(Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966). Su libro más reciente es Ábaco de granizo (Era, 2021).
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Cuando Octavio Paz (1914-1998) y Carlos Fuentes (1928-2012) se conocieron en París, en abril de 1950, los catorce años de diferencia marcaron en un primer momento una distancia categórica, como la que seguramente persistió aquella mañana de 1912 cuando el veinteañero Ramón López Velarde visitó al cuarentón José Juan Tablada en su casa japonesa de Coyoacán. Bastaron unos pocos años para que la relación entre maestro y alumno desapareciera en el trato de los dos poetas, e incluso la mutua influencia de sus respectivas obras diera impulso, aire de novedad y replanteamientos estéticos a la lírica de cada autor. En el mar de asuntos que despliega Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020), de Malva Flores, asistimos al devenir de una relación afectiva e intelectual con crestas, valles, desfiladeros y precipicios, suma de alianzas, entuertos, conciliaciones y desencuentros, pero también, de mutuas lecturas y relecturas de sus obras. La autora nos revela particularmente los aprendizajes, las glosas, las reformulaciones y las apropiaciones paceanas que sobre todo el primer Fuentes diseccionó y atrajo para sus novelas y ensayos. ¿El león que desaparece al cordero a la mitad del foro? Los matices de lidiar con la angustia de las influencias van de la asimilación gradual a la congestión troglodita. ¿Y en el sentido inverso, me pregunto, qué atrajo, sedujo o retroalimentó a Octavio Paz de la literatura del autor de Aura? La vitalidad de su joven amigo, la sátira y el humor seguramente permearon en el ánimo del escritor mayor que, ya desde aquel 1950 —con la publicación de Libertad bajo palabra y El laberinto de la soledad—, presentaba piezas llamadas a convertirse en clásicos de las letras mexicanas. Los dos escribieron con elogio y ponderación sobre sus libros, con más énfasis de admiración Fuentes, tanto en artículos literarios como en su nutrida correspondencia privada, tal y como ha sido documentado por Malva Flores en esta crónica intensa y reveladora que se bifurca con espontaneidad hacia la crítica literaria y la historiografía, el ensayo y la biografía, la literatura comparada y el análisis político, un todoterreno de lectura ágil que se desplaza a varias velocidades por el paisaje de la literatura mexicana, pero también por el de otros territorios, con las obligadas estaciones que exigieron a la autora una revisión más serena y argumentada, ese recuento de los daños o recolección de la cosecha de sucesos que involucraron a los protagonistas de Estrella de dos puntas.
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El interés común por la discusión y el examen de la actualidad política nacional y del entorno geográfico involucró a los dos escritores desde sus primeras apariciones en la escena literaria, ambos enemigos jurados de la torre de marfil y, por lo menos, cautos ante la ambigua zona de confort del intelectual orgánico. Por supuesto, esta otra banda de las ideas y la acción política también merece el seguimiento minucioso de Malva Flores, aportando a su relato fascinante y riguroso varios frentes testimoniales —a modo de complemento, réplica o ampliación del horizonte— de acontecimientos que protagonizaron o discutieron Paz y Fuentes. Estrella de dos puntas es por eso un ensayo polifónico y poliédrico. La poeta de Luz de la materia y Galápagos rehúye la versión unánime y políticamente correcta, «la voz cantante» de uno o de otro escritor, más allá de su simpatía por el autor de Ladera Este; sin asumirse como tribunal o cosa parecida, atrae a su investigación las crisis políticas y existenciales que enfrentaron cada uno como el mejor escenario de su crítica y su clínica, renuncia a todo indicio de hagiografía y libelo para proponernos —en un estilo sobrio, imaginativo y seductor— el viaje intelectual y literario de los dos escritores más influyentes de la cultura mexicana de la segunda mitad del siglo xx.
