En 1977, Bill Gates fue detenido en Albuquerque por manejar a exceso de velocidad. Una famosa foto lo muestra posando para la ficha policial con una sonrisa adolescente y candorosa. Le sucedía con frecuencia, reincidía sin remordimientos. Dos años antes había fundado Microsoft, una compañía de software donde trabajaba y programaba todos los días hasta el amanecer, incluyendo los fines de semana. Su única distracción: los automóviles. Porsche 930, Porsche 959, Mercedes, Jaguar XJ6, Carrera Cabriolet 964, Ferrari 348, son algunos de los autos que poseyó con los temblores de un adicto. Gates amaba la velocidad casi tanto como la programación. Es probable que en el fondo se tratara de una misma afición: llegar más lejos, cada vez más rápido. El espíritu del capitalismo turbo encarnado en una sola persona. No es casual que uno de sus libros sobre la importancia de internet en el mercado se titule Negocios a la velocidad del pensamiento.
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Yo también conozco el éxtasis de la velocidad. Una noche, para viajar en contra del flujo de la autopista México-Cuernavaca, salí de la ciudad en la víspera de año nuevo. El resto del mundo parecía regresar a ella. Varios kilómetros antes de la caseta, el tráfico se movía como un molusco. De mi lado, la autopista estaba desierta. Fue entonces que metí el acelerador a fondo, atenta a la aparición de algún auto. Viajaba sola. Cuando lo hago con mi esposo y mi hijo no subo más allá de 110 km/h, por precaución. Me he convertido en una conductora lenta y los viajes largos en carretera, cuando voy al volante, suelen ser eternos. Le temo a la velocidad porque conozco mis debilidades. Soy una mujer ansiosa y presa fácil de las adicciones. Después de diez años sin fumar, mis pulmones aún no se recuperan de mis noches de tabacómana. Y volver a escribir después de eso fue tan difícil y doloroso que he procurado no asociar mi «trabajo intelectual» a ninguna otra sustancia tóxica. Le temo al dolor de la pérdida, al insoportable día siguiente. Aquella noche, sin embargo, las condiciones habían abolido para mí el límite de velocidad. La autopista estaba sumergida en la oscuridad y sobre ella, atravesándola, las líneas fosforescentes del asfalto adquirían una densidad cósmica. Recuerdo que escuchaba la música electrónica de Air a todo volumen: sonidos interestelares y atmósferas subacuáticas extendidos durante largos minutos. Trip-hop. Como si me hubiera internado en el pabellón del oído del mundo, descendía a toda velocidad por un túnel de curvas peligrosas cuidadosamente señalizadas. En mi cuerpo (la boca del estómago, los muslos) palpitaba una emoción ambigua: mitad miedo, mitad excitación. ¿Me encontraba acaso ante las puertas de una percepción distinta? ¿En el umbral de la transgresión? La luz intensa sobre el fondo negro, la desaparición del paisaje, una sensibilidad acústica intensificada, la cercanía del peligro: todo aquello propiciaba una sensación de ingravidez. Eso es la velocidad: perder peso. De pronto yo era un pez en el acuario, un cosmonauta flotando entre nubes de gas y materia oscura. Atravesaba por una experiencia estética que poco o nada tenía que pedirle a los estados alterados de conciencia. Yo sentía la ebriedad del líquido, el vértigo de esa noche estrellada que sólo me mostraba el movimiento, la huida, el traspaso. Y no había ingerido nada; todo el efecto dependía de la velocidad. En algún momento tuve el deseo de ir todavía más rápido, sentir quizá la cercanía de la muerte. Como me había sucedido tantas otras veces con el cigarro, me encontraba ante las puertas de un placer sublime (sombrío y bello e inevitablemente doloroso) del que emergía un tipo de presentimiento metafísico que algunos cursis todavía llaman eternidad.
