Una bella guitarra Gibson de color verde. Entrevista a Jaime Moreno Villarreal

Armando Contreras

Ciudad de México, 1954. Su libro más reciente es Un piano fuera de sí (Ediciones Piquito de Gallo, 2022), en colaboración con la artista visual Gilda Castillo.

Armando Contreras practica la ingeniería de grabación para sus propias composiciones y para los amigos que se lo solicitan. Tiene a su cargo la coordinación del Archivo Eugenio Toussaint, en la Ciudad de México. 

Jaime Moreno Villarreal mantiene con Carmen Leñero el canal Luna pirata en YouTube, donde a la fecha han subido más de ochenta canciones de su producción.

Armando Contreras: Cuando empezaste a componer, ¿qué tanto estabas de acuerdo, o no, en que el rock tenía que cantarse en inglés, que era su «lenguaje natural»?

Jaime Moreno Villarreal: Sí, todavía decían algunos que tenía que ser en inglés. Alguna vez escribí un ensayo donde hablaba de la dificultad de escribir letras de rock en español si se adoptaba el modelo de la lengua inglesa, que tiene mucho vocabulario monosilábico, y cuya acentuación es predominantemente aguda. Muchos finales de verso en inglés son agudos, lo que queda claro al escuchar rock. Adaptar ese modelo al español hubiera exigido hacer este tipo de versificación aguda: «El rock / todo mundo a bailar / todo mundo en la prisión / corrieron a bailar el rock». Para hacer rock en español había que dar espacio a las graves y esdrújulas en los finales de verso, expandir la frase musical. Y así se ha hecho. Pero siempre un final agudo de verso en español es un buen apoyo, porque suena a rock.

AC: Me parece que algunas de tus composiciones echan raíces en el Norte de nuestro país. ¿Cómo influyen en tu material las culturas del Norte?

JMV: De niño pasaba las vacaciones de verano e invierno con la familia materna, especialmente en Matamoros y Reynosa, ciudades fronterizas, con escapadas al otro lado casi a diario. La música norteña me marcó. Varias canciones mías se refieren a ambos lados de la frontera, aunque no tengan formato de canción norteña, y tiendan más hacia la música country. Con mi abuelo me sumergí en la vida del campo, de los trabajadores agrícolas, cuya expresión se apartaba mucho del castellano que yo hablaba en la Ciudad de México. Los dialectos del Norte son extremadamente ricos, y en esa época lo eran más porque toda la franja estaba aún aislada de los medios de comunicación del centro. Como sabemos, los medios homogeneizan el habla, pero eso no había ocurrido todavía. Como no había allá repetidoras de los canales de Telesistema Mexicano, la única televisión accesible eran dos canales gringos, la NBC y la CBS, para quien pudiera entenderlos. Sólo había estaciones de radio locales que difundían el habla norteña, plena de sabrosos anacronismos, proverbios, acentos regionales y todo un vocabulario propio, si bien a veces influido por el inglés, en general de raigambre antigua. Una delicia de lenguaje, como la que ejercitó con enorme talento Daniel Sada en sus novelas. 

AC: Tú estudiaste la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM. ¿Qué aporta tu conocimiento de la literatura a tu música?

JMV: Fue útil cursar la carrera, cosa que por lo demás no es imprescindible para un escritor. Me dio a conocer la historia de la lengua y literatura hispánicas, y fue una buena introducción a la lingüística pero, sobre todo, pude conocer a un grupo de gente con quienes compartía intereses y búsquedas. En cuanto al rock, de inmediato trabé amistades que hacían poesía y música en plena consonancia. En una reunión de estudiantes, de esas en que va rolando una guitarra, escuché cantar a Fabio Morábito la adaptación que hizo del Romance del Conde Arnaldos, y cuando la guitarra pasó a mis manos le respondí con mi adaptación del Romance del prisionero. Surgió una amistad tan literaria como musical. Y por esos rumbos conocí o volví a ver a otros poetas que estaban haciendo música: Carmen Leñero, Alberto Blanco, Luis Cortés Bargalló, Jorge González de León, Ricardo Yáñez, Alain Derbez, Gastón Alejandro Martínez, Evodio Escalante… Recuerdo que David Huerta me regaló un cancionero de los Beatles con cifrados para guitarra, ¡gran detalle! Por entonces, Difusión Cultural de la UNAM publicó en dos entregas antológicas La poesía en el rock, una preparada por Juan Villoro y otra, por Rafael Vargas, en la colección Material de Lectura. La poesía y el rock iban francamente de la mano.

