Ciudad de México, 1955. Su libro más reciente es León de Lidia (Tusquets, 2022).
Ojalá y hubiera anotado todas las ideas que se me han ocurrido mientras me baño. Hay días que el salto de la cama al agua tibia es inmediato. Voy del sueño, que aún está en sus vapores azules, arrastrando el cuerpo lento con ojos arenosos. En directo y sin escalas, llego a esa entrega bajo el chorro de la bendita agua mañanera. El cuerpo bajo el agua tiene una religiosidad festiva, un autobautizo cotidiano. Pareciera que se abre una especie de calendario mental. Se aterriza de un largo vuelo y una de dos: o entro en una especie de segundo sueño donde se revelan escenas de lo que literalmente viví mientras dormía o el agua que me despierta me pone práctica. Lo que tengo que hacer es distinto a lo que me gustaría, pero lo concilio, calculo el tiempo con mi torpeza habitual pensando que es más elástico, que el tiempo siempre da de sí. Soy la maestra del autoengaño por creer que al tiempo le cabe más tiempo. La mente divaga mientras lijo las plantas de mis pies y voy hablándome a mí misma con la delicia del jabón que todo lo vuelve tan resbaloso como las asociaciones libres que el agua favorece. Además, permítaseme la digresión zodiacal. Soy piscis, más pirada que el resto, más acuática, más marina, con ensoñaciones en pleno día y entonces no es extraño que me pierda pensando, por ejemplo, que quiero ir al mar mientras la manzana de la ducha me da gato por liebre. En el siglo XXI estas escenas se viven con una conciencia más educada. Ya me lo decía una persona que, por fortuna, dicho sea de paso, nunca he vuelto a ver: «La siguiente guerra será por el agua». En eso tenía razón. Entonces, a últimas fechas, con esa realidad, la entrega ha perdido extensión y sólo ha ganado destreza acrecentando el sentimiento culposo de estar desperdiciando lo que otros necesitan. En ese instante cierro la llave. No se piense que los baños son largos. Todo esto ocurre como energía radiante que se propaga igual que una onda. Vuelvo al punto inicial. Todo lo que el agua ayuda a acomodar en una regadera: he gritado eureka, he comprendido una escena brumosa de mi infancia, he resuelto una frase que no fluía, he pensado en cambiarle el título a un libro en proceso, he berreado por un amor ingrato o he tomado decisiones que van desde el tema que voy a tratar en mi colaboración hasta cómo decirle «no» a un insistente que me pide un prólogo para su libro. También escribo con el dedo convertido en lápiz gracias al vapor que transforma en un cuaderno efímero las puertas de la regadera, las puertas de la percepción. Es fascinante ver derretirse una letra, permanecer sólo unos instantes tal como tanta de la literatura que se escribe en este siglo. El agua, el agua lúbrica con la que Coral Bracho ha inundado a todos sus lectores, el agua mansa, es el pan nuestro, la oración de inicio, una bendición de privilegio para empezar el día.
No soy, lo que se dice, una nadadora, pero me fascina nadar. En esos ires y venires, igual que en el agua mañanera, también he tomado decisiones, he sentido que el agua me revela lo que la razón no llega a decirme en su vestimenta de almidón. En cambio, la tela fluida del agua enseguida me ofrece la verdad en su charola de plata. Es en ese desplazamiento, entre braceo y braceo, que pude darme cuenta o, al menos, elucubrar sobre las similitudes entre nadar y escribir poesía. Lo primero, sin duda, es el ritmo. Si lo pierdes, no avanzas. Lo segundo es escucharte por dentro, inhalar y exhalar, tal como ocurre en ambos procesos. A menos que seas un náufrago, no nadas para llegar a un lugar sino por el placer mismo del desplazamiento. En la poesía tampoco se pretende llegar a ninguna parte, aunque, insisto, vivimos en el siglo XXI y ya se alzan de pie los poetas en el podio. Con las manos en alto agradecen la ovación pues nadaron con el único propósito de llegar primero.
Diría, aunque de forma más subjetiva, que al nadar y al escribir se «acomadran», se hacen cómplices, se guiñan, los dos hemisferios cerebrales. Recordemos que en el lado izquierdo se resuelven problemas numéricos, se aprende información teórica, se hacen deducciones, mientras que el hemisferio derecho se asocia a la creatividad y a la imaginación, y por ello desempeña un papel fundamental en la regulación afectiva, en la percepción de las emociones, propias y ajenas, y en la maravillosa experiencia de la empatía. Quiero imaginar que la gente que carece de esa función empática es enemiga del agua. Después de nadar un kilómetro, de jugar conmigo misma como si la superficie del agua y mis ojos fueran una cámara de cine que registra esa línea delgada y fronteriza entre el aire y el agua, me entrego a una especie de levitación horizontal. Allí, después de un rato, me he convertido en un animal ebrio de existencia. Al salir, lo que más he ejercitado es el espíritu. No quiero abusar de idealizaciones, pero creo reconocer esa función tan similar en la escritura de la poesía. No en vano Gaston Bachelard asoció el agua a los sueños, a la materia. Indagó en el poder sanador del agua. Dice Bachelard, en traducción de Ida Vitale: «El agua tiene también voces indirectas. La naturaleza resuena con ecos ontológicos. Los seres se responden imitando a las voces elementales […] El arte necesita instruirse sobre los reflejos, la música necesita instruirse sobre los ecos. Se inventa imitando». Bachelard es la Santa Biblia de los poetas. Se dice que Dios, antes de separar los cielos de las aguas, consultó a Gaston Bachelard y este le respondió que el tiempo es una ilusión que sólo puede ser domesticada por el arte. Dios lo desatendió y concibió, el último día de la creación, el jardín de las delicias, y de allí surgió lo que ya sabemos. Voy pensando en todo esto mientras avanzo de una orilla a otra y en vez de contar sílabas cuento las vueltas que he dado y sé que una especie de anestesia benéfica me espera a la salida, y que al haber nadado no construiré un cuerpo de revista, pero, al menos, por unas horas, seré una mejor persona sólo por haber flotado una hora en mi imagen atónita del agua.