Variaciones del nombre

Giorgio Lavezzaro

(Ciudad de México, 1985). Autor de Tres maneras de-venir ficción (FOEM, 2015).

Unos dicen que la palabra «odradek» procede del eslavo, e intentan explicar su
etimología conforme a esta teoría. Otros opinan que procede del alemán,
pero que ha recibido una influencia eslava. De la inconsistencia de ambas interpretaciones, sin embargo, se puede deducir que ninguna es acertada,
sobre todo porque no permiten encontrarle un sentido a la palabra.

Por supuesto, nadie se dedicaría a realizar estudios semejantes si no existiera
un ser real llamado Odradek.

Kafka[1]

En el diccionario encontramos las raíces. Nomen (del latín), por ejemplo, puede significar tanto «palabra que designa o identifica seres animas e inanimados» como «nombre propio» o «palabra que se daba por señal secreta para reconocer durante la noche a los amigos». Decir «nombre» hace evocar de inmediato el modo en que nos reconocemos en el lenguaje, el nombre propio; a veces se olvida que también un nombre es un sustantivo, otras se ignora su connotación militar, su modo de volverse contraseña, identificación frente a la hostilidad, gesto de reconocimiento; el «nombre» se erige siempre sobre un acantilado: la innumerable cantidad de otras palabras que hacen que esa secuencia particular de sonidos signifique algo. En el caso de los sustantivos estas palabras se contienen en el lexicón, en los nombres propios yacen en nuestra historia, en la contraseña al interior del relato de la secrecía. Es incalculable la cantidad de vocablos que se intuyen en los nombres, porque cada definición del diccionario es un potencial vórtice hecho de palabras que a su vez remiten a otras definiciones, además de su propia historia, su etimología y los muchos modos en que un vocablo ha mutado de clase o de significado, o cómo ha migrado de una geografía a otra y luego ha vuelto siendo otro.[2] Cada historia nuestra contiene también las historias de los otros, la manera exacta en que uno se vuelve singular debido a las conexiones que hace con otras personas y cómo en cada lazo se pueden intuir también nuestros ancestros, nuestra genealogía, y cómo dialoga ésta con todos los encuentros posibles y cada desencuentro y cada viaje que nos antecede, y cómo nombrar puede hacer que nos reconozcan como amigos o enemigos.


Mi nombre ha sido siempre un conflicto. Alguna vez pensé que era por alguna razón fonética y geográfica, pero viviendo en Italia, el lugar en el que mi nombre tiene un sentido sonoro, me di cuenta de que es algo arraigado a mi existencia, a mi genealogía. En México las más de las veces confundían mi nombre con uno distinto, con alguno que se pareciera más, a nivel gráfico o auditivo, a uno común para un hispanoparlante; en Italia me pasa algo similar; la manera en que articulo el italiano está afectada por la cadencia del castellano,
que hace oír a los otros un nombre diferente o un origen español que les hace suponer imposible que mi nombre sea italiano; entonces pasa lo mismo: terminan llamándome de otro modo. Me di cuenta de que era algo ligado a mi historia cuando esta condición viajó conmigo hacia el lugar de donde vino mi padre, cuando supe que esa elección suya de inventarse un nombre propio que no le había sido dado era una característica de su familia, de los Lavezzaro, que han tenido la tendencia a usar un nombre diferente del que figura en los registros. A papá lo conocimos como Alberto quienes lo amamos, pero en su acta de nacimiento sólo figuran otros dos nombres, Giuseppe Guglielmo, y sólo lo supimos después de que murió. Yo que siempre me he aferrado a la historia de mi nombre, que siempre he querido ser llamado Giorgio, y no Jorge o Gregorio, me descubro en esa historia familiar cada vez que me asalta en los hechos, porque no importa cuánto quiera ser llamado de un modo, termino encarnando la historia del cambio de nombre.