AC: Al momento de componer, ¿qué aparece primero, la letra o la música, o surgen juntas?, ¿qué pesa más en tu composición?

JMV: Ha habido casos, unos cuantos, en que música y letra surgieron simultáneamente. Son canciones que me dejaron muy satisfecho. Pero en los últimos años, mi modo de proceder es ir creando una melodía que relleno de balbuceos ininteligibles, en un puro sinsentido. Ya que está armada la pieza musical con sus secciones, que suelen ser dos o tres, voy ordeñándole a los balbuceos una letra razonable.

AC: Vayamos a la versificación. ¿El verso de una canción equivale al verso de un poema?

MV: Es una vieja discusión. Considero que un poema tiene su propia música, variable según el oído del lector y su dicción tanto mental como oral, y que imponerle una melodía al poema es limitarlo. Dicho esto, desde luego que puede utilizarse un poema como letra. Hacerlo canción es darle una particular lectura. En contraste, no considero que automáticamente una buena letra sea un poema. Son cosas diversas, aunque muy emparentadas. Un buen poema puede mudarse en una buena canción. Ahí está Serrat, chapeau! Para mí, al componer hay que ocuparse de hacer versos como asunto cumplidamente musical, pero con calidad literaria. La frase prosódica debe caber en una frase melódica, cosa que atañe a los dominios del verso como unidad, métrica, ritmo, rima, aliteraciones, etcétera. No hay nada tan chocante como un verso que al cantarse luce mal adaptado a la línea melódica. Hay que procurar que los acentos del verso coincidan con los de la melodía, y que en lo posible la frase musical y la gramatical tengan la misma medida. Si esto no se logra al cien por ciento, hay correctivos bien aceptados para que la frase gramatical dure más musicalmente, como el melisma…

AC: El melisma y el retardo…

JMV: Exacto.

AC: ¿Piensas en términos narrativos al ir construyendo la canción?

JMV: La canción puede o no contar una historia, es decir, puede ser narrativa o puramente lírica. Fíjate que algo que a veces me guía tenazmente es el título. Ocurre que el título puede surgir antes que la pieza, y eso desata mi imaginación. Ese título sobredetermina lo que vendrá, y lo importante es que dé pie a una letra que sin existir ya se siente. En otras ocasiones, lo que surge primero es el coro. Me pasa al caminar por la ciudad, de repente está en mis pasos, tiene que ver con el movimiento y el ritmo. Del coro se derivarán las estrofas.

AC: Un amigo músico me decía que sus maestros habían sido los negros, refiriéndose así a los acetatos. En aquel entonces, la llegada de discos importados tardaba muchísimo, y hacerse de joyas discográficas no era fácil. ¿Cuál fue tu relación con los negros?

JMV: Una relación muy productiva, pues yo sacaba de ahí las canciones para tocar en la guitarra. Pero déjame contarte sobre un acetato que marcó un interés que subsiste en mí. Tendría yo unos 16 años cuando llegó a mis manos Can’t buy a thrill, el primer álbum de Steely Dan. Me gustó mucho. El texto de la contratapa auguraba que el grupo sería trascendental para la música norteamericana. Creo que me aprendí ese guion, y con cada nuevo álbum de Steely Dan fui comprobando, en efecto, su trascendencia, ya no digamos para la música norteamericana (no falló el pronóstico), sino para mi personal manera de hacer música. Por entonces yo comenzaba a tocar el piano. Las piezas de Steely Dan me dieron clases de armonía. Walter Becker y Donald Fagen sabían armonizar las letras con la música, y hacían con ello grandes piezas. Pero en mi aprendizaje no todo fueron los negros. En el terreno pianístico, quiero evocar al maestro Manuel Peña, a quien tú conociste pues los tres vivíamos en la Campestre Churubusco, y él era tu vecino, ¿cierto? Manuel me instruyó en los rudimentos de la armonía como él la entendía, con dosis de bossa nova, bolero y jazz, cosa que siempre le agradeceré. 