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La velocidad destruye. ¿No es por eso que en el fondo nos parece tan seductora? Pienso en toda esa gente que firma sus pólizas de seguros contra accidentes como si fueran las actas de su sentencia de muerte. Después de mirar los esqueletos de autos chocados colgando de las grúas como si se tratara de restos fósiles, ¿no deberíamos pensar, como lo hizo J. G. Ballard, que si en verdad temiéramos el accidente, la mayoría de nosotros sería incapaz de comprar un auto, mucho menos de conducirlo? Pero en realidad sucede todo lo contrario. Pasamos buena parte de nuestra vida en el auto, aunque le dirijamos a diario nuestras quejas. El siglo xx, dice Ballard, alcanza casi su más pura expresión en la autopista. Hasta la llegada de internet, el auto fue el encierro perfecto, nuestro pequeño universo de metal y plástico, el lugar donde podíamos gozar una sensación de libertad, ligereza, porvenir, mientras veíamos pasar la vida por las ventanas. ¿Qué sustituirá al volante? El desplazamiento a control remoto, es decir, el encierro en las autopistas de la información, donde la velocidad ha encontrado su más allá: la velocidad de la luz, la velocidad de las ondas electromagnéticas.
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Leo Crash, la novela donde Ballard lleva su meditación sobre las claves de una nueva sexualidad asociada al automóvil hasta sus últimas consecuencias. Perturbadora y reiterativa, llena de vísceras y choques grotescos, en Crash los personajes no sólo no temen al accidente, sino que lo desean y procuran obsesivamente. El erotismo perverso del choque de autos, los radiadores hundidos entre las piernas como fetiche sexual. Ese reino donde imperaban la violencia y el coito fue la metáfora admonitoria con que Ballard anunciaba la colonización del cuerpo por la técnica. Igual que su adaptación al cine por David Cronenberg, la novela provocó áridas discusiones sobre los límites de la censura. ¿Debía o no publicarse? Ya antes había sucedido lo mismo con una serie de serigrafías de automóviles chocados que realizó Andy Warhol en los años sesenta, con imágenes extraídas de la nota roja. Ninguna galería quería mostrarlas. Porque la sociedad no soporta la exhibición de su propia obscenidad. Y le teme a la muerte (aunque su cercanía le parezca excitante). Después de todo, ¿no vivimos pegados al espectáculo de lo atroz que se transmite cada noche en el noticiero?
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He leído que una de cada cuatro veces que alguien escribe una palabra en un buscador de internet, esa palabra está relacionada con sexo o pornografía. No es tu caso, por supuesto. Pero la metáfora del cuerpo-máquina se ha convertido, lo reconozcamos o no, en nuestra manera de estar en el mundo, libres de los apremios del espacio y el tiempo, abducidos en la velocidad de las comunicaciones instantáneas. ¿Puede haber algo más adictivo que la satisfacción inmediata? Eso es internet: la droga definitiva. «Un lugar donde podemos abandonarnos a los placeres corporales liberándonos de nuestros cuerpos reales» (Slavoj Žižek). Los personajes de Ballard creían todavía en el placer de las heridas. Conozco muchos amigos que se han desquiciado alimentando todo tipo de obsesiones a través de la red, maquinando relaciones fantasmales que los mantienen atados a la pantalla como el junkie a la jeringa. Pero sus cuerpos permanecen intactos, lejos de la amenaza del sida o la decepción sexual. La ingravidez (el desmantelamiento del cuerpo) fabrica sus intoxicaciones. ¿Quién no exhalará su impaciencia ante cualquier proceso de seducción real bajo la certeza de que el mecanismo ligero del ciberespacio funciona al segundo, en cualquier parte?
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He descrito en otro ensayo, «Notas casi rápidas sobre los enfermos de velocidad», el lado sombrío de la velocidad que ha seducido y conquistado al mundo. He levantado ahí el ministerio público donde se acumulan muertes por exceso de velocidad. Pero en este ensayo no juzgo. Me pregunto si yo, en lugar de condenar la velocidad, lograra aislarla y mirarla de frente, si pudiera indagar en mi propia relación con ella (sus seducciones, mis resistencias), si consiguiera eso, lograría volverla una sustancia compleja, despojarla de su barbarie: comprenderla. Porque el único crimen del ensayista es el de ser superficial, pasar por las cosas demasiado rápido. ¿La ensayista es una mujer lenta? Yo lo soy, aunque tenga una iMac de cuatro núcleos que es una ráfaga. Soy una habitante del tiempo lento. Demasiado lento. Una mujer impuntual. Y éstas son mis confesiones.
