Una noche de mil / Bruce Swansey

Otilio Pietrasanta detestaba los hoteles en general y particularmente los que debía usar a menudo. Tal disgusto obedecía a su temor de que cada viaje fuera el último. A no ser que hubiera un negocio que lo mereciera, trataba de evitar desplazarse en verano porque las hordas le producían ataques de claustrofobia. Y aunque podía permitirse viajar en first class, prefería confundirse con la multitud porque valoraba su aspecto ordinario.
     No era ciego, y el espejo le devolvía un rostro que siempre le había parecido una papa recién desenterrada. Algo había, sin embargo, en su barbilla prominente y en la nariz bulbosa, que su abuela, senil al punto de confundirlo con su marido cuando los dos eran jóvenes y apasionados, le decía con los ojos brillantes: «Ven a mis brazos, Otilio Pietrasanta, vértigo de las alcobas».
     —Otilio Pietrasanta, «vértigo de las alcobas», ¿qué tal? —murmuró con sorna ante el espejo.
Pietrasanta era un perro apaleado en busca de dueño, aunque sin proponérselo su apariencia lo disimulara: aunque bajo de estatura, era robusto y tenía un semblante que inspiraba respeto.
     Mientras sacaba de su maleta —adquirida en la Vía Montenapoleone, porque a su mujer le gustaba gastar dinero y Milán ofrece muchas oportunidades para derrocharlo—, arrugó la cara al recordar cuando su esposa le anunció que lo suyo era imposible.
     Se le perló la frente. Desde entonces padecía colitis. Y no a causa de los gastos en los que había incurrido al separarse, sino porque auténticamente Otilio Pietrasanta era hombre de familia. Sin Giuliana se sentía perdido. Y como el matrimonio sólo había procreado hijas y todas habían sido solidarias con la madre, poco importaba que ésta se hubiera abandonado en brazos de su instructor de yogalates, menor en edad pero mayor en atributos que resultan definitivos cuando las señoras consideran haberse sacrificado lo suficiente. Otilio estaba solo.
     —Perdido. Estoy arruinado. ¿A dónde voy con mis cincuenta años a cuestas?
     Pensó lo viejo que era mientras desempacaba en su habitación del hotel de la Terminal 2, suspirando al pensar que había perdido cuanto le importara en el mundo y con ello la vida.
     —Mejor hubiera sido viajar en el avión que se hizo añicos —se dijo frente al espejo del baño.
     Pero estaba vivo, y despojándose de la ropa se metió bajo la regadera humeante. El chorro caliente lo reanimó. El agua que le caía sobre el rostro se llevaba algo de su tristeza. Pero cuando se secaba, miró el espejo y a pesar del vapor la sensación de bienestar se desvaneció.
     Permaneció de pie en el centro del baño, pensando que debía terminar de vestirse y bajar a cenar, pero le fue imposible romper el cerco de su desnudez perpleja. Miró sus pies que destacaban sobre la palidez del piso y vio las gotas que resbalaban y caían al suelo.      Temía permanecer así un día cualquiera, suspendido sin que nadie pudiera ayudarlo a salir de sí, pero se vistió y salió al pasillo.
     En el espejo del elevador confirmó su fealdad, disimulada por el saco azul marino y la camisa blanca, y pensó que sus transacciones pasaban por una compleja red que beneficiaba a todos, menos a los saqueadores de tumbas. Es cierto que les pagaba en efectivo más de lo que esperaban. También que no olvidaba enviarles cochinos lechales cuando tenían fechas importantes que celebrar, para asegurarse su lealtad. Pero, en comparación con lo que sus clientes depositaban en su cuenta en Suiza, era una bicoca.
     Se instaló en la barra porque estaba vacía y porque el espejo del fondo le protegía la espalda. Desde ese puesto no se le escapaba ningún movimiento. No sentía su vida amenazada, pero la experiencia le había mostrado el valor de ser precavido.
     Ordenó una botella de Valpolicella que planeó llevarse a la mesa. Era hombre parco y, a diferencia de sus colaboradores, quienes celebraban el éxito ahogándose, Pietrasanta prefería permanecer sobrio. Era mejor para los negocios.
     —Y tráeme nueces.