AC: Podríamos evocar igualmente la memoria de don Jorge Pérez Herrera, el maestro que, si no me equivoco, le abrió a Manuel Peña los oídos a esa armonía pianística. Pero pasemos ahora a la lira eléctrica. Ahora trabajas más con guitarras que con teclados. Hablemos de la primera guitarra eléctrica que adquiriste. ¿Cuál es y cómo llegaste a ella?

JMV: Ah, esa es una historia. Cuando quise retomar la guitarra para componer, hallé en Mercado Libre una muy bella Gibson Les Paul de color verde. Hice cita con el vendedor, un Dr. Garmendia, para ir a verla a su casa. Llegué a un edificio que parecía blindado en medio de la nada, frente a un antiguo parque industrial. Lo esperé largo rato. Garmendia, un individuo extremadamente obeso, llegó en un carrito Nissan Micra lleno literalmente hasta el tope de la cabina de envases vacíos de refrescos, de los de a dos litros, arrojados sobre los asientos. Me dio entrada al sótano oscurísimo donde, en medio del estacionamiento, se alzaba su casa. Casi entre tinieblas, entré. Parecía una leonera, con la mesa llena de platos sucios y mucha ropa tirada en el piso. Me ofreció una silla, al tiempo que sacó de su chamarra una pesada pistola automática color plata que depositó sobre la mesa. No supe si me quería impresionar, violar y matar, en ese orden. ¿Era realmente un médico? A un costado, en la sala, había un sillón grande de piel frente a una gran pantalla que ocupaba casi todo el muro de fondo, y en las paredes colgaban decenas de platos de Disneylandia, con todos los personajes: Tribilín, Campanita, Dumbo, Rico McPato… Garmendia se internó entre el tiradero de ropa que colmaba el pasillo. Dejó la pistola en la mesa, ¿qué hago yo ahí con ella? Regresó con la Gibson en un estuche de piel y un pequeño amplificador. Alardeó sobre su propio talento, diciéndome que tocaba en un grupo de rock progresivo que interpretaba exclusivamente música de la Premiata Forneria Marconi. Pulsé la guitarra. No pude afinarla, pues tenía el mástil un poco torcido. Sonó horrible en el amplificador, que era como de juguete. Muy intranquilo y viendo el momento de largarme, le dije al doctor que su guitarra me había encantado y que me la quería llevar cuanto antes. Me mostró la factura original de la Gibson, de la Casa Veerkamp, con fecha de veinte años atrás, y me contó que trabajaba en cuestiones forenses para la Policía Judicial. Le repetí que me parecía muy buena, que se la compraba de inmediato y que tenía que irme. Pero él, con ganas de hacer amigos, me dijo que había comprado la guitarra para su hija, quien nunca la había tocado. Y sí, me di cuenta de que la guitarra estaba nueva y si estaba torcida era porque nunca le habían destensado las cuerdas. Me preguntó si me gustaban las canciones de Roberto Cantoral y cuáles recordaba. Bueno, me acordaba de «El reloj», «La barca» y «El triste», pero me tengo que ir ya, doctor. Me pidió que le cantara «El triste». Me tengo que ir, doctor. ¿No quieres ver una Fender Stratocaster roja que también tengo en venta? Puse el fajo de dinero sobre la mesa. Bueno, ya te tienes que ir. Y contó con dedos ágiles los billetes. Colocó la guitarra en su estuche, lo cerró, me dio la llavecita y una tarjeta con su nombre y especialidad. Garmendia, Urgentólogo. Aquí están mis teléfonos. Si alguna vez tienes un problema con la fuerza pública, cualquier problema, yo te ayudo, llámame. Nunca supe más de Garmendia, o más bien no he tenido ocasión de llamarle. A los pocos días, llevé la Gibson con un laudero que corrigió la torcedura. La conservo en su estuche de piel, nunca la toco y tampoco le he destensado las cuerdas.

AC: ¿En serio, nunca la tocaste?

JMV: La uso poco, aunque me encanta. Con ella comencé a ejercitarme en el slide y las afinaciones alternas.

AC: Las afinaciones alternas son muy características del rock anglosajón. ¿Cómo fue que te interesaste en explorarlas?

