Valerio Magrelli (Roma, 1957). Entre sus últimas publicaciones está Il sangue amaro (Giulio Einaudi editore, 2014).
I. Era de 1969 el artículo de Gregory Bateson «Patologías de la epistemología», que se encuentra en el volumen titulado Pasos hacia una ecología de la mente. Una aproximación revolucionaria a la autocomprensión del hombre (1). Esto para señalar que hace ya más de medio siglo que el estudioso había analizado perfectamente la situación en la que nos encontramos en estos meses. Mi intervención se reduce a una simple y muy sentida invitación: propongo la adopción de su texto en las escuelas. Nada más. Y ahora paso a resumir brevemente algunas de sus páginas.
El texto denuncia los errores epistemológicos cometidos por la civilización occidental, empezando por los daños del Positivismo. En armonía con la atmósfera filosófica que dominaba hacia la mitad del siglo xix en Inglaterra, Darwin formuló una teoría de la selección natural y de la evolución, en la que la unidad de supervivencia era la familia, la especie, la subespecie o algo semejante. Hoy, sin embargo, sabemos que la unidad de supervivencia en el mundo biológico real no es ésa: la unidad de supervivencia es más bien el organismo más el ambiente.
Estamos aprendiendo en carne propia que, al destruir el ambiente, el organismo se destruye a sí mismo. Con la pandemia, agrego yo, estamos viendo qué sucede cuando se comete el error epistemológico de elegir la unidad equivocada.
En su forma más virulenta, las ideas que hoy en día dominan nuestra civilización se remontan a la Revolución Industrial y se pueden resumir así: nosotros contra el ambiente; nosotros contra otros hombres; la única cosa importante es el individuo (o determinada compañía, o determinada nación); podemos tener un control unilateral sobre el ambiente y debemos esforzarnos por lograrlo; vivimos dentro de una frontera que se extiende infinitamente; el determinismo económico es algo obvio y sensato; la técnica nos permitirá realizarlo.
Ahora, a la luz de las grandes —pero en definitiva destructivas— conquistas de nuestra técnica en los últimos ciento cincuenta años, todas estas ideas, explica Bateson, se ha comprobado que son falsas. La moderna historia ecológica (y el actual contagio de virus, vuelvo a subrayar) demuestran que, violando el propio ambiente, la criatura se destruye a sí misma. Podemos decir, incluso (sigo parafraseando un ensayo de hace cincuenta años), que todas las amenazas actuales a la supervivencia del ser humano se pueden asociar a tres causas originales: 1) progreso técnico; 2) aumento de la población; 3) error en el pensamiento y en las actitudes de la cultura occidental. En fin, nuestros valores son erróneos porque la mayoría de los hombres se deja guiar aún por una epistemología equivocada. Nuestra insensata voluntad de concentrarnos sobre la vida de individuos en particular ha creado, para el futuro inmediato, la eventualidad de una catástrofe mundial.
II. Pero demos un paso atrás, hacia la idea de la trascendencia divina. Y bien, precisa Bateson, si se sitúa a Dios afuera y se lo pone frente a su creación con la idea de haber sido creados a su imagen y semejanza, nos veremos naturalmente afuera y en contra de las cosas que nos circundan. Así, en el momento en el que nos arrogamos todo derecho y poder, el mundo circunstante aparece sin ningún derecho.
Este asunto necesita un pequeño paréntesis. Su núcleo, en efecto, está ya bien presente en el poema de Friedrich Schiller «Los dioses de Grecia» (1788), incluido en Poemas filosóficos (2).
Cuando reinaban las antiguas divinidades paganas, explica el autor, todo era muy distinto de la época moderna. Como ha observado, entre otros, Fabio Brotto, el texto cuestiona en primer lugar el papel del poeta en un universo cristiano, donde la afirmación de un Dios único y trascendente, absolutamente otro con respecto al mundo y a la naturaleza que ha creado, abre este mundo y esta naturaleza a la investigación científica y permite la reducción mecanicista:
Donde ahora, como dicen nuestros sabios,
sólo gira una bola de fuego inanimada,
conducía entonces su carruaje dorado
Helios con serena majestad.
Según Schiller (por muchas razones en sintonía con Hölderlin), los astros ya no son dioses, sino pura materia conducida por fuerzas físicas que la mente físico-matemática del ser humano puede percibir, o sea una realidad cuantitativa y calculable, y por lo tanto una realidad apoética. Y aquí tenemos la desgarradora invocación final:
Hermoso mundo, ¿dónde estás? ¡Vuelve,
amable apogeo de la naturaleza!
Ay, sólo en el país encantado de la poesía
habita aún tu huella fabulosa.
El campo despoblado se entristece,
ninguna divinidad se ofrece a mi mirada.
De aquella imagen cálida de vida
sólo quedan las sombras.
Todas aquellas flores han caído
ante el terrible viento del Norte,
para enriquecer a uno entre todos
tuvo que perecer ese mundo de dioses.
Con tristeza te busco en el curso de los astros,
a ti, Selene, ya no te encuentro allí,
por los bosques te llamo, por las olas,
pero resuenan vacíos.
Sin conciencia de los deleites que brinda,
por su propia gloria jamás arrobada,
jamás vista por el genio que la guía,
por amor de mi dicha, dichosa jamás,
fría ante la honra de su propio artista,
semejante al golpe muerto de la péndola,
servil obedece a la ley de lo grave,
desnuda de Dioses, la Naturaleza.
El desencanto del mundo y la secularización, por lo tanto, son para Schiller una rigurosa e inevitable consecuencia de la revelación judeocristiana y están íntimamente vinculados a ella en la forma de «terrible viento del Norte». Para favorecer a un único dios, la naturaleza es despojada de su pluralidad sagrada. Eso significa que el problema no involucra sólo a los poetas, sino a todos los habitantes de una sociedad perfectamente secularizada, producida por la revelación judeocristiana de un dios trascendente
Traducción del italiano de Martha Canfield.
(1) Ediciones Lohlé / Lumen, Buenos Aires, 1998. La edición original es Steps to an ecology of mind, Chandler Publishing Company, Nueva York, 1972.
(2) Friedrich Schiller, «Der Götter Griechenlandes», trad. al castellano de Daniel Innerarity, «Los dioses de Grecia», en Poesía filosófica, Hiperión, Madrid, 2ª ed., 1994.