(Zacatecas, 1967). En 2019 apareció su libro Mi vida como pájaro (Bonobos).
La estructura de todo libro es una cruz de altura y horizonte. Al pasar de una página a otra se construye el plano horizontal. Al contrario, la lectura de cada página implica internarse por el eje vertical. Cuando es determinada por el verso, la horizontal es cortada a plomo; nos hace descender como una piedra en un pozo—o como un cuerpo desde altas paredes—. Cuando se trata del movimiento del poema, de la conciencia y del espíritu, dicha caída merece el nombre de catábasis—descenso a lo profundo—. Sin embargo, en el poema, caer es profundizar. Esa es la implicación del «instante poético» de Bachelard, eso que llama «metafísica concreta»: una súbita toma de conciencia, un caer en cuenta—repentino, erizante—que llamamos poesía.
Al leer—y releer—Pabellón Alesi me venía a la mente esta simbólica de la catábasis, descensus ad inferos que a veces hace posible la escritura. Caída súbita, peregrinaje en vertical desde lo alto de un muro, quizá de piedra, quizá hecho de palabras. Por ello arquitectura, por ello altura y precipicio.
El libro de Santiago Matías se compone de cinco secciones, antecedidas por un «Atrio», sugiriendo la entrada a un espacio arquitectónico; como si la naturaleza diacrónica del libro fuera modificada por las determinaciones del espacio y su régimen sincrónico. Como el atrio de una casa, de un hospital o de un templo, se está ahí en una especie de intimidad a la intemperie que anega el interior del libro. En este patio de entrada se encuentra otro elemento arquitectónico, el Muro Torto, alta y sombría tapia romana. Arriba del muro—y ya cayendo—está Eros Alesi, poeta maldito, fugitivo y fugaz, adicto a las drogas, entregado a los brazos de su Mamá Morfina. Alesi, nos dice el autor, murió a los diecinueve años al arrojarse desde el Muro Torto, destino final para proscritos, prostitutas y suicidas. Eros Alesi se arrojó desde lo alto del Muro a los diecinueve años para encontrar así, en el acto, destino para su sepulcro; como quien se precipita de cabeza hacia su propia tumba. El suceso de la caída de Alesi se despliega en el resto del libro, como si fuera ese instante, esa verticalidad de plomo, el eje fatal y rector de la vida del poeta y de su Pabellón. Así, Santiago Matías une desde el inicio el fondo con la forma.
Imagen de la caída, desplome de una existencia. Vertical descendente: sincronía y desplome. Según el epígrafe de la primera sección—«Fábula rasa»—, tomado de unos versos de Alesi:«(¡Quién sabe! Después de tanta sangre coagulada / habré de caer en la máquina destructo-creativa del universo)».
En el arte la forma engendra contenido—algo así afirma Paz en su lúcida aproximación a Duchamp—. Creo que el movimiento también puede venir desde el otro extremo. Quizá nacen los dos al mismo tiempo, uno cae en el otro, sin que podamos determinar qué yace en lo más alto, qué es el depósito que aguarda en lo más bajo. Como pregunta la voz que interpela a Alesi en «Muro Torto»: «tú que en todas las nubes / y yo que en sólo los reflejos / tú que entraste volando / Alesi / Eros / dinos / dinos qué pasa allá arriba».
No sabremos qué contestará el poeta suicida, pero el poema dice que sólo allá arriba se encuentra la requerida vertical para toda caída necesaria.
Pleno en sus intertextos, el libro de Matías va sobreponiendo a Alesi otros perfiles, como el de Giorgio de Chirico, el de Cesare Pavese y el de José Carlos Becerra, que encuentran también, cada quien a su modo, fatalidad vertical en el espacio italiano—De Chirico en Roma, Pavese en Turín, Becerra en Brindisi—. También se van sobreponiendo múltiples ecos de manera espacial, arquitectónica, la cámara de la mente, por ejemplo, en el «Diagnóstico de la hormiga», en que se alude al otro edificio, el psiquiátrico, en que Alesi fue internado a la fuerza: «No distingo si esto es un recuerdo / o un síntoma / ¿cómo llegué aquí? / ¿qué es esta insuficiencia, esta coloración baldía? // Dan ganas de enfilar el salto / de abolir el lenguaje con las células de otro nuevo / ser». Aquí, como en otros poemas, se realiza la sincronía que señala Bachelard: ya desde el hospital, Alesi está en lo alto del muro, ya en lo alto del muro está cayendo.
El autor se mueve en un complejo entramado intertextual, resolviéndolo con claridad en la idea y precisión en el aliento. Como si fuera él mismo uno de los pájaros de vidrio que atraviesan las varias habitaciones de su pabellón.
Un pájaro de vidrio un frasco de clonazepam una vieja cuchara de zinc una geoda Entre todas ellas las virutas los restos de mi nombre [...]
Si hay una caída, hay también un movimiento ascendente, una anábasis. La elevación en Pabellón Alesi está simbolizada por los garfios—las mismas palabras-garfio de José Carlos Becerra—. Los afilados ganchos de la forma con que el autor erige el libro. Así los soliloquios, el fragmentado (y farmacológico) discurso mental, las estampas de viaje, son distintos recursos que conducen a la misma perspectiva descendente, como si fuera todo el libro una especie de caleidoscopio abisal.
¿Qué hay en la altura? ¿Qué hay en la caída? Restos del nombre. Nada sino los nombres que nos llevan tan arriba, nos empujan y nos hacen caer. Los restos del poema son nombres ya desechos, caídos uno a uno en el vacío. Al pie del alto Muro Torto no queda ningún cuerpo, solo pedacería. Palabras estrelladas contra el fondo sin fondo de la página. Pabellón Alesi de Santiago Matías realiza con sobriedad y tensión esta catábasis del verso en que se puede realizar la altura del poema.