JMV Me había dado cuenta muy pronto, allá por la secundaria y la prepa, que no podía trasladar fácilmente a mi guitarra de acompañamiento lo que estaba oyendo en el disco. Me pasaba con las canciones de Joni Mitchell y David Crosby, por ejemplo, cuyos arpegios no brotaban naturalmente de la afinación estándar. Había truco en ello. Con el uso de la guitarra eléctrica entendí que la podía reafinar de otros modos, subiendo o bajando la tonalidad de algunas cuerdas, para lograr paisajes armónicos inusuales. Yo uso algunas de las afinaciones alternas más sencillas, como la open G o sol abierto, ideal para el blues, y la double drop D (que baja un tono la prima y la sexta cuerdas, de mi a re), afinación muy rockera, con sus variantes. Saqué provecho de esta última al asimilar el uso que le dan Keith Richards y Neil Young.

AC: Volviendo a las letras, ¿cuál es la medida de versificación que usas más?

JMV: Versos de siete, ocho, nueve, diez, once sílabas y más. Ahora me inclino más por la polimetría en una sola pieza. Si me restringiera al octosílabo o al endecasílabo, que son comunes en la canción popular y en la comercial, perdería la soltura que campea en la composición de frases musicales más libres. Una letra métricamente muy regular puede sonar un poquitín rígida. Siempre que se mantenga la pauta rítmica en las variantes del fraseo, me parece que la polimetría fluye muy bien en las canciones.

AC: ¿Eso está en el territorio de la cadencia? 

JMV: Sí.

AC: ¿Y este paralelismo en términos de cadencia entre lo musical y la lírica, por qué caminos se entrelaza? 

JMV: Si se logra la concordancia acentual plena la canción se vuelve más inteligible para el escucha, que puede seguir estrofa por estrofa hasta el final. Ese seguimiento es la cadencia, tanto en los acordes que van cayendo hasta resolverse, como en el sentido textual que se cumple en un desenlace o remate. Pero hay un factor de importancia que uno debe tener en cuenta. Toda canción apela a conquistar el oído, y muchas veces gana el aprecio por sus cualidades musicales sin importar lo que dice. Se puede disfrutar muchísimo una canción sin enterarse de qué va.

AC: Podrías no enterarte jamás de qué habla y amarla toda tu vida…

JMV: Exacto. En cuanto al entendimiento de su lírica, una canción muy bien elaborada puede ser un fracaso. Tu maravillosa letra puede no decirle nada al común de los mortales, que podrá ser más atraído por un riff, por un armado armónico, por un solo de guitarra muy sobresaliente o por la figura de la chica que canta.

AC: Entre las canciones tuyas, «Arroyo seco» me gusta especialmente, y en cuanto a su letra te diré que ¡entiendo todo!

JMV: Bueno, tú fuiste el ingeniero en esa grabación, así que la conoces bien. Es narrativa y tiene la estructura de un blues de doce compases, un poco estilizado para que se oiga como canción ranchera. Su tema es espinoso: las extorsiones y violencias a las que se somete a fin de año a los migrantes mexicanos que vuelven por tierra a sus poblaciones de origen para pasar la Navidad y el Año Nuevo. En verdad no me preocupa hacer letras que sean totalmente accesibles. Alguna canción mía la concebí en la estela del surrealismo, otra canción tiene un aspecto dolorosísimo: está dedicada a Javier Sicilia —otro amigo de las aulas universitarias—, con motivo del terrible asesinato de su hijo. Hay otra que le escribí a Betsy Pecanins, a petición suya y a partir de la descripción de las operaciones de columna vertebral que sufrió desde que era muy niña. No son canciones fácilmente digeribles, pero a mi juicio están bien concebidas y realizadas.

AC: Ya enfilando rumbo el final, ¿puedes mencionarme algún compositor que te agrade especialmente?

JMV: Para mí, Joni Mitchell es la mejor, hace obras de arte.

AC: Qué bueno que la mencionas. Pienso en algunos músicos del más alto nivel que se sintieron atraídos a participar en sus proyectos, como Wayne Shorter, Herbie Hancock y Jaco Pastorius… Fue un imán para los jazzistas.

JMV: Sí, aunque ella no fuera jazzista, e incluso me pregunto si lo que hace es rock. Un dato curioso: Joni Mitchell compuso el himno celebratorio del festival de Woodstock sin haber asistido. Su genio captó por medio de la letra ese acontecimiento como nadie. 

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