     El barman desapareció con la sutileza de un fantasma, y en el espejo vio atravesar el bar a una mujer que le pareció parida por las hadas. No es que fuera especialmente joven. Además, sus rasgos no correspondían a los de una mujer tradicionalmente bonita, como Giuliana. Era rubia, el cabello liso y cortado a la altura de la nuca enmarcaba un rostro anguloso, en cuyo centro se alargaba la nariz fina y recta.
     La desconocida se acercó y se sentó en la barra. Llevaba un traje sastre de lana muy ligera color crema y blusa oscura, un bolso rectangular abullonado y zapatillas negras que subrayaban la delgadez de sus tobillos y pies.
     Se revolvió en su silla, y cuando el barman escanció un poco de Valpolicella para que lo catara, Otilio miró furtivamente a los lados.
     La mujer ordenó una copa de vino y luego se abismó en la lectura. Como no estaban sentados muy lejos uno del otro, pudo apreciar que los ojos de la desconocida eran ambarinos, casi dorados.
     «Ojos de gato», pensó, ponderando los reflejos que imaginó con vetas de jaspe. Vio a la mujer reflejada en el espejo como quien se atreve a mirar el sol que hace tiempo no lo alumbra, y bebió a su salud en silencio.
     El barman reapareció con la copa para la mujer, y, cuando volvió a esfumarse en la penumbra, sus miradas se cruzaron. Otilio, que había apurado ya la primera para darse ánimos, levantó la copa en señal de brindis, que ella correspondió amablemente.
     —¿Qué lee?
     —Un libro de cuentos —contestó la desconocida.
     —¿Le gustan?
     —Mucho. Son breves, pero cada uno crea un mundo.
     Otilio quedó deslumbrado. Acostumbrado como estaba a los monosílabos de Giuliana, le pareció que la desconocida se expresaba «como libro».
     —¿Y a usted?
     Otilio se turbó, sonrojándose como adolescente. Se vio en el espejo y le pareció que cobraba el aspecto sombrío de un betabel.
     —¿Cómo?
     La mujer sonrió.
     —Leer. ¿Le gusta leer?
     Otilio nunca había leído un libro entero. Se sintió imbécil, inadecuado, perdido. Pero recordó las anotaciones sobre las piezas con las que traficaba y que enviaba a sus clientes, los catálogos de los museos en cuyas colecciones aparecían y algún artículo dedicado a piezas que Pietrasanta había sido de los primeros en tener en las manos. Esos rastros de una vida por así decirlo fragmentada y fosilizada, que para él tenían un valor comercial, cobraron súbitamente otro significado.
     —No, digo, sí, pero más bien leo, ¿cómo le diré?, leo cosas que tienen que ver con antigüedades.
     La mujer abrió los ojos en señal de sorpresa e inclinó la cabeza ligeramente a la derecha, animándolo a ampliar el comentario.
     —Pues sí. Eso leo.
     —¿Es usted arqueólogo?
     —¡Qué va! —dijo Otilio, halagado de que una mujer tan distinguida lo tomara por alguien que había ido a la universidad.
     —No, soy comerciante.
     La mujer sonrió como quien simpatiza ante una carencia secundaria. Mejor así. En su experiencia, los hombres ilustrados resultaban más difíciles, aunque recordaba algunos con los que había intercambiado gratamente historias. Su memoria estaba poblada por hienas que trotan en la campiña inglesa como mascotas, animales que deciden liberarse del yugo humano, amigos que se encuentran ya ancianos para confesarse una deslealtad cometida con la misma mujer, jóvenes que avanzan por caminos sinuosos internándose en la oscuridad del bosque bajo la lluvia, asesinos que abandonan el relato para internarse en el espacio del lector transformado de pronto en víctima, hombres que caminan como fieras enjauladas las habitaciones sofocantes de un hotel en un puerto remoto, apuestas para arrebatar la virtud de damas que ceden enamoradas para darse cuenta de la burla atroz de la que han sido objeto, perros que intercambian opiniones desoladoras sobre la humanidad, venganzas que consisten en dejar libre al criminal en desiertos interminables, encuentros con monstruos agobiados por la soledad, y sobre todo una joven que conserva su vida a cambio de contar historias cada noche.
     —Aunque mi negocio algo tiene que ver con la arqueología.
     Y cobrando ánimo se acercó.
     —Pero déjeme presentarme: Otilio Pietrasanta. Mucho gusto.