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Tengo diez años y en el radio del auto se escucha, minuto a minuto, la «hora del Observatorio, misma de Haste, Haste, la hora de México». Hace frío, hemos salido corriendo. Mi hermana y yo comemos un pedazo de pan tostado con mermelada en el asiento trasero del Volkswagen. Mi mamá conduce; mi papá permanece en casa dormido (padece insomnio o lee hasta las cinco de la mañana). Recuerdo la escena como una imagen recurrente, casi como una definición temprana de mis ritmos adultos: aunque vivíamos a seis cuadras de la escuela, siempre llegábamos tarde. O sobre la hora. Usábamos la cercanía como coartada para despertarnos tarde y sin prisa, para retrasar nuestra entrada al mundo unos minutos más, que siempre me parecieron demasiado cortos. ¿Cómo hacían los niños que vivían al otro lado de la ciudad para llegar a tiempo? Tal vez no se resistían. O se resistían menos. Pobres criaturas domesticadas. Nosotras, en cambio, como nuestro padre, adorábamos la cama. La adoramos todavía, el encantamiento de la posición horizontal, la sabiduría de la quietud. ¿Una tendencia melancólica? Sólo en parte. ¿Síntomas de un cuerpo enfermizo o sin vigor? Casi nunca. Es simplemente que ahí dentro el mundo no nos reclamaba. En posición fetal o despatarradas, casi obscenas, ahí éramos enteramente nosotras mismas; la funda de la almohada era la bandera con la que exigíamos nuestra soledad. Porque no hay espacio más amplio ni lugar en el que un individuo sea más libre que su propia cama. Desde ahí puede observar sus dominios mentales. La cama es sediciosa, sobre todo cuando se hace un buen uso de ella. No me extraña que la realidad conspire con tanta vehemencia en su contra. Pero todos los acusadores de la cama sermonean en vano: se entra y se sale de la cama, pero a ella se vuelve siempre. Creo que mis mejores ideas (casi diría, las únicas) las he concebido ahí, en la cama, y en cuanto terminé la universidad hice todo lo posible por no volver a tener horarios coercitivos que me sacaran de las sábanas violentamente. Pero el mundo no se detiene en la cama, padece «el mal del ímpetu» y la enfermedad del progreso, como los Zurov, los personajes hiperactivos de la novela de Iván Goncharov. O como mi madre, que es una mujer extraordinariamente activa, valiente, madrugadora, amante de las caminatas y el aire libre: el exacto reverso (y complemento) de mi padre. Nada la detiene, a sus setenta y dos años conserva una energía vital arrolladora. Se inquieta si permanece en la cama y todavía hoy se desespera un poco porque sus hijas pasan ahí más tiempo del debido. ¿Qué habría sido de nosotras sin su contrapeso? Jamás habríamos vencido ese momento de indecisión o pánico que provoca en los individuos sensatos salir de la cama para internarse en la selva de la vida. Con el tiempo mi personalidad se ha convertido en un campo de batalla donde se enfrentan a diario los Zurov y los Oblomov, es decir, los dos extremos que describió Goncharov en relación con el temperamento: la excesiva actividad y la pereza metódica, el frenesí patológico y la indiferencia hacia el ajetreo mundano. La manía y la depresión.
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Debo decirlo ahora: mi mamá también es impuntual. Y no la critico por eso. Todo lo contrario, creo que llegar tarde (y a veces no llegar del todo) ha sido la forma con que ella se ha defendido de su propensión a llenarse de tareas y compromisos, su gusto excesivo por el trabajo. Porque en el fondo toda impuntualidad es un mecanismo de defensa, una respuesta crítica frente a las coerciones permanentes del reloj. El impuntual es un desertor del deadline, la línea donde mueren a diario los soldados del sistema. Si llega tarde es porque busca reencontrarse con el tempo humano, contraatacar la urgencia con dilación. El impuntual dice: los ritmos de las transacciones no son más importantes que los tiempos de mi respiración. Quiere estar a solas. Concentrarse cuarenta minutos más en sí mismo. ¿Es un egoísta? Más bien, un individuo autónomo que ha escapado, por omisión, a la vigilancia del segundero. Un rebelde pasivo. No mira la hora porque no le parece necesario. De algún modo, entiende que el reloj es también un símbolo. Es la familia, la industria, la sociedad, el deber. Obediencia y disciplina ritman, desde los monjes medievales, el orden en el reloj. Y el impuntual es visto entonces como un paria, incluso como un traidor. Se le castiga, se le despide, se le retira la palabra. A nadie le está permitido permanecer absorto.
Pero ¿no es la impuntualidad otra forma de la prisa?
