Usos y abusos de la música en el cine

Hugo Hernández Valdivia

Guadalajara, Jalisco, 1965. Es crítico de cine y profesor en el ITESO, colaborador de la revista Magis.

Prácticamente desde su parto, el cine se ha nutrido de las artes que lo precedieron y que habían madurado a lo largo de varios siglos: la imagen en el recién nacido —oficialmente en diciembre de 1895— es deudora de la arquitectura, la pintura, la escultura (para la construcción de escenografías) y la danza (recordemos el célebre Baile de la serpentina de Annabelle de Edison); en la literatura encontró un manantial inagotable de historias que sigue siendo abundante (el año anterior, para mencionar sólo un puñado de ejemplos, llegaron a las pantallas grande y chica «adaptaciones» de El conde de Montecristo, Cien años de soledad y Pedro Páramo). La relación con la música se remonta, asimismo, al origen. A pesar de ser incapaz de incorporar el sonido, ya echaba mano de forma habitual de la música: con ejecutantes en la sala de proyección que en algunas ocasiones tocaban partituras compuestas o adaptadas ex profeso para la película o piezas clásicas (es decir, ya contaban con lo que más adelante se llamaría un score); es el caso, entre otras, de Nacimiento de una nación (Birth of a Nation, 1915) de D. W. Griffith, en cuyo estreno se ejecutaron composiciones de Joseph Carl Breil y del propio Griffith. 

Las virtudes de la música en el cine saltan rápidamente a la vista, o, más bien, al oído. Así se trate de un realizador primerizo o de un autor consumado. En A propósito de nada, su autobiografía, Woody Allen habla del descubrimiento que hizo cuando editaba Robó, huyó y lo pescaron (Take the Money and Run, 1969), el primer largometraje que dirigió en solitario. Después de hacer una proyección sin música, comenta, «la película resultaba fría y muda». Posteriormente, y a iniciativa de un montador, incorporó algunas canciones de jazz y la cinta se «metamorfoseó, porque el cambio fue mágico». La música aporta gracia y emoción ahí donde la acción y el montaje no alcanzan a sacudir la indiferencia. Es, diría, algo elemental, pues la música porta en sí una carga emocional tal que alcanza para «levantar» pasajes filmados sin mayor pasión. (La música y la luz, dicho sea de paso, están entre los factores que impresionan en primer lugar los afectos del espectador.) No en vano los directores debutantes incluyen en sus películas cantidades impresionantes de música: esta provoca las sensaciones que su trabajo de cámara, su dirección de actores o su falta de ritmo no consiguen. No es raro, así, que sus películas —e incluso algunas producciones de los grandes estudios— sean una especie de colección de videoclips. 

Por supuesto que la música juega otros roles en las cintas de autores cinematográficos de diversa talla. (Y por supuesto que la historia del cine sería impensable sin Nino Rota, Ennio Morricone, John Williams, Danny Elfman, Hans Zimmer y Alexandre Desplat, entre muchos otros grandes compositores.) Las películas de Stanley Kubrick, por citar un ejemplo cimero harto ilustrativo, no sabrían prescindir de ella. En Naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) la música «del gran Ludwig van» es más que un acompañamiento, es un factor fundamental que lo mismo define al personaje principal que detona la acción y se convierte en un elemento para la venganza. 2001. Odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) vibra al compás de las músicas de los Strauss: Así habló Zaratustra, de Richard, y El Danubio azul, de Johann. Es ya un lugar común afirmar que la cinta por momentos es una sinfonía audiovisual. Otro caso emblemático es Tres colores: Azul (Trois couleurs: Bleu, 1993) de Krzysztof Kieslowski. En la historia que cuenta esta es muy relevante la composición de una sinfonía, y la cinta da cuenta del work in progress. Así, somos testigos de cómo se va conformando la melodía, y la música se fusiona con la imagen porque vemos la partitura en papel de lo que oímos o escuchamos lo que se va escribiendo.

