Una espiral trazada con el dedo o el laberinto circular de un tigre azul

Lino Monanegi

Coatzacoalcos, Veracruz, 1988. Su libro más reciente es El ventrílocuo oculto. Conversaciones (Universidad Veracruzana, 2024).

El ensayo, hemos repetido ad nauseam, ha sido definido por Alfonso Reyes como un «centauro», un ser que se compone de la fragmentariedad, mitad hombre mitad equino, un ser íntegro que parte de lo diverso y muchas veces de lo opuesto. Las fronteras del ensayo son permeables, su naturaleza se nutre de todo aquello que rodea al hombre; la vida / la realidad son materia ensayable. Italo Calvino menciona respecto al instante de la elección del  tema, algo que me parece pertinente apuntar en torno de la naturaleza  del ensayo: «se nos ofrece la posibilidad de decirlo todo, de todos los modos posibles. […] Hasta el instante previo al momento en que empezamos a escribir, tenemos a nuestra disposición el mundo —el que para cada uno de nosotros constituye el mundo, una suma de datos, de experiencias, de valores—, el mundo como memoria individual y como potencialidad implícita». De esta manera en el ensayo se encuentra la posibilidad abarcadora; la posibilidad cognoscitiva de asir un todo abstracto del que formamos parte.

El ensayo-ficción es un ser bicéfalo que lo mismo obedece a la naturaleza y características del ensayo, como a la ficción que se detona sin mayores aspavientos. La pregunta en torno a este ser dual sería: ¿cuál es la finalidad del ensayo-ficción? ¿Es simplemente estética? ¿Metadiscursiva? Mi respuesta sería «sí» para las dos últimas preguntas y añadiría que además en él hay una postura ética, una forma delimitada de concebir la realidad y la forma de crear. Un planteamiento estilístico y una forma de hablar fuera del marco positivista.

El ensayo, visto de esta manera, está sujeto a cambios, a evolucionar; a verterse sobre él mismo y a nutrirse de otros géneros. La ficción dentro del ensayo parecería, para una mirada superficial, una contradicción; sin embargo, es en la ficción donde el ensayo se expande, diluye sus fronteras, se nutre y es nutriente al mismo tiempo del cuento y la novela. Enrique Vila-Matas dice a propósito:

Pienso en esos cuentos de Pitol que acaban como ensayos o en esos ensayos suyos que terminan como cuentos. Es probable que el lector vaya buscando, con el tiempo, menos ficción y más ensayo. El propio Coetzee, en su último libro, admite que camina en esa dirección. Creo que existe una saturación de la ficción que se sabe ficción y también una saturación del ensayo que se sabe plomizo. Sebald, Magris, Piglia, son otros casos claros de introducción del ensayo dentro de la ficción, o viceversa. Mezclar a Montaigne con Kafka, por ejemplo, me parece en este preciso instante una idea muy interesante.[1]

Hablar del mestizaje de los géneros no es una empresa sencilla, mucho menos cuando se trata de una digresión en torno al ensayo, al ensayo-ficción. Pienso que para efectos prácticos de esta disertación lo mejor sea mostrar los mecanismos y la naturaleza de este cruce literario a través de una somera revisión de un ejemplo de esta combinación genérica: Jorge Luis Borges, quien es uno de los autores sobresalientes de nuestra tradición literaria que pone en marcha, y de manera efectiva, el mecanismo de «ganarle terreno a…»; ganarle terreno al ensayo, ganarle terreno a la ficción, con una incuestionable intención estética y metaliteraria. José Miguel Oviedo, en su texto «Borges: el ensayo como argumento imaginario», dice del autor bonaerense:

Hay varios indicios de que uno de sus secretos propósitos era borrar las fronteras que separan el ensayo de la ficción. Por un lado, tenemos los cuentos, que como «Examen de la obra de Herbert Quain», «Pierre Menard, autor del Quijote» o «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», adoptan la forma de la nota bibliográfica, la necrología literaria o la especulación científica, más cercanas al campo ensayístico que al de la ficción.[2]

En el prefacio de El hijo de Topinawari, libro que motiva estas líneas, Borges afirma que la historia que está por relatar no es de su autoría, sino que se trata de una traducción suya de un libro en inglés (The Topinawari’s son), que encontró en una de las bibliotecas de la Universidad de Texas durante su estancia en Austin en 1961, y del que Marta Luján le obsequió un facsímil. Este libro, dice Borges, es el dictado que el hijo del jefe Topinawari hizo ya en su madurez al escritor inglés Daniel Marsdsen. Y así, en una pirueta literaria metaficcional, Borges hace lo que Cervantes con Cide Hamete Benengeli.