Una voz en el radio dice que son las siete cincuenta y cinco. La campana tocará a las ocho. Esa mañana, que son todas las mañanas del mundo, veo en mí a la impuntual que ya soy. De pronto siento ansiedad en las piernas, esa crispación de los nervios, característica de los animales urbanos amenazados por la prisa. En el auto, las tres guardamos silencio, como si mantener la boca cerrada nos ayudara a llegar a tiempo. Afuera: el ruido de los cláxones; adentro, el vaho en las ventanas y las secuencias publicitarias de la «Hora Exacta» que permanecen casi intactas en mi memoria. Chocolates Turín, ricos de principio a fin. La publicidad es así, indeleble. Sobre todo si se oye obsesivamente de camino a la escuela: Jabón del Tío Nacho desinfectante de la piel y cuero cabelludo. Maestro mecánico, Marcos Carrasco, garantiza riguroso control de calidad en rectificación de motores. ¡Atención, Reyes Magos! Bicicletas, motocicletas, juguetes, patinetas: Casas Radioamérica, Argentina #44. Para muebles ni hablar sólo Baltasar, la esquina que domina: Aldama y Mina, Buenavista. De Sonora a Yucatán se usan sombreros Tardán. Por su regio sabor y deliciosa suavidad, la cerveza es Corona. XEQK proporciona la hora del Observatorio misma de Haste, un nuevo concepto del tiempo:
Siete de la mañana cincuenta y seis minutos. Siete cincuenta y seis.
Qué experiencia inolvidable (es decir, traumática) la de escuchar en tiempo real la precipitación de los minutos en dirección hacia la nada. En general, el paso del tiempo es una experiencia diferida; de pronto miramos el reloj y ya somos treinta años más viejos. Pero con los locutores de la XEQK, que corrían desbocados como los caballos del hipódromo, no había manera de escapar. Este fin de semana en el Hipódromo, Jessie y Colorido, no se pierda otras nueve espectaculares carreras. ¿Por qué escuchábamos la XEQK a todo volumen? ¿Lo hacíamos para angustiarnos o para distraernos de la angustia? En cualquier caso, ése era el nuevo concepto del tiempo al que entraba cada mañana por la ventana de mis diez años: la sincronización universal de los tiempos del sistema. Una década después esa dimensión temporal, definida por la urgencia y el cronómetro, se convertiría en la forma organizadora de toda la vida cotidiana, las actividades financieras, el trabajo, las comunicaciones, los afectos. El planeta del Tiempo Real. Desde que Frederick Winslow Taylor introdujo en el siglo xix la administración científica del tiempo en la fábrica (relojes que medían todas las operaciones de los obreros), hasta la perspectiva hegemónica del tiempo real (la rápida transmisión y procesamiento de datos orientados a hacer transacciones en la medida que se producen), nuestros ritmos se han plegado a la ética de la manufactura industrial cuya consigna es: máxima velocidad, máxima eficiencia, máxima ganancia. De acuerdo con Nicholas Carr, en su libro ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, la ética tayloriana ha encontrado su mayor expresión en el ciberespacio: una máquina diseñada para la colección, transmisión y manipulación eficiente y automatizada de información. Como Taylor, las legiones de programadores del mundo se concentran en diseñar un método que aumente el rendimiento de las comunicaciones, es decir, que acelere el movimiento del «trabajo del conocimiento». Ésta es la hora Haste de nuestra mente. La llegada del «sistema nervioso digital» (Gates). ¿Se trata de la colonización de nuestro cerebro por la máquina o al revés: hemos dispuesto que la máquina avance a la velocidad de nuestro cerebro?
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Hace meses que enciendo mi computadora con cierto temblorcito en los dedos, un deseo imperioso sólo comparable al que sentía en mi época de fumadora. Cada dos horas (a veces menos) reviso obsesivamente mis correos y las respuestas o interacciones generadas con mis tuits. Abominaba Facebook (esa encarnación del tedio y el derroche del tiempo más íntimo), pero de pronto sentí que me volvía anticuada y misántropa y ahora me veo alimentando mi estatus dos o tres veces al día. Y mantengo dos blogs (el tercero, dedicado a la deriva, murió de inanición). A pesar de mi escepticismo, corro, como el resto de la humanidad, hacia el futuro. No me justifico, pero es cierto que me sumergí en el fluido de la información por razones políticas, una tarde en París, después de una acción urbana que realicé junto con un grupo de mexicanos que radicaban en Francia. Se trataba de una protesta en Trocadero contra la estúpida guerra antinarco emprendida por el gobierno mexicano, que ya entonces había costado más de treinta mil muertes, un estado injustificable de terror y violencia que se empecinaba en continuar con una estrategia a todas luces fallida. Los que participaban en la acción se comunicaban invariablemente por Twitter, Facebook y, a veces, por el celular. Yo estaba desconectada. Era la víspera de los indignados en España y Wall Street, y en Europa la Primavera Árabe era una referencia que despertaba el entusiasmo dentro y fuera del ciberespacio. Fue entonces cuando mi postura conservadora frente a las redes sociales sufrió un desplazamiento que comenzó como una actitud política (un entusiasmo inconforme propagado de tuit en tuit), pero que al poco tiempo se convirtió simple y llanamente en una nueva adicción.