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Las encrucijadas de la literatura en la historia o las arenas movedizas del llamado escritor comprometido con su época eran agua corriente para el Octavio Paz de los años cincuenta. La Guerra Civil española fue su bautizo de sangre y fuego, las purgas y los crímenes estalinistas —revelados en esa misma época— influyeron de forma decisiva para asumirse como un artista de pensamiento liberal, independiente y crítico. Las discusiones políticas y filosóficas de los primeros años de la posguerra en Francia ratificaron con argumentos de peso su elección: el escritor no puede legitimar con su obra o solvencia moral ningún tipo de autoritarismo ideológico. En tal sentido, el río revuelto de los hitos históricos por venir pondría a Fuentes y a Paz alertas y en guardia, velando armas en el escepticismo de los credos al alza, a la ofensiva crítica, metidos en las túnicas de videntes de la actualidad, lúcidos e inquisitivos ante cualquier atisbo de demagogia o cooptación. La Revolución cubana, el 68 francés y el mexicano, el «Halconazo» de 1971 y el voto de confianza de Fuentes a Echeverría, el golpe de Estado en Chile, la revolución sandinista y las guerrillas en Centroamérica, las elecciones de 1988 y la simpatía inicial de Paz por el salinismo, la caída del muro de Berlín y el Movimiento Zapatista en Chiapas fueron pruebas de fuego para las convicciones y los actos de los amigos, en la escena pública, por supuesto, pero también en el perímetro de sus lealtades, afectos y complicidades. De estas y otras batallas políticas y sociales, la amistad de nuestros dos primeros Premios Cervantes de Literatura salió diezmada, aunque no herida de muerte, o al menos eso parecía hasta antes de la publicación de «La comedia de Carlos Fuentes», de Enrique Krauze, en New Republic y en Vuelta. ¿La gota de cianuro o de plomo que derramó el agua del vaso de la longeva relación? Una amistad de décadas, entrañable y forjada en las simpatías, pero sobre todo en las diferencias, siempre puestas al descubierto y a la discusión.
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La lectura de Estrella de dos puntas, de Malva Flores, me condujo necesariamente a la relectura del ensayo de Enrique Krauze. Los juicios del autor de «La comedia de Carlos Fuentes» respecto de las oscilaciones políticas —las metamorfosis ad hoc para cada circunstancia— del autor de La muerte de Artemio Cruz me parecen inapelables. Sin embargo, tengo reservas sobre varios cuestionamientos estrictamente literarios y que en la exposición del artículo del historiador fueron demoledores. Cuando enuncia que «En un poema de Paz o un cuento de Rulfo la obra partía de la vida mexicana, participaba de ella», suscribe que ese mecanismo literario y espiritual no ocurre en la obra de Fuentes. Dicha observación me resulta tan vaga en su descripción como en su juicio. Precisamente Lowry, al que se alude en el mismo párrafo como ejemplo «de la encarnación de lo mexicano», rechazaba tajantemente en su célebre carta a Jonathan Cape el supuesto elogio de un dictaminador que consideró que Bajo el volcán «acumulaba a paladas el color local mexicano». Para tales mediciones, el apoyo de la sociología y la antropología querrían meter su cuchara. Prefiero en todo caso la subjetividad del gusto literario y la lectura del presente que actualiza las obras del pasado con el beneficio, claro está, del tiempo transcurrido; en tal derrotero, el valor estético de ese poema de Paz o ese cuento de Rulfo no reside en si encarnan o no el espíritu de lo mexicano o cualquier otro tópico, puesto que el reto mayor de su autor se encuentra precisamente en la capacidad —artificio, intuición, perspicacia y talento— para trascenderlo de su condición histórica y geográfica.
En efecto, como bien lo refiere Malva Flores, ni las críticas de Elena Garro a La región más transparente ni el artículo en Plural de Gastón García Cantú habían tajado o afectado drásticamente la amistad del poeta y el novelista. La disección escrupulosa de Enrique Krauze a la obra y a la figura pública de Carlos Fuentes es un ejercicio de exégesis literaria y biográfica sobresaliente, de la misma altura y dimensión de La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz (1978), de Jorge Aguilar Mora, y El rey va desnudo. Los ensayos políticos de Octavio Paz (1989), de Enrique González Rojo Arthur, que extrañamente no tuvieron la misma repercusión que el ensayo publicado en Vuelta en junio de 1988, pocos meses después de que el autor de Terra Nostra recibiera el Premio Cervantes de Literatura.