Tenemos una necesidad incontrolable de nombrar al mundo porque somos seres de lenguaje, porque la lengua nos constituye. Sentimos que de cierto modo nombrar es conocer y es verdad, pero sólo para quien nombra, porque sólo esa persona sabe todo el proceso que está detrás de esa cadena fonética. Nomināre es «decir el nombre de alguien o algo», «hacer [una] mención particular, generalmente honorífica», «elegir o señalar a alguien para un cargo, un empleo u otra cosa». Quienes sólo conocemos el nombre en realidad descubrimos tan poco que es como conocer nada; no sabemos la historia potencialmente honorífica o el cargo que se asume. Para aprehender cada nombre estamos obligados a desenmarañar su historia, a entender el proceso que hay detrás suyo. Así aprendemos los conceptos en la escuela, a cualquier nivel; de ese modo intentamos descifrar quién es quién, intentamos eligĕre «o preferir a alguien o algo para un fin», porque sabemos que ningún nombre nuevo puede, por sí mismo, decir nada, porque para preferir necesitamos ahondar en el relato de los nombres. Decir, por ejemplo, «Odradek» no dice nada; sólo cobra sentido en la cadena significante en la que aparece en Kafka; remite inevitablemente al cuento en el que nace; a menos que se conozca este relato (o que se explique qué implica en ese cuento), Odradek sólo es una cadena de sonidos, opaca o luminosa, sin sentido. Para praeferre esta secuencia fonética y bautizar o reconocer algo con ella, es necesario leer «Las preocupaciones de un padre de familia», entender por qué Odradek «aventaja o excede» la lógica posible, la razón filológica del narrador, por qué se «propasa, va más allá de lo lícito o razonable».


Decir Giorgio no dice nada para identificar a nadie. Para que ese significante adquiera cualquier significado se necesita una serie de palabras que lo hagan volverse algo. Incluso hurgar en su historia, entender que viene de Georgius, como personal latín, adaptado del griego Gheórhios, y que remite al nombre común gheorgós, «agricultor», tampoco dice nada. Remitir a la historia del soldado de Capadocia, su papel en la liberación de la ciudad de Selem de la rabia de un dragón, su lanza atravesando el fuego de la bestia, sólo habla del mártir caballero, pero no dice nada de quien lleva su nombre —incluso si se sabe que ha sido bautizado en honor a este santo, no se puede excedĕre esta historia, no se puede determinar si ha sido por fe católica, por un deseo o un augurio, por la imposición de un destino o una mitología—. Evocar a la genealogía, un tío y tres primos, por ejemplo, tampoco hace entender si llevo el nombre del uno o del otro, qué evocaciones familiares atravesaron mi registro. Por eso la cadena de significantes que es el nombre no es la misma para todos, pues su propio étimo se enreda con otras mitologías, con otros relatos. Quien me conoce de vista podrá asociar mi nombre a una serie de características físicas; quien tiene una relación conmigo tendrá una serie de historias que son nuestras que sólo me pueden definir en relación con esa persona; quien me conoce por profesión puede vincular mi nombre con una labor concreta; y tendrían razón al decir que soy esto o aquello, pero por eso no se agota el significado de mi nombre o de mi historia, porque no se alcanzan a agotar los posibles sentidos pasados y futuros de los nombres. Lo poco que se logra entender es más bien una serie de sumas contradictorias, una multiplicidad de fases independientes que no dan como resultado uno, sino muchos.


El impulso por intentar conocer el mundo es también un tentativo para controlarlo. Quizá por eso una de las cosas más angustiantes en «Las preocupaciones de un padre de familia» sea que este nombre haya sido dado, pero no se entienda por quién. Esa contradicción vive en el propio Odradek, ser de frontera, entre lo animado y lo inanimado, lo aprensible y lo vaporoso, entre lo práctico y lo quebrado: «Uno tendría la tentación de creer que este objeto tuvo antes una forma funcional, pero que ahora está roto. Sin embargo, éste no parece ser el caso […]. El objeto entero parece carecer de sentido, pero es perfecto en su acabado. Y no se puede decir más, ya que Odradek es extraordinariamente dinámico y no se deja atrapar». Como el padre de familia, intentamos propasar los límites de nuestra experiencia sensible, «pasar más adelante de lo debido», y llegamos a «cometer un atrevimiento»: intentamos explicar lo inexplicable, lo inaprensible con una cárcel semántica, pero cometemos un error si olvidamos todo el proceso, toda la experiencia, la historia toda que se encierra detrás de los caracteres; cuando logramos nombrar las cosas sentimos que de algún modo las entendemos, sabemos qué esperar de ellas: de cuáles necesitamos protegernos, ante qué otras debemos huir, a qué otras acercarse. Quizá porque le tememos a lo desconocido, nace el impulso a nominar el mundo; la paradoja es que esto es sólo un paso para reconocer ese radical desconocimiento, afirmar la imposibilidad de aprehenderlo —un escollo que tiende a ignorarse porque en el gesto de decir el entorno se juega nuestra angustia a no saber, nuestro deseo de control: los nombres tienden a calmar porque no nos damos cuenta del engaño—. Pero basta que alguien pregunte quiénes somos con suficiente seriedad para que uno a uno los significantes se nos caigan hasta que sólo nos quede nuestro nombre, que nada dice de nosotros por sí mismo.