     Una mano delicada, pero firme y cálida, estrechó la suya. El contacto no había sido esquivo, pero tampoco excesivo.
     —Imelda Carter. El gusto es mío.
     Con una discreción que Otilio recompensaría, el barman acercó la botella de Valpolicella y una copa limpia.
     —¿Puedo ofrecerle un poco de vino?
     Imelda aceptó con una leve inclinación de cabeza.
     —Salud —dijo Otilio, súbitamente alegre.
     —Por las antigüedades. Debe de ser un negocio fascinante. ¿Algún periodo en especial?
     Imelda pensó en porcelanas chinas y sillas Luis xv, en retratos de damas pálidas y relojes que sugieren arañas petrificadas, en jarras y cubiertos de plata, en candiles y cómodas venecianas, en alfombras adquiridas en Samarkanda.
     —Pues sí. Las antigüedades que vendo son muy antiguas, quiero decir —se corrigió avergonzado— que no son objetos viejos arrumbados en las tiendas. Son cosas hechas cuando la humanidad era joven y la belleza formaba parte de la vida diaria como un ideal.
     Otilio se detuvo un instante, placenteramente sorprendido por una elocuencia que ignoraba poseer.
     —Quiero decir que son objetos extraordinarios, milagrosamente salvados de la destrucción del tiempo. Me hacen pensar en una época cuando la gente estaba más en contacto con la naturaleza y menos lejos de sus orígenes, que celebraban pintándolos en los muros de sus hogares y en los utensilios de uso diario como las ánforas, por ejemplo.
     Imelda lo escuchó con genuino interés. Imaginó bestias trazadas en los muros de una cueva, convocadas mágicamente para darles caza. Imaginó hombres con cabeza de chacal, estatuas de gatos y efigies monumentales calcinadas bajo el sol llameante.
     —¿Arte egipcio?
     Otilio contempló el rostro de Imelda y le pareció notablemente hermoso. Experimentó una atracción irresistible, encantado por la dorada serenidad de sus ojos, que lo contemplaban como si nada ni nadie más existiera en el mundo. Respiró profundamente antes de responder.
     —No. Griego. Bueno, también algunas piezas romanas.
     Sin poder contenerse la invitó a cenar, y, para su sorpresa y júbilo, aceptó. Mientras caminaban al comedor, Otilio tuvo la sensación de que se conocían desde hacía mucho. Una sensación de cercanía bienhechora lo invadió, haciéndolo además sentirse orgulloso de ir al lado de una dama cuyo refinamiento no pasaba desapercibido. Se sintió iluminado por su presencia.
     Al principio habló demasiado de caparazones de bronce, frescos como el de Dionisio proveniente de Pompeya, mobiliario que acompañaba los entierros, grandes pelike o vasos con asa doble e inscripciones, dagas con empuñadura de hueso, adornos para caballos, joyas de oro, estatuas con tema mitológico y hasta juguetes, como las muñecas pompeyanas cuyas reproducciones ahora pueden comprarse en el Museo Getty en California.
     La cena transcurrió con el entusiasmo de una primera cita. Otilio sintió que, aparte de su abuela demente, quizá por primera vez una mujer lo veía y escuchaba. La experiencia lo hacía sentirse joven de nuevo, como si hubiera recuperado la inocencia que alienta las esperanzas. Se sentía ligero. En cuanto a Imelda, nada humano le era ajeno y el negocio de su interlocutor era genuinamente interesante.
     —¿Un kouros?
     —Es una escultura del periodo arcaico. Representa a un joven. Es una escultura muy bella. Hay gran interés entre los museos y los coleccionistas por estas piezas. En Japón se mueren por ellas.
     Y llevado por el gusto que le producía acaparar la atención de Imelda habló con entusiasmo de su trabajo, que se llevaba a cabo fundamentalmente en Liguria, Etruria y Sicilia. Era un trabajo arduo y arriesgado, pero con los años Pietrasanta se había vuelto un auténtico conocedor.
     —Era muy joven cuando empecé en este negocio. Casi un niño.
     Y en el silencio que sobrevino recordó su iniciación como tombaroli o ladrón de tumbas. Lo habían elegido a causa de su delgadez.      Lo amarraron a una soga y después de darle un pabilo humeante había penetrado por un hueco y, columpiándose en la oscuridad, había bajado hasta desaparecer.