Basta un vistazo ligero a la historia para afirmar que el cine ha sacado la mejor parte en su relación con la música, que se ha alimentado a manos llenas de ella. Podría decirse, incluso, que la ha fagocitado. La música ha sido un reservorio de emociones que, reitero, a menudo los realizadores son incapaces de provocar por medio de la técnica, de las imágenes y del resto de la banda sonora, o de las historias que cuentan. Más que una herramienta, para los cineastas se ha convertido en una facilidad medianamente oportunista que hace quedar bien a su producto. Representa, más o menos, lo que la inteligencia artificial para numerosos estudiantes: sus tareas se ven bien, aunque el autor y el mérito están en otra parte. Su uso, pues, es hasta cierto punto mañoso. Como comenta el personaje principal de Madrid, 1987 (2011) de David Trueba, la música en el cine es una especie de semáforo emocional: el susodicho anota que «en las películas la ponen como señal de tráfico para los espectadores: ahora te tienes que emocionar, ahora te tienes que asustar». También hace una aseveración que puede parecer un sacrilegio: «la música estorba siempre». 

No estoy seguro de que en la sala oscura o fuera de ella llegue a convertirse en un estorbo (cabría mencionar en este punto la conocidísima aseveración de Friedrich Nietzsche: «la vida sin música es un error»), pero después de ver tanto cine me parece sospechoso su uso: apenas escucho alguna melodía en pantalla, observo con atención los demás elementos, para elucidar qué está «flojo» en la imagen. Coincido plenamente con lo que comenta Michael Haneke: «Usualmente la música es utilizada para esconder problemas de la película». Y no es que él renuncie a ella en sus cintas. Bastaría mencionar La pianista (La pianiste, 2001), cuyo título hace impensable la ausencia de la música. Hay música, pero esta no proviene del infinito y más allá (como el score, que irrumpe en momentos precisos de la trama), sino que forma parte del universo de la historia; uno sabe de dónde proviene, e incluso quién la toca: es lo que los académicos del cine denominan música diegética. En Amor (Amour, 2012), una de sus obras maestras, la pareja de ancianos protagonistas, asiste al concierto que ofrece una orquesta. Pero la cámara da la espalda al escenario y vemos a los ancianos en la sala mientras la música suena en off. Haneke construye atmósferas prodigiosas con los recursos que le ofrece la cámara y la totalidad de la banda sonora. Así imprime, además, una huella de realismo, de veracidad, que da densidad a las historias que cuenta y los temas que aborda. Y, justo es subrayar, en Amor hay algunas dosis de ambigüedad: se hacen presentes ciertos elementos cuyo origen cabría rastrear en el cine fantástico. Este afán de veracidad (Haneke afirma que «el cine es 24 mentiras por segundo al servicio de la verdad, o al servicio del intento de encontrar la verdad») fue compartido por los jóvenes rebeldes que dieron origen al Dogma 95: Lars von Trier, Thomas Vinterberg y Soren Kragh-Jacobsen. Buscaban ir contra la reinante artificiosidad que habitaba al cine en su centenario. Y lanzaron un manifiesto, dieron forma a un «voto de castidad» que debían seguir los cineastas que pretendieran realizar una película Dogma. El segundo punto del voto apunta: «El sonido no puede mezclarse separadamente de las imágenes o viceversa (no debe usarse música, a menos que se grabe en el mismo lugar donde la escena se está rodando)». De los prodigiosos resultados del casto voto dan buena cuenta los tres primeros rollos del movimiento: La celebración (Festen, 1998) de Vinterberg, Los idiotas (Idioterne, 1998) de Von Trier y Mifune (Mifunes sidste sang, 1999) de Kragh-Jacobsen. La crudeza del estilo a menudo se traduce en rudeza para el espectador adiestrado en el cine clásico, pero eso no impide que haga surgir un amplio abanico de emociones. En todo caso, el prescindir de la música a lo largo de casi la totalidad de la cinta, no impide que se haga sensible un ritmo maravilloso… y bastante musicalidad. Paradójicamente, las entregas de los jóvenes dogmáticos y Haneke materializan la ambición (o el deber) que Kubrick pensó para el cine: «Una película es (o debería ser) como la música. Debe ser una progresión de ánimos y sentimientos».

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