(La Habana, 1985). Crítica y curadora de artes visuales. En 2015 obtuvo mención en la categoría Reseña del Premio Nacional de Crítica Guy Pérez Cisneros.
Hace poco descubrí la nieve, esa sensación rara de estar perdida en medio de la nada. Yo iba de camino a una tiendita a comprar dos o tres boberías, la nieve acababa de caer, y me bandeaba con cierto esfuerzo por sobre una superficie que parecía el suelo sin barrer de una nube. Una nube a ras del suelo, pongamos. El caso es que todo estaba enloquecidamente blanco, suave, frío, y que así, de pronto, a mí me entraron unas ganas absurdas de acostarme en aquella alfombra hinchada que empapelaba, con sus diez centímetros de grosor, las casas y los árboles y las calles de la ciudad de Montreal. Donde quiera que yo miraba: el blanco; hasta que, en efecto, me tiré boca arriba en una esquina del parque y clavé los ojos en el cielo tratando de entender, con las manos y los pies entumidos, aquel estado imposible en el que no existen los límites físicos de las cosas. Parece un tremendismo mío, pero allí, sola, sin otro anclaje a la realidad que el trozo de azul del abrigo que se me colaba, de contrabando, por la periférica, recordé, yo creo, con la memoria de la especie, que es la memoria de mis abuelos y mis padres, y también la memoria de mi hijo. Pensé en cuanto viene conmigo a la nieve desde el mar hirviente de la isla, y en lo que he ido hipotecando en el trayecto; en la bisagra de tiempo que superpone con triste torpeza la versión primera con la versión segunda, tercera, hasta el infinito que es ahora un país bajo cero, de la persona que se supone que soy. Y deseé que en la tiendita vendieran mi Minerva favorita, sabiendo, claro, que es ése un deseo demasiado mexicano como para que se le cumpla a una cubana así de fácil, así de lejos. Y me dije que quizá mi madre estuviera, en ese mismo momento, repasando desde su sillón en La Habana alguna de las imágenes de cuando yo era niña y me acostaba en la arena bajo el sol inclemente del verano. Siete años y la vista fija en el cielo impermanente de los que terminan marchándose a ninguna parte. Porque algo tenía que establecer, por debajo de semejante ilusión de aislamiento, alguna conexión concreta con el mundo que desaparece a fuerza de reconstruirse en seco, recuerdo sobre recuerdo sobre recuerdo.
Supongo que estuve ahí tendida unos cinco minutos, pero el tiempo del pensamiento no puede replicarse en el tiempo de las palabras, que es siempre mucho más abrupto e impreciso y que toma atajos insospechados para configurar sus propias rutas. En esos cinco minutos, o tres, también me vino a la cabeza un documental que había visto cuando estudiaba en la preparatoria, que aseguraba que el cuerpo humano se está clonando constantemente a sí mismo. Durante ese acto progresivo de copia va cometiendo pequeños errores, de manera que poco a poco, pensé mientras me quitaba uno de los guantes para agarrar un puñado de nieve y aventarlo al aire, las personas van convirtiéndose en otras, un día un poco y otro día demasiado, hasta que son unos completos extraños. ¡Qué idea tan desconcertante!, y acto seguido reparé en que mi abuela materna, en mis recuerdos y sueños, es siempre la misma mujer de esa fotografía sepia con las esquinas comidas por el moho, que tomaron en un estudio de Guanabacoa cuando yo todavía no pensaba nacer. Mi abuela lleva varios años muerta, y antes de morir estuvo mucho tiempo enferma. Sin embargo, nunca fue más enfáticamente ella que durante esa foto. Cuando yo la conocí ya parecía cualquiera de las ancianas con las que tropiezo a diario en los supermercados, sólo la voz y cierta irreverencia en su mirada tiraban hacia atrás como lo haría el hilillo de una blusa ensartado, por accidente, en una astilla. Mi abuela no conoció la nieve ni pensó jamás en ella, y ese hecho irreversible me hizo sentir desamparada mientras seguía recostada tratando de distinguir volúmenes y formas entre tanta cosa idéntica. ¿Qué parte de ella, pues, había llegado hasta mí salvada de la corrupción que es la vida y su obstinado gusto por la regeneración? ¿Qué parte persistiría después de su tiempo, el mío, el de mi hijo? Si lo supiera, me dije, podría aferrarme a ese punto de luz como a un bote salvavidas en el mar eterno de los extraviados (un mar, bien lo sé, sin bordes ni orillas, en el que es mejor no patalear o bracear a la desesperada si no quiere uno hundirse en sus aguas profundas).