     —¿Qué ves?
     No veía nada, salvo las paredes de roca sepia que tan pronto se acercaban volvían a alejarse a medida que él continuaba su descenso iluminado por los chisporroteos de la vela.
     —¿Ves algo ahora?
     Pero no veía nada, fuera del pasadizo áspero en el que el aire comenzaba a enfriarse y adquirir la densidad de los lugares sellados. Ignoraba cuánto tiempo había durado el descenso, hasta que sus pies se apoyaron en algo que parecía no formar parte de la roca, porque sintió que se movía. Con cuidado, tal como le habían dicho, se inclinó para tocar con la mano lo que yacía a sus pies. La superficie era redonda, y después de palparla un momento descubrió una especie de entrada que le permitió izarla hasta la luz. Lo que apareció ante él fue un cráneo que súbitamente se agitó en su mano. Pensando en seres sobrenaturales y en demonios, Otilio lo dejó caer. Alzó instintivamente los pies y se inclinó para alumbrar el sitio donde lo soltó, precisamente en el instante en el que emergían de las cuencas que albergaran los ojos unas serpientes, que silbaron deslizándose en la oscuridad.
     Imelda comprendió que aquel silencio no era un vacío en su conversación, sino que concentraba una marea creciente de pensamientos. Guardó silencio, pero extendió su mano hasta la de Pietrasanta. El contacto inesperado lo estremeció volviéndolo a la realidad de aquel encuentro que juzgaba providencial. Vio a Imelda sonreír y renovó su conversación.
     Los objetos que había vendido recientemente eran una kratera del siglo iv A.C., decorada con la leyenda del rapto de Europa, utilizada para mezclar vino, y un busto de Adriano en mármol.
     El nombre del emperador evocó a Capri, en un atardecer en el que súbitamente se habían formado dos remolinos de aire y agua cuyos vértices, uniéndose, se condensaban en espuma. Y alturas vertiginosas desde las cuales espejeaba el mar. Una geografía solar.
     —Los objetos que más me gustan son los que cuentan historias —le dijo a Pietrasanta.
     —Entonces le va a gustar mucho una jarra de tres asas que tengo en mi bodega en Basilea. Es pequeña, apenas unos cincuenta y dos centímetros de alto, pero debe de haber sido hecha alrededor del año 500 A.C. Representa una leyenda que Homero cuenta:      Dionisio transformando a los piratas del Tirreno en delfines y luego a los hombres-pez arrojándose al agua.
     —Las metamorfosis —dijo ella— me recuerdan a Cipión y Berganza, el relato de Cervantes donde un par de perros discuten la condición humana. Los temas clásicos nunca nos abandonan.
     Pietrasanta la miró arrobado. Imelda no sólo era guapa y distinguida, sino también culta, una combinación completamente ausente en su vida. Porque Giuliana era bonita y vistosa, pero ignorante y, a fin de cuentas, una chica de pueblo que de pronto contaba con dinero para gastar a montones. Pero lo que más lo alegró fue sentirse comprendido y casi arropado. Sintió que, al contrario de lo que su mujer le había hecho creer, él, Otilio Pietrasanta, también podía atraer la atención de una mujer superior.
     Confirmó que la elegancia de su compañera de mesa era auténtica, a juzgar por la seguridad con la que manejaba los cubiertos, la delicadeza con la que comía el pescado y el pausado aplomo para comer y beber, disfrutándolo todo.
     —¿Le gusta cocinar?
     —No.
     Y los dos rieron sin saber por qué.
     —Pero tengo imaginación y me gusta reconocer en la lengua y en el paladar esos otros relatos que llamamos recetas. ¿Podemos tutearnos?
     Pietrasanta sonrió como si hubiese tenido una visión beatífica.
     —Piensa en algo tan simple y tan gustoso como las aceitunas, cuyo nombre nos viene del árabe y ya por eso sugiere intercambios fabulosos. Pero también la leyenda que las vuelve el símbolo de la cultura sedentaria, cuando Atenea regala a los griegos el árbol del olivo. ¡Y no es más que una aceituna, como la que aparece en este plato!
