos metíamos con botas de caucho que nos cubrían hasta las rodillas, y era siempre un desafío llegar a lo más hondo para saber si las botas respondían. «Éstas me las trajo papá de Holanda», decía el gordo Sánchez, pero al minuto sabíamos que era mentira, pues lo veíamos salir con los pies empapados. Era siempre un milagro descubrir a las ranitas saliendo de la envoltura transparente. Ocurría, las más de las veces, sin que supiéramos. Nos despedíamos de tarde, cada quien para su casa, y a la mañana siguiente las ranitas nadando en la pecera. Entrábamos en las zanjas con mallas, y a veces hasta con mascarillas (invento de Eduardo), para asegurar bien las presas. Pienso ahora en el tiempo transcurrido en las zanjas, entre brotes de hierba mala y agua estancada, y siento que allí está el núcleo de todo, el origen de la amistad más duradera. Nosotros en la zanja, Eduardo y yo, desde siempre y por siempre.
    Lagunillas era en ese entonces un paraíso, y más específicamente Campo Carabobo, donde vivía la nómina ejecutiva de la compañía. Nuestras casas eran especies de palafitos y estábamos a escasos metros del lago. Visto desde el aire, Campo Carabobo sería una cuadrícula perfecta, de escasas diez hectáreas o incluso menos. He vuelto a esos espacios para reconocer nuestras andanzas y no he logrado calzar mis recuerdos. Todo me ha resultado de una dimensión pequeña cuando para nosotros era la infinitud. La mirada del niño, lo sé, lo engrandece todo. Y la verdad es que me he arrepentido del viaje; hubiera preferido preservar las vivencias intactas, sin distorsiones de tiempos cercanos, porque es finalmente lo que cuenta. Allí teníamos el dique, para nosotros un dragón dormido, que retenía el impulso del lago; allí teníamos los jardines de todas las casas, que eran nuestros patios de juego; allí teníamos el club social, donde veíamos cine, escuchábamos conciertos, nos bañábamos en la piscina, jugábamos fútbol y hasta aprendimos boliche. Todo mezclado y a la vez, todo para nosotros. Nuestras rutinas eran exclusivas, y nos podíamos perder desde las mañanas sin que los hogares se inmutaran. Sencillamente llegábamos a casa a fin de tarde, vueltos unos harapos, y nuestras madres casi nos cogían con pinzas, pensando en que era mejor echarnos completos en una lavadora antes de subir a los cuartos.
    Esa libertad de los inicios, ese tejido de pureza, estuvo siempre entre Eduardo y yo, como una malla que nos recogía de cualquier caída. Nuestra historia común, que difícilmente otros compartían, y que para muchos pertenecía a un país desconocido, gravitaba en el fondo, esgrimía unos valores y terminaba convirtiéndose en un código de conducta, donde el uno iba en auxilio del otro, sin importar las circunstancias. Adicionalmente, nunca conocí tal coincidencia de miras en todo. A Eduardo y a mí nos gustaba siempre lo mismo: la pesca, el fútbol, la música, los álbumes para coleccionar barajitas. Y ya entrados en bachillerato, el amor por el conocimiento fue el mismo: la biología (con iguanas que disecábamos), la física (con péndulos colgando de un hilo) y la química (mezclando traviesamente sodio con agua en las pocetas del colegio). Más allá de las imágenes de la niñez, que son muchas, mi mente lo rescata siempre vestido en uniforme caqui y con libros amarrados contra el pecho. Me temo que recreo la estampa de una foto de fin de curso, donde posábamos como ángeles. Ha debido de ser entre quinto y sexto grado, cuando comenzamos a sentir que cambiábamos de intereses, cuando el conocimiento se nos abría como un territorio por conquistar, insaciable. Tres maestros inolvidables (Lugo en castellano, Reyes en matemáticas y Rondón en biología) nos cambiaban las perspectivas del mundo y Eduardo y yo éramos de los aventajados del curso, contestando preguntas sin parar. A la par de las clases, el conocimiento lo vertíamos en todo, y entonces era cómo tensar las cañas de pescar para lograr más arrastre o cómo girar la mano en el momento de lanzar la bola con piquete para que hiciera un arco preciso y se llevara la mayoría de los pines. Todo debía tener una razón, siempre, y a ella nos aplicábamos con esmero y pasión.