La idea del relato, dice Marco Gatica en el prólogo que acompaña la nueva edición comentada de El hijo de Topinawari, tiene su génesis en lo narrado por sir Walter Raleigh en su famosa crónica The discovery of the large, rich, and beautiful Empire of Guiana, with a relation of the great and golden city of Manoa (which the Spaniards call El Dorado), y cita las palabras traducidas de Raleigh:

Los indios que habitan en los límites de Caora tienen la cabeza toda de una pieza con las espaldas, lo que es igualmente monstruoso e increíble: pero yo sostengo esto casi como cosa cierta. Se denomina a este extraordinario pueblo Ewaipanomas y no hay ni un solo niño en la Arromaia que no asegure aquello que yo escribo en mi relación: que sus ojos están sobre las espaldas y su boca en el pecho. El hijo de Topinawari, que yo traje conmigo a Inglaterra, me asegura que éste es el pueblo más poderoso y el más temible de todo el país, pues ellos tienen las flechas y los arcos tres veces más grandes que los de los Oronocopis.

Y aquí lo interesante del trampantojo es que, al recoger la leyenda de El Dorado, Raleigh hizo acopio y mezcolanza de todo aquello que los españoles habían oído acerca del mito, repitiendo de forma irresponsable y ligera algunas de sus más extravagantes fantasías. Una de ellas fue la que describe a los ewaipanoma, una tribu extraordinaria que habita en lo profundo de la Guayana, tribu protagonista del relato maravilloso que Borges describe, casi como un etnógrafo, en El hijo de Topinawari, que es, obviamente, una narración en abismo, pues nace de las leyendas singulares de los exploradores españoles de las que Raleigh abreva en su crónica, y Borges la imagina y escribe a partir del relato del corsario, aunque diga que la traduce del copista ficticio Mardsen, quien tiene como fuente al hijo del jefe Topinawari, quien viajó a Inglaterra, al regreso de Raleigh, como un presente para la reina Isabel I, quien lo sumó a su corte de enanos. Así pues, tanto en Raleigh como en Borges opera el mestizaje de ficción y realidad.

El hijo de Topinawari, publicado en ocasión de los primeros treinta años de la desaparición física de Jorge Luis Borges, es la reedición de un libro que había permanecido perdido, según Gatica, quien se encargó de comentar y reeditar esta colección de historias cortas que Borges escribió sobre la fantástica tribu de los ewaipanoma. El libro, ilustrado originalmente por Norah Borges, fue uno de esos libros de manufactura autoral cuya intención no era comercial, sino que, como se acostumbraba entonces, estaba hecho para ser un obsequio a familiares y amigos en ocasiones especiales (Navidad, por ejemplo) por lo que su hechura fue sencilla y su tiraje, seguramente corto; no hay duda que debió salir de un pequeño taller de Buenos Aires, sin sello de alguna editorial. Desafortunadamente, a la fecha en que esto escribo, la reedición no ha aparecido en las librerías mexicanas. Yo tuve la suerte de hacerme de un ejemplar tras una breve estancia en la patria de Borges: Argentina.

Aquí una necesaria advertencia: sé que estoy por virar el rumbo de esta nota bibliográfica, no obstante, para dar cuenta de mi viaje a Buenos Aires me es preciso mudar el estilo de mi prosa; la intención no es otra que narrar de forma «literaria» lo ocurrido en una ciudad que hasta el día de hoy considero territorio de la ficción, una capital construida con la argamasa del cuento y la novela, y repellada con el yeso de la poesía, y cuyo recuerdo ahora me parece compuesto de la misma materia de los sueños o de lo imaginado.

Visité Buenos Aires en su verano decembrino para alcanzar a mi hermano, quien había decidido pasar las fiestas en casa de un amigo mutuo, huyendo de la soledad que batía sus alas de cuervo en su minidepartamento en Chile.

Pues bien, mi hermano y yo nos reunimos en casa de nuestro amigo Rodolfo, quien vivía hacía un tiempo en Buenos Aires, ya que cursaba un posgrado en la UBA. Es difícil recordar qué día de los pocos que pasé en la ciudad visité la casa de la calle Anchorena, en la que ya se sabe Borges escribió en una semana «Las ruinas circulares», y en la que hoy se encuentra la fundación que lleva el nombre del escritor. Lo cierto es que fue ese día, tras la visita y luego de un paseo en el que mis pies me condujeron hasta una maravillosa librería ubicada en un sótano a pie de calle, donde me topé con el libro que he venido reseñando y que compré tan pronto lo vi.

