Puebla, 1976. Su libro más reciente es No sé lo que soy pero sé de lo que huyo: crítica de una literatura mexicana (Fondo Editorial de la Universidad Autónoma de Querétaro, 2023).
De techos altos y espacios amplios, cuatro cuartos, un solo baño, una enorme sala-comedor, una cocina, cinco armarios, un patiecito de servicio y un pasillo largo en forma de corchete. Ventanas en dos frentes a calles de mucho tránsito, ruido y humo, pero en segundo piso. Elegida por estos rasgos y dimensiones para ser habitada por cincuenta años, como si la densidad, la desmesura de los veintiséis millones de minutos de esos cincuenta años fuera a ser en efecto lo que habitara esa casa. Sin el como si, quitar el como si. Habitar una casa cincuenta años sin renunciar a nada de aquello que en algún momento de esos cincuenta años hubiera habitado la casa. Excepto lo perecedero, la materia de sencilla putrefacción, las demás cosas que así fuera dos minutos habitaron la casa se quedarían el resto de los cincuenta años habitándola. Una factura de luz entra en la casa en octubre de 1962 y se le asigna un lugar para quedarse. Un persistente haz de luz solar da de lleno en una mesa hasta decolorarla y también se queda ahí, bajo la forma de mesa nunca rebarnizada. Un frasco de miel, al vaciarse, será depósito de clavos y otro, de ligas, chinchetas o cintas de máquinas de escribir. Hay tres máquinas de escribir. Un lápiz se usa hasta que la navaja del sacapuntas choca con el cilindro de metal que protege la goma. Hay decenas de estos lápices sin cuerpo, pura cabeza y zapatones: Bosch. Una maleta servirá para guardar otras más pequeñas, y una ya inservible, para guardar libretas. Hay libretas desde las de primeras letras, así que puede trazarse una historia unipersonal de la caligrafía. Papelitos en que se anotó un teléfono, una cuenta, una frase ingeniosa, se sujetan con una liga, un broche o un alambre envuelto de los que cierran las bolsas de pan. Un horno de metal de unos cincuenta kilos descansa sin temperatura ni función al fondo de un cuarto, pero un modular de los cincuenta con televisión y tocadiscos sirve para sostener la televisión en uso. Casi toda la ropa que ha entrado a la casa en cincuenta años sigue ahí, incluidas algunas prendas de personas que hubieran visitado la casa con cierta frecuencia en algún momento de esos cincuenta años, por ejemplo los hijos. En ciertas zonas, detrás de libreros, bajo sillones pesados, en los bordes de espejos y marcos, sobre las superficies de muebles altos, en un cuarto definitivamente clausurado por su saturación, el polvo de cincuenta años. Revistas. Revistas de ciencia, de cine, de futbol, de beisbol, de box, de política, de teatro, de historia, de abejas infantiles, de fotografía; semanarios de los cincuenta, de los setenta; colecciones completas de revistas mensuales que duraron treinta años; ejemplares sueltos, números únicos; revistas escolares, de música, de crucigramas; ejemplares repetidos. Colecciones empastadas en borgoña y letras doradas. La mayoría sueltas, ordenadas en libreros junto a los libros, apiladas encima de los libreros, en el piso hasta llenar uno de los cuartos y el armario más grande, encima del refrigerador, en la mesa del comedor, en dos de los tres escritorios. Pequeñas bolsas con credenciales de cincuenta años, hospitales, trabajos, clubes deportivos, de asociaciones de jóvenes, de viejos, de bibliotecas, cinetecas, hemerotecas, credenciales de prensa de un periódico, de otro; de una estación de radio. Bolsas también con clips, con escudos, con sellos, con fotos de máquina sueltas, con dados impares, dentro de varios de los cajones disponibles en la casa. Cajas de zapatos con zapatos. Bolsas no tan pequeñas o sobres de papel con postales, calendarios, memorándums, listas, actas, cartas, dibujos, recortes de periódico. Dos binoculares, una Polaroid con caja e instructivo. Agendas, algunas usadas, otras vacías, al menos dos por cada uno de los cincuenta años. Cuadernos contables empleados como diarios, para redactar textos largos o para transcripción de diversos materiales, libretas rayadas para anotar cuentas. Una grabadora de cinta magnetofónica, una cámara de súper 8, dos proyectores de súper 8. Una caja de zapatos conservada para guardar utensilios para reparar y editar cinta súper 8. Los recibos de distintos números telefónicos de cincuenta años. Las facturas e instructivos de los binoculares, la cámara, la grabadora, los proyectores, la tele. Una sola maquinilla de afeitar, útil durante cincuenta años. El polvo asentado, adecentado, acidulado, polvo domesticado de años ocupando más bien todas las superficies excepto las zonas para sentarse y acostarse. Y excepto aquellas, cada vez más limitadas, más cómodamente restringidas, por donde se transitaba: un camino hecho no con trazos sino con borraduras; a su vez, por su progresiva reducción, un mapa de las áreas ya inaccesibles por saturadas. Un mapa no de espacio sino de tiempo. El necesario para desdibujar el pasillo como pasillo, el comedor como comedor, el cuarto como cuarto. Todo una sola y misma disponibilidad para ser habitada por cincuenta años y sus decenas de sillas, sus cientos de broches, carteles, sobres, listones, pilas, sus millones de motas de polvo, sus millones de letras. Una vida dedicada a habitar una casa, como si cada cosa hecha en esa vida fuera a la vez un minúsculo paso más en el largo, primordial y único proceso de habitarla. Quitar el como si. Como si el tiempo al fin pudiera efectivamente diluirse al transmutar en cosas dentro de una casa. Como si se la pudiera habitar de manera absoluta.