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Como escribo y trabajo en mi estudio, paso una buena parte del día frente a la pantalla. Ahí, inmóvil, siento a diario el vértigo de la comunicación instantánea, la conexión de cientos de miles de circuitos neuronales cruzándose sin tocarse en los flujos de la red. Breves estallidos, diseminación de las frases, pensamiento no lineal, contactos efímeros con las palabras de otros. Y un principio de seducción implícito. En general, la perspectiva me parece extraordinariamente estimulante. Quizá porque toda esta sociabilidad repentina contrasta con mi habitual hermetismo. ¿Me estaré convirtiendo en otra persona? Las redes sociales tienen el efecto del alcohol en las fiestas tumultuosas: necesitamos una máscara para actuar de nosotros mismos. Y también: nos ataviamos para ser vistos, como animales en celo. Arreglamos nuestro perfil, subimos fotos retocadas, procuramos frases excepcionales. Y en el camino se producen altas dosis de dopamina, endorfinas y placer, recompensas altísimas; porque la especie siempre ha premiado eso: la seducción. Conectarse a la red es encender el artefacto de los apareamientos ilusorios. Y sin consecuencias reales. ¡Internet es mejor que la píldora! Pero qué vulnerable es todavía el ciberadicto al despertar de sus excesos, instalado en las nuevas patologías del yo digitalizado, donde rumia sin ayuda. Qué resacas insoportables, un no va más que se repite al día siguiente del embotamiento, los dolores de espalda, los calambres en el codo. Me he sentido así alguna vez. Pero hay heridas más profundas que ésas, un encierro definitivo, un olvido de sí. En el capitalismo de los flujos el derecho a desear es también el derecho a quedar insatisfecho.
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Lo que describo no es una sintomatología infrecuente, sino el gesto cotidiano de cientos de miles de personas alrededor del mundo: he desarrollado un síndrome obsesivo-compulsivo, parecido al de los consumidores incontinentes o los ludópatas, enfermedades del capital y su maquinaria de seducciones intermitentes. En mi pantalla multitasking reverberan en este momento dos tuits que tomo prestados, como resonancias de una misma impaciencia (y esa homogeneidad es sospechosa): «Se descompuso mi fiel netbook y he vuelto a trabajar en mi Dell de escritorio. Es lenta, lenta, lenta. Grrrrr». «Adolescente en la fila del Seven Eleven: '¿Me dejas pasar antes? Me urge ponerle crédito a mi celular para contestar un mensaje'». Yo también me inquieto si estoy lejos de la computadora y en cuanto llego a mi departamento me dirijo al monitor, por mi dosis del día. Si el buscador no aparece al instante, desespero; mi urgencia no tolera las fallas de la banda ancha. Sé que me encuentro en una zona de peligro. No me resulta nueva. La conozco desde que tenía quince años y fumé mi primer cigarro. Una noche, diez años después, exhalé tres cajetillas seguidas. ¿Escribo aquí para curarme? En los intercambios ultrarrápidos de Twitter no hay tiempo para el análisis. La escritura en tiempo real es ingrávida, carece de profundidad. (No podría ser de otra forma. Sin la dispersión ni el surfing, sin ese movimiento veloz sobre la superficie, ¿qué quedaría de internet? Nada. Se volvería pesado, como lo ha sido habitualmente nuestra cultura. Se perdería su carácter vaporoso, ligero, sensual, desenvuelto. Tendríamos hondura, pero sin la excitación de las ideas simultáneas). Si busco mi desintoxicación en el ensayo, es porque su escritura me exige un retraso, una dilación. En él, todo tiempo real es diferido por la duda. Me aparta de la impaciencia y de cualquier contingencia efímera. Me devuelve a mi elemento. Un ensayista en Twitter pagaría lo que fuera por haber callado. Conozco a uno, amigo mío, que borra sistemáticamente sus tuits. ¿Será porque también sospecha que la velocidad se ha convertido en nuestra mejor coartada para no pensar?