Esa tarde, esto sí lo recuerdo, al llegar al departamento de Rodolfo todo era bullicio. Apenas y tuve tiempo de revisar el libro, de hojearlo unos minutos  en la habitación donde se encontraban mis cosas, pues la promesa del vino me arrastró de inmediato hasta aquel bullicio y después, ya más tarde, a un boliche poblado de sirenas y endriagos / y de piedras imanes que enloquecen la brújula; uno de esos imanes que guardan en su centro una fuerza de atracción, que conduce siempre a los territorios de las sombras, me guió de la mano hasta los baños del boliche donde apenas una luz naranja y corrosiva desteñía las paredes de su color original.

Allí en los lavabos, hambrientos, con las bocas en pleno combate, acometidas una contra la otra con la violencia de los halcones que se precipitan en pleno vuelo, nos escudriñamos entre las ropas las formas que cada uno guardaba bajo los pantalones. Afuera, el ruido de la música, los gritos y el deseo sincopado con el reggaetón, mientras que en los lavabos todo era un pulso grande y hondo, un palpitar que percutía desde nuestros cuerpos y que alcanzaba a llenar el espacio entero de los baños.

El imán abandonó su labor sobre mi entrepierna y se distrajo en la tarea de buscar en uno de sus bolsillos un cuadrito azul, de un azul imposible con un tigre impreso (forma que desde hace siglos habita la imaginación de los hombres) en medio de su breve superficie. El imán puso el cuadro de LSD en la puntita de su lengua y con ella lo depositó en mi boca. Luego de esa comunión se acercó hasta mi oído y vertió en él una oración, que hoy he olvidado pero que llegó a mi cerebro como una gota tibia de aceite. Lo demás tuvo lugar allí mismo, apenas resguardados por las paredes de melamina que encajonaban los retretes del baño. Fue, en palabras de Lizalde (ese otro tigre), una blanda furia que terminó en una pequeña exhalación que devino en electricidad y contracción testicular.

El imán desapareció después de limpiar los aguamieles que acerqué a sus labios para dárselos a libar. Yo me quedé sentado en el retrete viendo el techo arremolinarse líquido sobre mi cabeza. Arrastrando todo hasta su centro, hasta su boca de tigre. Y a la vez cómo, bajo mis pies, las losetas se pulverizaban en fina arenisca y dejaban entrever cauces azules en las grietas del concreto que se ramificaban como pequeños afluentes alicatados de piedras mínimas del azul imposible del cuadrito del tigre.

En mis oídos, la música apenas contenida por la puerta de los lavabos había cesado. Su lugar lo ocupaba la amenaza sonora de un golpeteo de ráfagas de aire contra los árboles y el grito lejano que me llamaba impaciente: «¡Georgie! ¡Georgie! ¡Georgieeeeeee!». Era Leonor, mi madre, que presionaba contra su cabeza el pequeño sombrero para que no se le fuera volando. Sentí entonces la mano pequeña de Norah sujeta a la mía; by the way, el recuerdo de los lavabos se perdía entre los surcos que dibujaba en la arena con mi dedo. —Un remolino —me escuché decirle a Norah y a ella responder —un caracol—. Mamá nos llamaba a lo lejos, mientras que nosotros  convocábamos un torbellino en el cajón de arena, sujetos de la mano y vestidos ambos de marinerito, piadosos los dos de una fe secreta e infantil. Ateridos frente a la forma circular, fijos en su vórtice, que nos llamaba por lo bajini con una voz de arena sibilante.

Entonces las ráfagas de viento lanzaron sus zarpazos e hicieron volar el sombrero de mamá; corrimos tras él con la intención de recuperarlo, mamá delante, Norah y yo detrás. Nos precipitamos los tres dentro de un laberinto de cipreses enloquecidos por el viento. Los cipreses ardían verdes como flamas que se sujetan al pabilo ante la amenaza de la ventisca.

El sombrero volante nos llevaba ventaja en el aire, giraba como un disco chino amenazando todo lo que quedaba por debajo, con su boca de agujero negro. Tal vez mi madre, mi hermana y yo fuimos atraídos dentro sin darnos cuenta siquiera, sujetos por la voluntad de una fuerza gravitatoria inusitada y quedando atrapados en un horizonte de sucesos desplegados en el interior del sombrerito de mi madre.