    La pesca en el lago fue uno de los grandes capítulos, al menos durante tres años seguidos. Se la debemos a Juan Andrés, o más precisamente a su padre, quien disponía de una lancha rápida en el mismo muelle desde el que viajaban los obreros de perforación.     En muy poco tiempo, gracias al impulso de dos motores fuera de borda, nos alejábamos del dique y de las torres y llegábamos al centro del lago. Allí pescábamos sobre todo corvinas con cañas laboriosas y carnadas muy frescas. Seguíamos instrucciones al pie de la letra, insertando el anzuelo a todo lo largo de un camarón. Nos cuidábamos de que el engarce fuera perfecto, sin ningún reborde metálico, pues la corvina era astuta y advertía a tiempo cualquier engañifa. Los tirones podían llegar a ser fuertes, nos ponían a prueba, y más de una vez, de la dura faena, sólo nos quedaba un carrete deshilachado. Pienso que la corvina adiestró no sólo nuestros músculos; también nuestras mentes fueron luego otra cosa. Abajo en el lago veíamos el dolor serpenteando, la resistencia a dejarse sacar, y arriba en cubierta nosotros tirábamos como posesos, como si en ese solo acto se nos fuera la vida. Puedo recordar la cava llena de pescados, amontonados unos tras otros y salpicados de hielo en escarcha. Retengo una imagen, no importa si cierta o falsa, en la que llego a casa con dos ejemplares grandes, uno en cada mano sujetos por la cola, como gran trofeo del día. Mi madre los recibe con alegría y no deja de alabarme.
    Desde tercer grado, o quizás desde antes, estuve con Eduardo. La maestra Lugo nos enseñaba el arte de la acentuación, con un método que siempre me pareció más musical que memorístico. «Pájaro», decía Eduardo, «relámpago o cúspide son palabras esdrújulas». Yo me quedaba con las graves —árbol o áspid, por ejemplo— al sentir que eran menos obvias. Pero ese enunciado de pájaro o relámpago, dicho en un salón mínimo y bajo cualquier mañana soleada, se me antojaba como una fórmula mágica: el pájaro, creía yo, también podía ser relámpago cuando se movía de una rama a otra, y por otro lado el relámpago también sabía ser pájaro cuando su luz quebradiza venía acompañada de canto. Llegamos a sostener torneos en los que, si alguno de los dos pronunciaba una palabra acentuada, el otro no podía tardar más de dos segundos en hallar otra de la misma familia. El conocimiento se convertía rápidamente en juego, incluso en travesura, moldeando todos nuestros actos. Las grúas que hacíamos con mecano llegaron a ser sofisticadas, de varias plataformas de remolque, y las torres que armábamos con lego, casi faros, alcanzaban alturas desproporcionadas. Eduardo en un círculo, rodeado de piezas y herramientas, y yo en otro contiguo, con cajas abiertas y bloques de construcción. Cada quien operaba desde su esfera, ensimismado, y en cierto momento alguno de los dos mencionaba algún tropiezo —un tornillo que no encajara o una instrucción mal seguida— para que el otro sugiriera soluciones o atajos. Al final, sólo quedaba una especie de confrontación, la obra ya terminada en cada círculo, para que cada quien calibrara la del otro en silencio o con pocas palabras. «Es la más alta que has hecho», decía Eduardo de una de mis torres, sin que eso significara aprobación o crítica.