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«La medianía es rápida. El genio es lento», escribe Baricco en Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación. Me importa ese libro, aunque sus estrategias retóricas me hayan fastidiado un poco, porque escribo marcada por las dos tensiones que ahí se describen: el carácter contemplativo, melancólico,
solitario y lento de un mundo en vías de desaparición y el arribo de un temperamento lleno de nuevos valores, entre los que se encuentran la rapidez, la espectacularidad, la dispersión electrónica, la disolución de ciertas verdades y jerarquías, «una revolución tecnológica que rompe de repente con los privilegios de la casta que ostentaba la primacía del arte». Sé que podría volverme junkie de internet, instalada en el flujo acelerado de las partículas, en la muerte de los afectos reales y el contacto físico, el estado grogui de una insensibilidad generalizada, si no fuera porque creo que una vida sin reflexión (y agrego: sin cuerpo) no merece la pena ser vivida. Ahora mismo busco en Google la frase de Sócrates y la encuentro a toda velocidad. No he tenido que pararme de mi asiento ni buscar penosamente en los Diálogos de Platón, perder el tiempo. Ya se asoma la bárbara que hay en mí, porque vivo simultáneamente en dos ritmos contradictorios, la lentitud y la velocidad, el humanismo y la técnica, y así viajo cada día, lejos del confort de una y otra, siempre con un pie fuera del vehículo, como los usuarios de los peseros en la Ciudad de México, listos para descender en plena marcha.
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«La belleza marcha de prisa, lentamente», escribió Cocteau en Opio. Diario de una desintoxicación. Todo estado alterado de conciencia empieza así, con una percepción paradójica del tiempo. Alguien tendrá que escribir algún día sobre la química de la velocidad, como se ha hecho ya sobre la naturaleza de otras drogas. Qué sustancias empujan el torrente sanguíneo hacia el acelerador, qué taquicardias nacen en el contacto con el volante. Un científico mexicano, Luis Eugenio Todd, ha encontrado el lugar donde anida la golosina: el sistema límbico, la región cerebral que está asociada a los satisfactores. Se trata de nuestra pequeña jungla de animales en celo. Ahí, todo acto de supervivencia es recompensado con placer: el deseo sexual, la sed, el hambre, el miedo. Si el área cortical del cerebro, el lugar donde están los pensamientos, la razón y el conocimiento, es, a diferencia del sistema límbico, lo que nos distingue de los animales, entonces todo ese sentimiento de acabose, esa sensación de estar viviendo una nueva invasión de los bárbaros, la destrucción del alma de la civilización por una serie de valores superfluos, no es más que una batalla al interior de nuestros cerebros. El imperio de la velocidad es el advenimiento de nuestro lado más salvaje. Fomentar el deseo, la insaciabilidad, el placer, ¿no son ésas las funciones del imperio de la publicidad? Miles de millones de dólares invertidos cada año para darle de comer a nuestro animal, reprimido por varios siglos de racionalismo. De pronto la denominación del «capitalismo salvaje» adquiere para mí un nuevo sentido.
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¿Las carreteras del exceso nos conducirán, como escribió William Blake, al palacio de la sabiduría?
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La velocidad es a menudo una forma de violencia, incluso en las situaciones más anodinas. Recuerdo la tarde en que me preparé por primera vez un mate, una sustancia inocua si pensamos en el café o la cocaína. Por ignorancia lo bebí demasiado rápido, pasando por alto el ritual moroso de su preparación y su compañía. Muy pronto, la mateína, un alcaloide que tiene la particularidad de acelerar los procesos mentales e incrementar los estados de alerta, se me subió a la cabeza. El mundo me parecía desesperantemente lento. Los meseros, obtusos; las personas, imbéciles. Me transformé en un ser despótico e impaciente. Usé la palabra «cretino» más de una vez. Mi esposo advirtió mi nerviosismo y para hacerme una broma comenzó a actuar y responder con una lentitud deliberada y exasperante. Se mostraba distraído, guardaba silencios prolongados. Se ausentaba. Él actuaba bajo mis ritmos habituales (esa lentitud mía que a veces lo saca de quicio), cuando no estoy bajo los efectos del estrés o la prisa. Él era yo y tenía ganas de matarlo.