     Junto a Imelda, el mundo se transformaba en un vasto libro en el que todo tenía sentido. Esta sensación incluía su vida, redondeándola. Los imaginó juntos en Kyoto, antes de reunirse con los señores Horiuchi, o caminando a orillas del lago en Ginebra, o de la mano, contemplando el vuelo de los tejados en Perugia, o en un convertible, costeando el Pacífico rumbo a San Francisco. Una sensación de plenitud lo hizo sonreír, como si el sauterne que Imelda había elegido para el postre lo hubiera embriagado.
     —Es muy difícil explicarte esto, pero, ¿cómo diré?, quisiera… Me gustaría que… Pero no quiero ofenderte. Me gustaría que pasáramos la noche juntos. ¡No! Quiero decir que me gustaría que esta noche se alargara para seguir conversando y conocernos mejor.
     Imelda permaneció inmutable durante un momento, la mirada fija en la copa de sauterne, a la que después de dar un trago sonrió ligeramente.
     «Tiene los ojos del mismo color ámbar», pensó Otilio, admirando los reflejos dorados del vino en los ojos de Imelda. Hubiera querido besar sus párpados pálidos.
     —¿Quieres que te cuente una historia antes de dormir?
     Cuando se dirigieron a su habitación, Otilio asumió que Imelda se encontraba, como él, en tránsito hacia otro país. Se le ocurrió que no debía tratarse de un viaje de placer, porque la elegancia de su atuendo le parecía más propia de alguien que se encuentra en un viaje de negocios. Pero descartó la idea porque su apariencia era la de una señora burguesa, no la de una ejecutiva ni la de una burócrata, que al fin y al cabo van uniformadas. Debía de ser una señora rica, de paso hacia una ciudad remota adonde se dirigía para visitar amistades o familiares. Se había fijado en sus manos y no tenía argolla de matrimonio, detalle que lo hizo albergar esperanzas, porque, mientras le franqueaba la puerta, pensó lo feliz que sería si su vida transcurriera en compañía de Imelda Carter de Pietrasanta.
     La habitación era amplia y tenía una pequeña sala.
     —¿Puedo ofrecerte algo de beber?
     Imelda negó con la cabeza.
     —Gracias —dijo, pensando en la historia que le contaría mientras daba unos pasos por la habitación. Recordó la del huerto de olivos porque sucedía en un ámbito similar al de las antigüedades griegas, pero la descartó porque lo que en ella importaba era el instante que precede a un deseo que, para saciarse, debe abrasarlo todo. Luego, por asociación, recordó la del silfo, pero, como todo libertino,      Crébillon terminaba siendo un moralista árido.
     ¿Qué podría contarle a Pietrasanta que lo hiciera feliz y lo acompañara en el sueño? Lo que más le importaba a Imelda era encontrar historias adecuadas para cada persona. Había quienes necesitaban oír algo que les hablara de sus problemas y les ofreciera una solución, mientras otros preferían una ilusión fantástica que les diera acceso a la voluptuosidad del pavor. Había quienes deseaban escuchar relatos que les brindaran una enseñanza, en tanto otros buscaban en los mundos ficticios a quienes habían amado; mundos fantasmagóricos que les brindaban una suerte de restitución. Independientemente de los motivos, todos deseaban oír algo que les diera lo que la vida les negaba.
     Miró a Pietrasanta y sintió una profunda simpatía por él. Su mirada era franca y directa, como si, a pesar de las inevitables desilusiones y las traiciones de la edad, hubiera subsistido en él la pureza. La conmovió esa forma de mirarla. Pensó lo distinta que sería la vida a su lado. La ilusionó pensar que nunca era demasiado tarde para compartir la soledad y hacerla llevadera. Recordó que hacía mucho no dormía con alguien abandonándose con plena confianza al sueño y a los extraños viajes que el alma emprende. Se sintió súbitamente cansada.
     Pietrasanta esperaba, sin que el silencio que se había abierto como un estanque lo mortificara. Había algo reparador y sereno en esa ausencia de palabras, porque implicaba otros modos de comunicarse. Suspiró profundamente, deseando que el tiempo se detuviera en ese instante de perfección.
     Aunque quería confiarle sus pensamientos calló. Le pareció que cualquier sonido rasgaría la piel del instante. Hubiera permanecido así el resto de su vida.
     Sucedió que después de un rato de haberse sentado, los dos rompieron el silencio al mismo tiempo y con las mismas palabras.
     —Hace mucho tiempo…
     La risa los interrumpió. Pietrasanta le extendió la mano, que aceptó entre las suyas, renovando mediante el contacto una sensación de profundo bienestar.