    El padre de Eduardo, conocido en Campo Carabobo como el ingeniero Fuentes, venía de un país extraño —Guayana Francesa— y parecía tener allá algunos familiares porque se ausentaba al menos una vez al año. La madre era Beatriz, oriunda de Barquisimeto; una mujer realmente afable, curiosa, y cariñosa en extremo. Se le daba bien la cocina, con manjares diversos, sobre todo dulces, que nos servía de merienda. No olvido su limonada, con un equilibrio sutil entre acidez y azúcar, ni tampoco unos ponquecitos con pasas, que comíamos salidos del horno y se derretían en la boca. Eran dos las hermanas de Eduardo: Jeannette, inolvidable, y Silvia, que en el recuerdo siempre es una niña. De Jeannette Fuentes, con los años, llegamos a estar todos enamorados. Tenía un rostro lozano, de mejillas levemente coloradas, y un cabello castaño, ondulado, que caía sobre sus hombros; pero eran sus ojos estriados, de un gris gatuno, los que podían paralizar al más indiferente. Llegaba Jeannette al cine, o a un cumpleaños, con una faldita floreada, y todo era miradas o comentarios. Belleza extraña en medio del petróleo, llegué siempre a pensar, belleza que fijaba otros horizontes. Algo del padre, quién sabe si una cierta ascendencia francesa, gravitaba en sus tobillos, en sus brazos, en sus mismos pies desnudos cuando corría alrededor de la piscina del club. La casa de los Fuentes, por lo demás, quedaba en Las Delicias, un conjunto de residencias exclusivas que era apéndice de Campo Carabobo, y para llegar allí se atravesaba un puente bajo el cual corría un río muerto, más petróleo que agua. Con el tiempo, cruzar ese puente sólo significó para muchos de nosotros postrarse ante una princesa: Jeannette de Las Delicias.
    Yo podía pasar el día entero en casa de Eduardo, o él en la mía. Esto cuando no había expediciones o aventuras riesgosas. Su casa era más grande, con un jardín trasero poblado de árboles, pero la mía era elevada, tipo palafito, lo cual nos permitía disponer de toda la planta. Adicionalmente, la mía estaba más cerca del muro, al que teníamos expresamente prohibido ir. Y el muro, dique alargado y hecho con rocas traídas de los ríos de Trujillo, era en verdad un muro de contención, un dique concebido por ingenieros holandeses para evitar que el lago inundara los suelos deprimidos por la extracción. Bueno es recordar que Lagunillas toda, con Ciudad Ojeda y otras ciudades lacustres, formaba parte de esa depresión. Cuando nos parábamos sobre el muro y veíamos hacia el sur, podíamos ver cómo las aguas del lago, en nuestro flanco derecho, estaban muy por encima de Campo Carabobo. En aquellos tiempos se hablaba de unos siete metros de diferencia entre lago y campo, y recuerdo haber escuchado al ingeniero Fuentes decir que en un ensayo de simulación, roto el dique en un punto, las aguas llegaban hasta las inmediaciones de El Menito. Para nosotros nunca estuvo clara esta situación, que convertíamos en juego incesante, pero con el tiempo la eventual rotura del muro se prestaba para todas las fantasías.     ¿Estaríamos o no en el momento de la fractura? ¿Serviría treparse al árbol más alto? Bajo este impulso, que llegamos a sentir bajo la piel, nos dio por armar casas en los árboles y establecer guaridas. Allí construiríamos nuestro fin de mundo: con víveres, latas, cajas de herramientas, colchonetas y atalayas para divisar el lago, que nunca terminábamos de avistar. En los momentos más críticos, cuando nos daban noticias de una inundación inminente, subíamos con máscaras (las mismas de los renacuajos) y chapaletas, previendo un mundo oceánico en el que pescaríamos corvinas para siempre. Las guardias nos las turnábamos, pero más de una vez el gordo Sánchez, a quien ya se le dificultaba subir por las ramas, se nos durmió en pleno ejercicio de simulación: más que dar voz de alarma a la vista de la primera ola gigante para que todos subiéramos, al gordo sólo le interesaba resguardar los víveres. «La comida es lo primero», gruñía en su defensa cuando lo reprendíamos por no seguir el manual de salvamento.