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Tal vez eso hace el ensayo: contrastar las velocidades. Se detiene en seco para que podamos advertir nuestro exceso de velocidad. Mira los detalles amplificados del accidente en cámara lenta. Interroga, incluso si no hay tiempo para hacerlo. Prefiere entender a no entender. Desmantela. Y en eso es contrario a la lisura de las autopistas de la información; se mueve entre las cosas como un molusco, incluso cuando vuela. Por eso, no soporta a los adeptos impacientes y torpes. A los frívolos. Se aparta de ellos, los condena a la incomprensión y el accidente.
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En «La mano lenta», Roland Barthes dice que toda la evolución de la escritura (digamos del acto gráfico de la escritura, desde la demótica egipcia hasta la taquigrafía) se debió a una necesidad de escribir más rápido. ¿Por qué? Porque ése era el ritmo que imponía el comercio. Las sociedades que escribían más rápido ganaban tiempo, es decir, dinero. Para escribir a mayor velocidad los sumerios pasaron del pictograma a la escritura cuneiforme. ¿Levantar la pluma le hace perder tiempo a la escritura? No la levantemos más: he ahí el origen de la letra manuscrita. En las cursivas es posible ver cómo corren las grafías. También es cierto que hay una rivalidad entre la velocidad gráfica y la velocidad mental. He dicho que soy lenta y sin embargo no escribo más a mano: me gusta la experiencia de ver cómo se produce el texto en la pantalla a la velocidad de mi pensamiento. Sueño con la posibilidad de una escritura estenográfica que pase directamente de mi voz a la pantalla, o mejor, de mi mente al libro.
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La velocidad de la computadora es fascinante porque parece emular nuestra velocidad mental. Discurrir es como correr, decía Galileo para defender un método fundado en la economía de los argumentos y la agilidad del razonamiento. Siendo, como fue, un visionario, Galileo palidecería ante nuestra perspectiva del pensamiento transmitido en tiempo real. Nunca antes el escritor había tenido una respuesta tan inmediata de sus lectores como ahora en Twitter. Twitter es la velocidad (y la democratización) máxima en escritura. ¡Justo en medio de los funerales de la escritura! Es probable que hayamos encontrado un nuevo placebo, más eficaz que las becas del Estado; minuto a minuto, incluso el poeta más abatido puede sentir que alguien lo lee y está vivo. No me extraña, entonces, que tantos intelectuales se sientan seducidos por los 140 caracteres: he ahí una nueva sensualidad de la cabeza.
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¿Escribir con lentitud es ir en contra de un mayor rendimiento de la escritura? ¿O es simplemente una forma de pereza? Quizá escribir con lentitud ensayos digresivos que postergan en cada página su conclusión sea una forma deliberada de fracaso, una ética antagonista de la ética tayloriana aplicada al texto. He escrito este ensayo tres veces. La primera, corría hacia su fin, sin desviarse; la segunda, se accidentó y se quebró en fragmentos diseminados e inconexos; la tercera es ésta que se escribe en los márgenes, cuestionando sus propios fundamentos. Reescribo el mismo ensayo como si no quisiera terminarlo. Una estrategia para aplazar la llegada, un desmantelamiento del éxito al interior de la escritura. Eso es la digresión, otra forma de la impuntualidad, y por eso escribo ensayos. Durante mucho tiempo tuve la sensación de que llegaba tarde a todo. En la universidad, por ejemplo, era la última en entregar y a veces llevé mis trabajos a casa de los maestros, porque el plazo había vencido. Me aceptaban porque les entregaba «buenos textos». Era lenta, me esmeraba demasiado. Ahora mismo, mis editores esperan este ensayo, que se tarda en concluir. ¿De donde viene mi lentitud? Exijo mis cuarenta minutos extra conmigo misma, sobre todo a la hora más importante del día: cuando me siento en una silla y me pongo a pensar.
* Este ensayo se escribió en los márgenes de otro ensayo. Aunque su lectura puede hacerse de manera autónoma, también admite la lectura simultánea y dialéctica con el ensayo «Notas casi rápidas sobre los enfermos de velocidad», cuya primera versión fue publicada en la revista Número Cero y puede encontrarse en internet: goo.gl/PKgsT. Ambos ensayos se publicarán uno al lado de otro, o mejor aún, uno en los márgenes del otro, en el libro Escritos para desocupados, editado este año por sur+.