La memoria, naturalmente. El limbo en donde las historias se están sucediendo en bucle, reiniciándose cada vez que nos acercamos a ellas y prestamos atención. Pero entonces, y aún acostada sobre la gasa blanca que cubría la ciudad, una gasa hasta ayer ajena y que en mi imaginación tropical se había figurado siempre como una verdadera postal navideña de esas que reciben, con cierta incredulidad —¿de veras existe ese mito llamado nieve?—, los que viven en las islas, recordé un pasaje desolador de un libro de Vila-Matas en el que, según eso, Borges le decía que tal vez no tengamos recuerdos verdaderos de nuestra juventud, puesto que la mente humana es incapaz de devolvernos al momento exacto de las experiencias. Sólo puede trabajar, y trabaja, explicaba más o menos el texto aquel, a partir de facsímiles que se la pasan emulando lo que, se supone, debimos haber vivido. Imágenes de las imágenes, que dan el plante por un tiempo pero que, a la larga, extravían por el camino la pieza clave que permite rearmar el teatrico de los recuerdos y hacen que todo —el novio de la preparatoria, las amigas de la primaria, el tercer beso, el quinto cigarro— se vaya por el tragante. Como cuando uno, de niño, repetía muchas veces una palabra o una frase en voz alta, tantas veces que el sentido desaparecía y sólo quedaba el cascarón sonoro cual ritual antiguo que nadie sabe de dónde viene ni por qué misteriosa razón continúa practicando. Yo entendí, por supuesto, que un arco muy claro se trazaba sobre el cielo de la ciudad a esa hora precozmente oscura de los círculos polares en el invierno, para conectar la imposibilidad biológica de la permanencia con la imposibilidad cerebral de salvaguardar los recuerdos. Y un calambrazo me recorrió la columna vertebral y me hizo sudar frío a pesar del frío. Pero seguí allí, tendida, anclada aún al joven rostro de mi abuela que se me aparece en sueños y me habla con esa voz tan cálida, tan del pasado.
Y cuando el cuerpo venoso de un pino se meció encima de mí y dejó caer sobre mi rostro un polvillo de nieve que parecía un polvillo mágico de ésos de las películas infantiles, fue como si viera la palmera aquella que, fuera de la celda de Wilbourne, le trajera al amante los últimos días en la casita rentada de la playa, y le trajera, por tanto, a Carlota, su cuerpo, su amor, esto es, todo cuanto merecería ser recordado jamás por alguien. Un pino es lo mismo que una palmera si el viento sopla lo suficientemente fuerte. Yo recordé, también, a menos tanto bajo cero, el tiempo de las vacaciones escolares con sus viajes a la única heladería del barrio y los fines de semana en Guanabacoa, al chico que me gustaba en la adolescencia, a mi madre secándome el cabello luego de nadar en Varadero. Yo recordé, creo, con la memoria de la especie. Recordé nada en particular. Ante la posibilidad de una muerte por envenenamiento, Wilbourne se había preguntado a dónde iría a parar su vida previa más allá de él. Decía: «Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser, todo el recuerdo dejaría de ser». Pero qué memoria, me repetía yo, si no existe, en realidad, una memoria fiel de nada sino el embuste de recuerdos que nos fabricamos para no enloquecer del día a día. De la misma forma que no existe, eso me dije, un solo padre, amigo, hijo al que se pueda regresar con la certeza de que algo en ellos, o en uno mismo, por mínimo que sea, se mantiene intacto tras el hecho demoledoramente simple de continuar vivos.
En esos cinco minutos, a poco que lo pienso, el parque se fue tornando aun más blanco, tal vez por desgaste, o por el convencimiento íntimo —un ejercicio que la ciudad vuelve a hacer cada año— de que en enero sólo se puede caminar hacia allí, hacia el blanco. La mano desenguantada, al borde mismo de la congelación, comenzó entonces a hurgar entre el grumo levísimo de la nieve. Me obstiné en abrir un hueco y tocar, con esa mano helada, una de las raíces del pino. Los pinos no se sostienen a base de tronco seco, sino de una raíz tibia que almacena el verdor permanente de sus hojas en forma de agujitas. Yo no supe qué poderosa fuerza me impulsaba a cavar y cavar, y tampoco cómo es que los dedos podían resistir semejante nivel de frío. Pero terminé dando con algo, algo que yo supuse era la raíz más bella que hubiera visto nunca. Apenas un rectángulo color café en el corazón del invierno. Y de algún modo me sentí más reconfortada en mi choque cultural con la nieve. Porque una raíz es una conexión, aun si la planta no está atornillada al suelo, tocando tierra firme. Aun si va con uno para arriba y para abajo. Es una verdad de fe, diríase, la piedra basal que lucha contra la dispersión del trayecto. La vertical.
Tras un rato tirada en el parque aquel me incorporé y me dirigí hacia la tiendita. Lo hice a toda velocidad, esperando que nadie me estuviera viendo desde alguno de los balcones blancos de Montreal. Luego de dos cuadras difíciles de sortear, llegué al punto en el que los colores, de golpe, se restauraron. Entré al establecimiento y fui directo al estante de las cervezas. Hay teóricos que afirman, lo busqué después de llegar a casa, que sí existe una memoria original, sólo que ésta, de tan bien guardada, nos es inaccesible. La protegemos, a la memoria, de nosotros mismos. Como una línea de puntos discontinuos de esos libros de actividades para niños, mi mente se fue hacia Guadalajara. Una Minerva, repetí en silencio, una Diosa Blanca con el sabor de las mandarinas de la preparatoria en Cuba y del cilantro fresco de los tacos que adoro. Una Diosa Blanca. Pero en el frigorífico aquél sólo había Coronas, muchas botellas de ese líquido clarucho que también es México fuera de México. Pos ni modo, me dije, éste puede ser, hoy, mi punto de referencia. Cargué con dos six de Corona e hice el trayecto de regreso mucho más ligera. A la vuelta, en el parque blanco, volví a ver el rostro increíblemente joven de mi abuela Lina.