    Si de verdad pienso en roturas, siento que la primera que tuvimos entre nosotros, tan dolorosa como inexplicable, fue mi mudanza a Caracas. Estábamos en primer año de bachillerato, con catorce años ambos, más interesados en las niñas que en las torres, cuando traje la noticia de casa. A mi padre lo transferían, temporalmente, para una posición ejecutiva. Eduardo y yo callamos, al unísono, y por largos seis meses, que era el tiempo que mediaba para el viaje, nos concentramos en compartir o jugar como nunca. Temiendo la despedida, temiendo un horror mayor que el propio muro deshecho y con cadáveres flotantes, nos sumergimos en un mar de complicidades mayores. En el club descubrimos una cancha a la que de niños no teníamos acceso —la de squash—, y durante tardes sucesivas, en campeonatos interminables, golpeábamos la pelota de goma contra la pared. Buscábamos quedar exhaustos, en el borde de la agonía física, pues era preferible experimentar ese vértigo que el propio de la separación. En la escuela, la maestra Lugo organizó una fiesta de despedida, más tristeza que celebración, y dos días antes del viaje, convocando a todos los amigos de Campo Carabobo y Las Delicias, Beatriz, la madre de Eduardo, desplegó en mesones y manteles bordados una merienda inolvidable. Tal variedad de dulces y postres sólo buscaba un efecto: que mi corazón, que no mi paladar, quedara clavado en esas caras, en esas casas, en esos árboles. Y Beatriz lo logró, no cabe duda, pues todavía creo ver a Jeannette mordiendo un ponquecito de pasas con sus dientes muy blancos. Cada vez que Jeannette muerde, mi piel queda marcada con el arco exacto de sus dientes.
    Al año siguiente, mi padre asintió a dejarme disfrutar las vacaciones en casa de los Fuentes. Llegar a Lagunillas un año después de mi partida no me mostraba un paisaje diferente. Comenzaba a percibir que los cambios eran enteramente míos, reflejo de la nueva vida en Caracas. Iba a buscar a Eduardo, pero Eduardo era también el pasado, inmovilizado con sus mismas señales. Las casas en los árboles, los torneos de squash, las caminatas por el muro, no me interesaban tanto como antes, y creo que Eduardo lo advertía con pesar. La novedad mayor, casi perturbadora, fue encontrarme a Jeannette convertida en una adolescente muy bien proporcionada. Su belleza era la misma de antes, pero un trazo grueso de sensualidad le raptaba el cuerpo. No nos pudimos saludar como lo hacíamos de niños; tan sólo nos miramos de arriba a abajo para reconocernos como seres del sexo opuesto. Mostrar mayor interés por Jeannette que por Eduardo nos colocaba en una situación incómoda, inédita. Eduardo se quedaba sin compañero de juego, sin cómplice, pero Jeannette ganaba un verdadero pretendiente. Los días transcurrieron, mayoritariamente, en el cine, en la piscina, en un jardín con bancos. Veíamos televisión hasta altas horas de la noche, mientras Eduardo dormía, y en algún momento, creo, llegué a tomarle la mano y acariciarla. Si me preguntan por el significado de la palabra clóset diré que es besos, besos sucesivos. Pues hasta allí me llevó Jeannette, en el medio de sus propios vestidos, para besarnos una noche. Recuerdo la fragancia, el aire quieto, una cierta humedad. Nos besamos en ese espacio estrecho, entre telas diversas, y en un punto, brevísimo, Jeannette metió la lengua en mi boca. Todavía la sujeto entre mis labios, como un pez salido del agua; todavía la sujeto y me erizo. Beatriz volvió a preparar otra merienda de despedida, esta vez con menos gente, y yo no hacía otra cosa que mirar a Jeannette a los ojos, desde la distancia. Ella me evitaba y se volvía, apenada, sabiendo que había despertado a un monstruo. El abrazo que me dio Eduardo al final fue una señal extraña, fue como decirme: «Te quiero mucho, hermano, pero vete de aquí, por favor». Quién sabe si en ese alejamiento estuvo la raíz, el aroma, de lo que vino después.