Al decir mi nombre en Italia con mi acento hispano, al intercalar esos fonemas en un discurso con un ritmo que se percibe ajeno al italiano, la gente tiende a preguntar, antes o después, por mi origen; esta pregunta, encontrada una y otra vez hasta el cansancio, me ha hecho reparar en mi condición de extranjero, que se subraya cada vez que alguien me dice de un modo lateral que sabe que no soy de aquí (preguntar con cierto tono de dónde vengo implica decir entre líneas: sé que eres forastero). Es una condición que me atraviesa desde el nombre y que abarca la historia de mi padre, italomexicano emigrado a México, y la mía, mexicoitaliano expatriado en Italia. Siempre me sentí extrañado de decir que soy mexicano, porque algo de esta cultura se me escapaba de la experiencia de apropiación; antes de partir, había asumido que quizá era porque soy italiano, como papá, hasta que descubrí, al jugarme los genes en la tierra de mi padre, que tampoco soy italiano; reconocí que soy más bien esa mezcla cuando reconocí que también él lo fue. Mi caso es evidente sólo porque mis padres pertenecen a latitudes diferentes, pero todos podríamos encontrar en nuestra genealogía cercana o remota las muchas culturas que nos habitan sin saberlo.


En los estudios de onomástica se puede rastrear el origen de los nombres propios, hasta cierto punto, hasta donde las fuentes lo permiten. Pareciera, aunque no podría afirmarlo, que el gesto de dar un nombre propio a los descendientes es un gesto universal que atraviesa una misma intención: distinguir a uno de otro, quemarnos con un primer significante que graba a fuego en nuestra historia el lugar de donde venimos. Esta primera distinción podía atravesar muchas costumbres —como los nombres augurativos o los hagiónimos o los nombres literarios—, pero una de las maneras de bautizar antes del Concilio de Trento, antes de los apellidos y el sistema hereditario, era con una característica particular que pertenecía al niño —ya fuera una peculiaridad física, su lugar de nacimiento o su lugar en la familia—; esta característica se volvía su modo de ser identificado. Esto básicamente implica que en cierto modo era posible resumir la existencia de una persona a una característica.[3] Hablo en pasado, pero sólo en relación con la onomástica, pues precisamente esto es lo que pasa hoy cuando en el intento por conocer al otro se le termina dominando o queriendo controlar, reduciendo la complejidad de su existencia a una categoría y subordinándola a una palabra singular. En este atrevimiento podemos «llegar a competir, a rivalizar» con el otro, porque al tribuĕre una única historia a la multiplicidad que esconde un nombre, dejamos de «confiar[nos] en alguien» (quizá por ello esta acepción de atrever haya caído en desuso).


La idea de la extranjería me acompaña desde el nombre; ha estado siempre ahí, pero no soy (sólo) extranjero. Es cotidiano que otros nacionales se expliquen algún comportamiento mío, alguna frase poco común, alguna idea personal, a partir del hecho de que soy foráneo, aunque tenga nada o muy poco que ver. Porque en ese momento esa característica sobresale del resto y lo opaca hasta nulificarlo. El problema con los nombres no está en lo que describen, sino en lo que limitan, porque en su intento de control y predicción olvidan la complejidad de lo nombrado; mi propia extranjería es tan singular como la historia de mi nombre, como el hecho de que haya nacido de la traducción o que pertenezca a mis ancestros, como lo es la extranjería de cualquier otro, y la multiplicidad de circunstancias que lo han vuelto forastero.


Nombramos también porque en ello adquirimos una cierta identidad, nos diferenciamos de los otros —o nos acercamos, pertenecemos—. No nos damos cuenta de que el gesto de dar el nombre dice más sobre nuestra manera de relacionarnos con el mundo que sobre el mundo mismo; más bien diría que condiciona nuestra relación con los otros, que la limita, que impide que los mismos hechos puedan ser apreciados en su complejidad y tiendan a resumirse en una categoría —como reducir a Odradek a un vocablo alemán de origen eslavo—. Cuando un vocablo evoca las categorías de lo deleznable, de lo que se rechaza, se imprime la condena de la letra en el modo de nominar, es decir, se vuelve un estigma; pero esa impronta tendría que ver también con reducir la condición de las personas a una sola posibilidad e ignorar cualquier otra: creer que quien comente un crimen es incapaz de la ternura, suponer que una persona que migra no podría entender nada de la tierra en la que vive, pensar que aquel que da está obligado a darlo todo. Poner a competĕre las muchas contingencias que somos, a «contender entre sí, aspirando unas y otras con empeño a una misma cosa», como si fuera o una u otra, sólo una, la que se puede ganar la categoría del ser; pero también podríamos ponerlas a «igualar a otra análoga, en la perfección o en las propiedades», darles el mismo valor.