La carrera nos condujo por una curvatura del espacio-tiempo: una distorsión que provocaban nuestros cuerpos a la carrera. Y en un instante de fracción de segundo, se abrió delante de nosotros el centro de un laberinto, un terreno de gravilla que se desplegaba hasta el dichoso sombrerito de mamá que había aterrizado en el umbral de un segundo laberinto; uno sin murallas, cercado por puestos feriales que se prolongaban idénticos con la monotonía de un parapeto. La feria se extendía hasta el confín de lo que se ve y se intuye.

Mamá se acercó hasta su sombrero, se inclinó frente a él, lo tomó del ala, lo sacudió y lo colocó de nuevo sobre su cabeza al tiempo que el graznido de una bandada de pájaros goofus que cruzó el cielo volando —a la inversa, ya se sabe— nos advirtió de no sé qué hados, quizá de los mismos que nos habían encandenado a mamá, a Norah y a mí a la carrera del sombrerito volante que nos condujo hasta la feria con la secreta intención de encontrarnos de frente con la atracciones que ahí se exhibían y que pronto advertimos.

Por ahí había un corral de quaggas, de cinco ejemplares adultos y un pequeño potrillo; por allá, dos elefantes pigmeos como los del zoológico de Londres, y lo más insólito, oculto entre las sombras de los barrotes de una prisión rayada como una mangosta; cautivo, dentro de un carromato-celda, estrecho y alto.

Dentro de la jaula, mis ojos dieron con un cuerpo masculino sin cabeza, con el rostro fijo en el torso; un ojo en cada hombro, una nariz pequeña debajo de la clavícula y la boca apenas debajo del pecho. Mi mirada fue correspondida por aquella criatura u «hombre». No le extrañó ser visto con curiosidad, sino que recibió con tedio el breve recorrido de mis ojos. Vestía con un taparrabo compuesto por varios trazos de tela verde y estaba sentado sobre una cama o nido hecho de heno renegrido. Tras la inspección, pareció invitarme a aproximarme. Mamá y Norah se quedaron detrás. En silencio, caminé los pocos metros que me separaban de la celda de aquel hombre y frente a él escuché su voz cavernosa y gástrica decir «un jornal» mientras señalaba con un dedo una pequeña hucha de latón fija junto a la cerradura de su jaula.

Sujeto al embrujo de sus ojos, metí mi mano dentro del bolsillo de mi pantalón corto de marinerito, donde encontré una sola moneda. No dilaté. La saqué y la deposité en la hucha. Entonces el hombre se levantó, tomó aire y recitó, con la voz estomacal de antes, una oración larga, y tras esta, otra y después otra. Reconocí en el ritmo de la consecución que se trataba de un poema, de una canción, mas sus palabras no tenían ningún referente en mí.

Él cayó en la cuenta de esto último: los límites de nuestras lenguas alzaban una Babel entre nosotros. Entonces, no sé cómo, tomó mi mano con fuerza y yo respondí con miedo, pero en silencio. Lo miré directo a los ojos, aterrorizado, él me miró de vuelta, abrió mi mano y empezó a dibujar con la yema de su dedo una espiral por cada palabra pronunciada. Entonces yo vi; me explico, los referentes los reconocí con el tacto: la piedra, su musgo, la piel de agua que la cubre, la ceniza, el calor que guarda en secreto el rescoldo de la leña, la punta afilada de un pedernal, con una fracción de amonite fosilizado en una de sus caras; los músculos del ciervo a la carrera, el frío vegetal, la miel y la sangre; la espuma y las semillas; así como el calor del sol sobre la frente. Todas las imagénes quedaban codificadas en la palma de mi mano. La vista me era prescindible, tan es así que mis ojos entonces anticiparon una futura ceguera, quizá convocada en mi destino por aquel ser que me sujetaba firme mientras recitaba su poema, hasta el momento preciso en que escuché el grito de Norah y sentí a mamá tirar de mis hombros hacia atrás, arrancándome así, con un único movimiento, tres veces de ese instante hierófanico; primero de la mano de aquel hombre, después de la feria y, finalmente, del baño del boliche donde el techo se arremolinaba sobre mi cabeza, y dibujaba una voluta, un caracol, una espiral trazada con el dedo o el laberinto circular de un tigre azul.

[1] «Entrevista: Enrique Vila-Matas. Autobiografía y ficción: Los escritores acaban solos y acaban mal», en Babelia, El País, 17 de octubre de 2003.

[2] José Miguel Oviedo, «Borges: el ensayo como argumento imaginario», Letras Libres, 31 de agosto de 2002.

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