    Las noticias de Eduardo en Caracas me sorprendieron. Las recibía con expectativa, con alegría, aunque Lagunillas fuese para ese entonces un horizonte cada vez más remoto. No se trataba de negar la edad de oro, sino de identificar cómo nos relacionábamos con ella siendo adolescentes. Tratando de afirmarnos, de estar a la altura de las circunstancias, echamos al cesto lo que no nos interesa. Y el adolescente, en general, tiene la memoria corta, vive más bien por impulsos. Yo no quería aparecer como un provinciano ante mis amigos caraqueños, y debo admitir que adaptarme a la gran urbe no fue cosa fácil. Tenía otras maneras, pelo un poco largo y quizás una jerga que nadie entendía. Pero a los tres meses, como mucho, los obstáculos eran prueba superada. En esos años cultivé la amistad con tres amigos que, a la larga, han resultado entrañables. Eduardo en Caracas se explicaba porque al ingeniero Fuentes lo habían transferido para una posición doble: por un lado, lideraba un grupo de ingenieros expertos en extracción de fosas bituminosas; por el otro, le encomendaban la tarea amarga de cerrar operaciones de producción en la Guayana Francesa. Fue una época en la que el padre viajaba mucho, ausentándose por largos períodos. Una leyenda negra admite que el carácter de Fuentes se agrió, que la combinación de tareas duras con el reconocimiento de la geografía patrimonial creó un cóctel explosivo. Para colmo, el manejo de una batallada huelga sindical lo retuvo en Paramaribo un año más de la cuenta. Fuentes siempre fue tan amable como riguroso, pero en esos tiempos la amabilidad de su carácter debió de haber sido pisoteada por unos cuantos envalentonados. El rigor que siempre transfirió a Eduardo como su único hijo varón, que en Lagunillas se traducía en un seguimiento semanal de las calificaciones, fue lo único que le quedó en sus años postreros. Al menos así lo recuerdo. Quizás ello explique por qué a Eduardo lo inscribieron en un liceo caraqueño exclusivo, de pocos alumnos y con fama de exigente. Lo natural es que hubiera
coincidido conmigo, en el colegio al que todos los de Lagunillas llegábamos por convenio suscrito con la compañía, pero esa especie de apartamiento sólo trajo a la larga separación y no pocas dosis de dolor. Para el momento de su llegada, yo entraba en tercer año de bachillerato, y un remate de estudios juntos, siempre lo he pensado, nos hubiera reunido de otra manera, en otra instancia, reconociéndonos ya como adultos, o casi. Yo lo sabía en un punto de la ciudad y él me sabía en otro, pero nuestros grupos, intereses y ambientes distaban de ser los mismos.
    Felizmente, la universidad nos reunió cuando menos lo esperábamos. Yo tomaba una carrera que nadie transitaba —Física pura, decían los legos— y él también. Descubrirnos el primer día de clases en la primera materia —una electiva que llamaban Lenguaje Uno, como para dotar de expresión a los inexpresivos científicos— fue una sorpresa inolvidable. No sabíamos cómo actuar, porque sólo atinábamos a vernos y sonreír, pero nos ayudaba saber que nuestra promoción era de apenas once estudiantes y que a lo largo de toda la carrera los miembros de este grupo estaban destinados a dormir y sufrir juntos. En poco tiempo, Eduardo y yo compartíamos cafetín, biblioteca, sesiones de estudio bajo los árboles y hasta trotes vespertinos que nos despejaban la mente. Tenía en ese entonces un carrito de segunda mano, y más de una vez, entre nieblas, me bajó de Sartenejas. Lo curioso era identificarnos en el presente, en el puro e instantáneo presente, aunque en el fondo hubiera un territorio común que palpitaba. Los suyos, me contaba alguna vez, seguían todos igual, en sus rutinas, con la sola excepción de Jeannette, de estudios en Francia. El Eduardo que yo redescubría después de unos años me resultaba muy serio, más que aplicado, con poca vida social. Estudiaba y estudiaba, sin más, y se desvelaba por tener las mejores notas. Era más flaco que antes, el pelo menos ensortijado, sin una gota de sol en el rostro. Miraba fijamente, aunque a veces no se supiera qué miraba. La carrera fue para él un desafío, una espada de acero que debía doblar a su antojo. No terminaba el primer año sin que supiéramos que Luis Alfonso y él eran los más destacados de la promoción. Pero Luis Alfonso, especie de geniecillo al natural, se presentaba a las pruebas sin repasar una línea, mientras Eduardo llegaba derrotado por los trasnochos. En poco tiempo, para su infortunio, la competencia era un hecho que todos comentábamos. El transcurrir de la carrera le reservaba a Eduardo un más que digno segundo lugar: una posición que siempre lo hizo infeliz.