Parte de mi identidad está ligada a mi nombre, pero no a las dos sílabas que lo componen ni a los escasos fonemas que en su ritmo peculiar me hacen girar si las escucho, sino a toda la historia de ese nombre que conozco y no conozco, a todas las historias que componen la articulación de dos mundos en medio del océano, en tierra de nadie, en mar abierto; parte de mi identidad está ligada al dilema de cómo ser nombrado y de cómo nombrarme frente a otros, a la imposibilidad de asumir un significante que me presente y al asedio constante de otros nombres.


¿Qué es, en el fondo, lo que nos obliga a simplificar el mundo, a no querer relacionarnos con su complejidad? No estoy seguro de poder dar una respuesta, pero sé que es un problema que me habita: ¿le tememos a lo múltiple porque nos da miedo reconocer que no podemos saber, cabalmente, ni siquiera cómo somos?, ¿es el miedo a lo desconocido una manera de volcar hacia afuera un miedo más primordial, más arraigado, que es el miedo a ser un desconocido para sí mismo? Ciertas formas de nombrar parten de la negación radical de lo nombrado en uno mismo; pero en esa desmentida lo que se pierde no es sólo la posibilidad de relacionarse con otros, sino la posibilidad de conocer una porción ignota de sí mismo; una porción que muchas veces podría volcarse al interior de nuestras sombras. ¿Quién se atrevería a decir «asesino», paladeando cada sílaba, reconociendo hacia adentro el propio impulso a dar la muerte?


Es posible que aferrarse al nombre propio nos distraiga de entender que es lo más ajeno que tenemos, que es el primer vínculo que hacemos con la lengua y con la narratividad, que es una palabra que va mutando con nosotros y nuestro modo de relacionarnos con el mundo, que nunca se termina de llenar de significado porque el vacío la habita —pero que ese vacío no es negativo sino posibilidad, terreno fértil—. Acaso no sea necesario renunciar al nombre propio para abrazar nuestra multiplicidad, o cambiar de nombre como lo hizo mi padre. Quizá sólo convendría contendĕre hacia adentro, «discutir, contraponer opiniones, puntos de vista» sobre sí mismo y sobre otros; vivir como vive Odradek, «alternativamente en el techo, en las escaleras, en el zaguán o en el pasillo», es decir, en lugares liminares; colocarnos en el litoral que marca nuestro nombre y no de uno de los lados. El apodo, esa otra acepción del nombre, la que aceptamos voluntariamente de los otros, que nos vuelve amigos, esa palabra contraseña en la oscuridad, puede ser ese litoral. En México mis seres queridos me dicen Gío
[‘ʝi o], así, con un acento que no existe en la pronunciación italiana; sólo aquí, en esta geografía, al aceptar mi nuevo sobrenombre, mi nombre de cariño, descubrí todo lo que encierra: me dicen Gio [ʤo] —con el acento en la o— y sólo aquí, en ese movimiento mínimo fonético pude descubrir que soy ambos, que yo soy esa mezcla [ʤo = ʝo], porque esa contraseña se volvió la posibilidad de ser para el otro, de ser amigo.


Recordar todo lo que se juega en las pocas letras de cada nombre, toda la potencia que esconden los fonemas, todas las historias, todas las cadenas significantes que nos constituyen, significa transformar al mundo en contingencia.


[1] Franz Kafka, «Las preocupaciones de un padre de familia», Cuentos completos, trad. y pról. de José Rafael Hernández Arias, México, editor digital Titivillus, 2009.

[2] Como los «caballos de retorno» de los que hablan Serianni y Antonelli en su Manuale di linguistica italiana: palabras que migran de una lengua de partida hacia una lengua de llegada y que, cuando regresan a la lengua madre, vuelven con fuertes modificaciones de forma y significado. (Luca Serini y Giuseppe Antonelli, Manuale di linguistica italiana. Storia, atualità, grammatica, Bruno Mondadori, Milán/Turín, 2011).

[3] También hace que nos demos cuenta de que en los nombres se contiene parte del léxico que ha perdido un significado universal en el lenguaje para migrar a las historias personales —los nombres forman parte de la riqueza lexical de una lengua.

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