     La narradora se convirtió en la receptora atenta a la voz velada y grave. A medida que escuchaba, pensó en cuán estable era esa voz, aun conservando la emoción que se filtraba modelándola. Otilio le contó su historia. Y ella pensó con nostalgia en los intentos por contar la suya sin que a nadie le interesara escucharla.
     —Hace mucho tiempo mi abuela me contaba historias en la cama. Muchas veces eran acerca de la gente que conocía y otras eran sobre gente que había muerto. Pero en su mente, ahora me doy cuenta, las confundía: los muertos estaban tan vivos como nosotros o más. Yo tenía apenas siete años cuando ella ya había perdido la razón. Pero ninguno de los dos lo sabíamos. Venía hacia mí con los brazos abiertos y me cargaba cantando y me llevaba al mar y me decía que en cada gota estaba Dios. Y yo miraba las gotas en su cabello y las que resbalaban de sus mejillas y pensaba que Dios vivía en su piel. Me acabo de dar cuenta de que mi abuela tenía los ojos color ámbar, como tú.
     —Hace mucho tiempo hubo una mujer que se consideraba desdichada. Se sentía sola, en lucha contra un medio hostil. A la muerte de su padre había heredado una granja en un lugar lejano y aislado. La tierra era pétrea, cubierta la mayor parte del año por costras agrietadas por la sequedad y después inundada por lluvias torrenciales que infestaban el aire de moscas. La mujer contemplaba aquel páramo que su padre le había heredado y pensaba lo difícil que era extraer cualquier fruto de esa tierra dura y mezquina. Pero, aunque a menudo se sentía triste, continuaba trabajando largas jornadas, hasta que se dormía de pie. Ya nada le dolía, y cuando la noche se cerraba sobre ese páramo en el que no había dónde descansar la vista, la mujer se retiraba a su habitación. Dormía con un sueño tan profundo que, cuando su sirviente la despertaba, trayéndole un tazón de té humeante y un trozo de pan, le costaba trabajo aceptar que estaba viva.
     Imelda se incorporó extendiéndole una mano. Otilio adelantó la suya y se dejó llevar a la cama, impecablemente hecha y ya abierta.      Aceptó dócilmente que Imelda lo arropara como una criatura encantada de ser protegida de las brujas que acechan bajo la cama y a las cuales ya no teme.
     Se estremeció bajo las mantas.
     Era feliz. No de nuevo, sino auténticamente feliz.
     —Después de muchos años y esfuerzos, aquella extensión inhóspita de tierra había dado frutos. Entonces la mujer decidió que, además de ir al mercado, podía permanecer una noche en el pueblo. La primera vez que decidió quedarse en el hotel local pensó que era un error, y se sintió profundamente avergonzada de gastar parte del dinero que tan arduamente había obtenido. Pero pronto encontró a una antigua condiscípula casada con un señor local, quien insistió en que la acompañara a casa a cenar la siguiente semana.
Imelda se despojó de la ropa, y, quedándose en un slip oscuro, se metió a la cama. Reposó sobre su lado izquierdo y con la derecha tomó la mano derecha de Otilio. Su rostro tenía la placidez de quien reposa profundamente pero permanece atento.
     —La mujer se vistió como hacía mucho tiempo no lo hacía, por una cuestión de respeto hacia su antigua amiga, y se presentó puntualmente en la casa. Se encontró en una sala espaciosa y cálidamente iluminada, los ventanales abiertos de par en par a un patio interior del que llegaban oleadas de limón, que aspiró profundamente, distinguiendo además otro aroma más dulce. Giró sobre sus talones y vio a un hombre que le pareció resplandeciente.
     Otilio llevó la mano derecha de Imelda hasta sus labios.
     —La anfitriona la abrazó y le presentó a su marido. La velada transcurrió gratamente y, al despedirse, la joven le hizo prometer que los visitaría la siguiente semana. Así lo hizo, y, despidiéndose, marchó a su pensión. Los sueños más felices la acompañaron toda esa noche y a lo largo del camino de regreso y aun de la semana, aunque hacia el jueves se apoderó de ella cierta impaciencia, que el viernes fue insoportable. El camino al pueblo le pareció eterno, y el sábado se arrastró en medio de negocios que apresuró. Se retiró pronto para acicalarse y estuvo lista mucho antes de que cayera la noche. Recorrió su habitación tantas veces que, abajo, la dueña de la pensión se preguntó qué haría su huésped, y cuando por fin vio que ya se acercaba la hora en que podía caminar a la casa de sus amigos, tuvo que contenerse para no correr.