    La noticia de mi abandono —dejaba la carrera entre problemas familiares y dudas vocacionales— no pareció afectarlo demasiado.     En momentos difíciles, en los que necesité mucha compañía, Eduardo estuvo presente, pero a la vez lejos. Descubría que para él los problemas reales eran siempre los suyos, y nunca los de sus semejantes. Estaba en una zanja —la zanja de los renacuajos, pensé— porque lo único que le interesaba era la pesca, la caza, tener una presa en la mira del rifle, sin saber que la presa de sus días finales pudo haber sido él mismo. Fueron los últimos momentos que recuerdo haciendo vida con mi gran amigo de infancia; momentos de ruptura para mí, de cambio. Veo su rostro en la lejanía, quieto, adosado a un pupitre, y la imagen me genera un sentimiento doble: por un lado, debo decirlo, amor puro, devoción, pero por el otro extrañeza, sufrimiento. Creo que la noción de compartir, de saber que nada de lo que hacemos lo hacemos a solas, nació en compañía de Eduardo. Las personas desaparecen, mueren, pero lo que dejan, lo que han hecho, prevalece para beneficio de los otros. Busco siempre la carne del sentido, lo que nos sostiene, lo que nutre la conciencia, y en ese recorrido siempre está Eduardo como un elemento fundador: sigo pescando renacuajos con él, sigo tirando de las corvinas con él. Son imágenes que vienen en mi auxilio, que nunca podré borrar porque de hacerlo me borraría a mí mismo. Es así y no sé explicarlo de otra manera. Nazco con Eduardo cada vez que lo evoco, y en parte también muero.     Me pregunto si en aquel momento de nueva separación morimos del todo para entrar en una fase más cercana al recuerdo. Me pregunto si lo que hago ahora es rescatarlo de la memoria para también rescatarme a mí. Me pregunto si lo que en verdad murió fue mi presencia en lo hondo de su sentimiento o memoria. Ciertamente, yo me alejaba de la escena, pero Eduardo se alejaba de una escena mayor: la del mundo y sus seres partícipes. No lo volví a ver, al menos no físicamente, y lo que supe después siempre fue por personas interpuestas.
    En este punto debo hacer la salvedad de que todo lo que sigue puede ser enteramente especulativo. Me hubiera gustado tener a Eduardo a mi lado, aclarando o desmintiendo, pero incluso contando ahora con el dato cierto de su paradero no sé si su testimonio sería de ayuda. Sólo tengo versiones a la mano, algunas de los propios familiares, otras de amigos comunes, otras más de compañeros de universidad. Las he enhebrado con el tiempo, agregando o descontando capas, en encuentros diversos, azarosos, una vez conversando con la bella Jeannette, otra vez topándome con una afligida Beatriz en un supermercado. Mi padre traía noticias del ingeniero Fuentes, noticias de la oficina, y hasta el viejo contendor Luis Alfonso, buen amigo al final de la ruta, parecía estar más informado que muchos de nosotros. Eduardo se graduó de físico con honores, eso es lo que sabemos, pero su padre adelantaba en secreto —ignoramos si para premiarlo o castigarlo— los trámites de inscripción para seguir un doctorado. El mes del acto de graduación en Sartenejas, septiembre, fue el mismo mes de su ingreso en la Universidad de Montpellier. De manera que Eduardo dio un salto de geografía, mas no de materia. Seguía en lo suyo, buscando especializaciones, y todo parecía indicar que la vida corría como un torrente vigoroso. Es allí, en Montpellier, infundadas o no, donde comienzan las versiones sobre el uso de estimulantes o anfetaminas. Las voces nobles hablan de que Eduardo las ingería para poder estudiar de corrido, sin interrupción, asegurando concentración total; las no tan nobles hablan de otras necesidades, de debilidades del cuerpo o del alma. Chantal, su futura esposa, desmiente la especie con el rigor que le da haber compartido con él todos esos años. Hablan de una mujer de Provenza, hermosa hasta donde he podido ver las fotos, firme y decidida. Fue su compañera de estudios, y al poco tiempo su asistente, maravillada como estaba ante un profesional que ya tenía estatura de maestro. Se casaron en una ceremonia familiar, con los padres de ambos, y Fuentes y Beatriz aseguraban tener la mejor nuera del mundo. Eduardo repitió la escena al cabo de unos años y se volvió a graduar con honores: Fuentes viajó para abrazar al hijo con toga y birrete, Beatriz se secaba las lágrimas con un pañuelo, Chantal le besaba los ojos y la frente. De Montpellier, sin embargo, prevalece una nota oscura, desconocida. Es como si nunca supiéramos lo que realmente aconteció, es como si faltaran informantes. La estampa que nos refieren es de dicha, de realización, pero según lo que vino después es difícil no pensar que allí estuviera la raíz del mal. Cobra entonces realce la especie de las anfetaminas, la tesis de un comienzo de adicción que después se hizo incontrolable.
    Estrella ascendente en el campo de la astrofísica, Eduardo hizo vida profesional nada menos que en Stanford. Chantal siempre estuvo a su lado, diligente, y le ofreció como prueba máxima de amor dos hermosas hijas. En el encuentro del supermercado, Beatriz me mostraba una foto de cartera con dos nietecitas enteramente rubias. La vida académica para Eduardo no era más que una caminata diaria entre el claustro y el observatorio, donde pasaba horas y horas midiendo con instrumentos sofisticados el espacio interestelar. Los viajes a Caracas escasearon, y la funcionalidad del Norte se fue imponiendo contra viejos hábitos y rutinas. Sin embargo, es en el capítulo estadounidense, ya establecidos con unos cuantos años, cuando ocurre el primer o único evento trágico, irremisible, que le parte la existencia en dos pedazos irreconciliables. Y de las muchas versiones que me han narrado, opto por ensamblar la que sigue. Es otoño tardío, llueve sin parar, y viene haciendo desde hace días un frío invernal. Chantal y Eduardo atraviesan la ciudad de noche. Vienen de una cena con colegas universitarios, en la que han departido hasta la una de la madrugada. La calle está mojada, con charcos en los bordes. Caen dardos sobre el parabrisas, nublando la visibilidad. En el asiento trasero vienen las niñas dormidas, hombro contra hombro, y en el delantero Chantal comienza a acurrucarse contra la ventanilla. Está solo Eduardo, solo frente a la lluvia, y es el único que se mantiene en vigilia. Un impacto inusitado, con un poste o una base de puente, proyecta a Chantal contra el parabrisas. Tiene el filo del vidrio bajo el cuello y su cabeza oscila hacia afuera. Ésa es la imagen que Eduardo rescata al despertar con el volante oprimiéndole el pecho. Las niñas lloran, agitadas, y la lluvia moja la cabeza de Chantal: agua y sangre se mezclan hasta bajar por el cuello. Eduardo recuerda haber salido forzando su puerta y ahora debemos verlo intentando abrir la de Chantal. Golpea, golpea sin parar, tratando de destrancarla, pero en verdad golpea porque Chantal es ya un cuerpo inerte, desangrado. La toma finalmente entre los brazos, casi degollada, y camina bajo la lluvia, buscando cualquier calle. Da voces, pide auxilio, grita, pero por única respuesta obtiene los picotazos incesantes de la lluvia. Ésta es la imagen terminal que más ha querido fomentar Eduardo: Chantal muerta entre sus brazos, bajo la lluvia, mientras las niñas desamparadas lloran para que nadie las escuche.