     —Estaba enamorada.
     —Sí. Y el hombre también. Las visitas continuaron hasta el punto en que Celia, así se llamaba la mujer, se convirtió en alguien a quien las sirvientas ya no consideraban una visita y a quien los dos hijos de su amiga llamaban «tía».
     Otilio se preguntó por la continuación de la historia, aunque deseaba que no terminara jamás.
     —Pasaron los años y el marido de su amiga cambió. Se volvió impaciente por detalles que para cualquiera hubieran sido insignificantes. Algo lo había transformado a tal grado que ella era la primera en recriminarse por sus estallidos de cólera, a la que seguían periodos de melancolía intensa.
     —Un neurótico —dijo Otilio, incapaz de reprimirse.
     —Pues sí, un neurasténico, como lo diagnosticó el doctor, que sugirió un tratamiento lejos de la familia. Cuando llegó la hora de partir, Armando pidió que sólo Celia lo acompañara a la estación.
     «Claro, ya lo sabía yo, ¡eran amantes!».
     —Había pocas personas en el andén esa mañana de verano lluviosa y sombría que pronosticaba un invierno aciago. «Con este clima tendrás que trabajar más», dijo Armando, mirando la vía del ferrocarril. «Eso», dijo ella, «es lo que menos importa». «Recuerdo otro verano como éste, ya lejano, cuando a pesar del rigor del clima eras tan guapo que pensé que me había enamorado de ti». A lo lejos el tren ya se asomaba. «Hace muchos años…», dijo Celia. «Hace muchos años…», repitió Armando. Pero el tren ya llegaba y no había mucho tiempo para hablar y por lo tanto era mejor callar.
     Permanecieron en silencio un rato, él indeciso acerca del significado de la historia y ella preguntándose si no habría sido mejor elegir otra, la de la mujer a cuyos pies caían las aves fulminadas, pero eso habría sido cargarlo con su tristeza, es decir, empezar a sentir eso que se llama afecto.
     La noche se desvanecía, dejando paso a una madrugada cuyos andrajos pesaban sobre los edificios aledaños, depositando sobre el follaje un rocío que, si hubiera podido ser visto de cerca, habría sugerido una pureza ajena a esa ciudad condenada y supurante.
     Ninguno había dormido.
     Otilio fue el primero en moverse, y, apoyando la cabeza en la mano derecha, deseó hundirse en el estanque de sus ojos dorados.      Sabía qué decir, pero no cómo decirlo, así que aspiró su fragancia, deseando conservarla siempre, y apeló al repertorio.
     —Mi vida es distinta.
     —La mía también —dijo Imelda.
     Otilio renovó sus esperanzas. Pensó que los dioses al final no lo habían castigado por allanar tumbas y ser un mercenario de la muerte. Pensó que tenía tanto tiempo como el kouros y que, como él, había encontrado por fin a alguien a quien pertenecer.
     —¿Te casarás conmigo?
     Imelda permaneció inmóvil. ¿Era la respuesta a su cansancio?
     —Quiero casarme contigo.
     La ilusión de aquella propuesta la hizo recapacitar y darse cuenta de que la madrugada estaba por volverse una mañana luminosa.
     —No —dijo, luchando contra todos sus deseos de reposar en compañía, de conjurar los peligros de la noche, que la empujaba a contar historias.
     —¿Por qué?
     Vio las montañas que los cercaban y aspiró las rosas de un jardín secreto. La luz se transformaba en un rayo que penetró hasta el recinto recóndito de una tumba megalítica, la marea subió velozmente borrando la huella de garras en la arena húmeda frente al océano Índico, las carreras de los cangrejos en el Pacífico, que cavaban túneles, y las alas de las gaviotas que, en su vuelo, duplicaban la espuma de las olas y los minaretes y las cúpulas que volvería a ver en Estambul.
     —Porque prefiero seguir haciendo lo que hago.
     Otilio soltó su mano, ofendido.
     —¿Y qué haces?
     —Contar historias.

 

 

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