    Dos meses después del accidente, recibo para mi extrañeza una carta de Eduardo. No habíamos tenido contacto desde mi fuga universitaria y pensaba que nunca más lo tendríamos. De manera que esa carta se me ha vuelto con el tiempo un testimonio final, un epitafio. Nunca le contesté, nunca supe cómo o por qué contestarle. Parecía una carta espejo, en la que yo era el pretexto para que él pudiera reflejar su dolor, su descorazonamiento. Puede entenderse que sea una carta desmembrada, de párrafos inconexos, más impulso que otra cosa. A su manera, me describía el accidente, con tanta sangre derramada que me obligaba a saltar las líneas para ahorrarme la desventura de Chantal y preservar la lozanía de su rostro. Sólo un párrafo final, reflexivo, es el que me atrevo a transcribir. Lo sigo leyendo cada vez que puedo para extraerle la savia que todavía me niega. Las palabras de Eduardo hablarán mejor que las mías:

¿Cuándo se hace ciego el dolor? ¿Cuándo el cuerpo ya no lo expele y se vuelve contra ti, socavándote la carne? Veo astros en el telescopio y sólo veo el rostro de Chantal, desfigurado. Las niñas crecen bien, creo, o no crecen sin la madre. Están con psiquiatras, sesiones diarias. Huyo de la lluvia, cada vez que puedo, huyo de los postes. No quiero manejar, estar al frente de un volante. Sólo autobuses públicos, si acaso, de ahora en adelante. No dirijo tesis, no acepto investigaciones a mi cargo. Me hundo, creo que me hundo, y ni siquiera hacia la muerte, que ya tendría un sentido, sino hacia la disolución. Mi mente se apaga, debería apagarse, porque no tolero las imágenes que me ofrece. ¿Puedes entender que la carne amada se desprenda de ti, no respire más bajo tu regazo? ¿Puedes entender que tus hijas sean seres prescindibles? ¿Puedes entender que tu vida sea una verdadera condena? Quisiera sangrar, lentamente, y mantenerme en agonía perpetua. Que no me lleven al borde, innecesario. Que más bien me mantengan en el umbral. Necesito un suplicio, lento y venerado suplicio: un torniquete, unas laceraciones, unos clavos entrando lentos en las palmas de mis manos. Sangrar con los ojos abiertos, mirando al cielo, pues nada vendrá del cielo, salvo luz cegadora. Sangrar y no esperar nada a cambio. Sangrar y a diferencia de Chantal no apagarse en el sangramiento. Le debo este ritual, le debo esta agonía. No se trata de no estar con ella, que nunca podré, sino de reproducir siquiera un ápice de su dolor, un dolor que no se extingue con los días, un dolor que es el grueso de los días.

    El relato del accidente se fue desmoronando con los días porque había hechos conexos que debilitaban la especie. Los padres de Chantal, por ejemplo, exigían la custodia de las niñas en tribunales franceses. A Eduardo le retiraron la licencia de conducir y, meses después, tras reñida discusión en Stanford, le suspendieron la cátedra y los fueros universitarios. Fuentes y su esposa Beatriz viajaron para tratar de remendar lo que ya era una situación extrema, insalvable: nadie entendía por qué se hablaba de condena, de presidio. Eduardo estuvo en un sanatorio, en manos de médicos confiables, pues un diagnóstico de insania incurable podía mitigarle la pena. Noticias de avances y retrocesos se siguieron durante dos o tres años hasta que la historia se esfumó del tiempo, de los amigos, de los mismos familiares. Convenía ocultar el desenlace, sepultarlo, sacar a Eduardo de circulación. No tener noticias de él, concluíamos, era ya como la muerte misma.
    Pero las historias, aun enterradas, salen a flote tarde o temprano. Y ésta que concluye debe sus últimas aristas a Jeannette, la bella Jeannette. Me la volví a encontrar, después de muchos años, en un café de París, y su historia podía resumirse a un oficio de traductora, con esposo francés y dos hijos varones. Volvía poco a Caracas, tan sólo de vacaciones, para ver a los padres, más que acabados bajo el hundimiento de Eduardo. No sé en qué punto de la conversación, recordando los besos en el clóset, retomó la confianza y se abrió. Lo hacía con no poco dolor, queriendo compartir con un amigo de niñez lo que estaba convenido fuese un secreto de familia bien guardado. Del relato de Eduardo sólo podían darse como datos ciertos la noche, la lluvia, el carro y las niñas.     Donde hay una inflexión es en el accidente en sí, con un choque y un degollamiento que nunca fueron. Esto último es de su invención, la invención de una mente atormentada, hundida desde los tiempos de Montpellier en un caldo diario de anfetaminas que Chantal siempre quiso evitar, aun con su propia muerte. No hubo corte sangrante en el cuello, pero sí disparo hecho por el propio Eduardo al abdomen. Los impulsos de un adicto, y más en situación de abstinencia forzada, pueden trocar el amor en un hecho de sangre. Y sangre hubo esa noche, sobre el asiento de Chantal y también disuelta bajo la lluvia. Las niñas vieron a la madre morir, y en el relato trastocado de Eduardo sólo el llanto de amor pudo haber sido real.

 

 

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