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La amistad del poeta y ensayista con el narrador que también practicó la equitación del centauro concluyó con dicho episodio. Se encontrarían en otros frentes. Distantes el uno del otro y con una conversación siempre pospuesta. Como escribe Malva Flores en Estrella de dos puntas, Carlos Fuentes no usó su derecho de réplica al artículo de Krauze —congruente, es verdad, con su actitud de guardar silencio respecto de las críticas adversas a sus obras literarias, una manera de «desayunarse a sus críticos», como escribió en una colaboración para la revista Nexos—. En eso sí era diferente a Octavio Paz, quien siempre estuvo al tanto de lo que se decía y se callaba de sus libros, dispuesto, si la situación lo ameritaba, a salir a la arena pública para debatir con sus objetores y adversarios. ¿Habría permitido nuestro Premio Nobel un artículo en Plural o Vuelta, ya no digamos del calado desmitificador del escrito por Enrique Krauze, pero sí un texto libre de visceralidad, bien estructurado y con argumentos dignos de examinar? Bajo tales exigencias, los exabruptos de Francisco Umbral o Fernando Vallejo no califican para tal categoría. No, ese tipo de zafarranchos y verborrea biliosa flaco favor han hecho a la crítica. El mejor ejemplo que se me viene a la cabeza es éste. Pienso en la posible reseña que pudo escribir Antonio Alatorre sobre la primera edición de Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe. El artículo no se materializó en cuartillas contantes y sonantes, pero los reparos y yerros del libro llegaron a los ojos y oídos de Paz y la amistad —«de segunda clase, pero amigos», a decir del poeta— vino a pique, para lamento del autor de Los 1,001 años de la lengua española. Cada vez que quitaba los grilletes a la prudencia, Antonio Alatorre abonaba a la vilipendiada tarea de bajar del pedestal a nuestros héroes literarios. El blindaje crítico es una institución benemérita de la literatura mexicana, de tanta prosapia como la del ninguneo. Sin proponérselo tácitamente, Estrella de dos puntas de Malva Flores contribuye al mismo afán del modesto filólogo jalisciense al obsequiarnos una serie de retratos —sin retoques, filtros o iluminación de estudio— donde los personajes estelares de su libro son vistos a la luz de las circunstancias vitales, literarias e históricas. La fama, el prestigio social, el éxito comercial no figuran en estas páginas como salvoconductos que dispensen a los escritores de la aduana crítica, ni siquiera esos oropeles funcionan como telón de fondo para dichas recreaciones plásticas. Lo que vemos en este salón de retratos —o por qué no darles movimiento a las instantáneas y decir, sin más, sala de proyección cinematográfica— son las vicisitudes y los logros de dos hombres de letras, sus caminos paralelos y sus entrecruzamientos, sus ejercicios de examen y revisión del aquí y el ahora.
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Este libro es y será pieza indispensable para leer y estudiar buena parte de las letras mexicanas de las últimas cinco o seis décadas. En consecuencia, es deseable que en su segunda edición cuente con un índice onomástico, un directorio de las revistas y suplementos culturales que se citan respecto de colaboraciones de Fuentes y Paz o de réplicas o referencias sobre las obras del novelista y el poeta, y, por último, sirviéndome con la cuchara grande, una línea de tiempo dispuesta en un tablero de cinco o seis columnas que contengan las cronologías de Paz, de Fuentes, de las obras relevantes de la literatura mexicana, de la obras maestras de la literatura mundial, de la historia de México y de la historia universal.
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Una vez concluida mi lectura de Estrella de dos puntas,mi curiosidad y mi apetito por releer con nuevas coordenadas las obras de Octavio Paz y Carlos Fuentes han aumentado. He exorcizado varios prejuicios, corregido inexactitudes, ampliado, en suma, mi campo de lectura y análisis para regresar a los poemas y ensayos de Paz, a los cuentos y novelas de Fuentes, pero también para replantear la cartografía de las letras nacionales, para problematizar ciertos pasajes de su historia que se asumen como sobreentendidos, películas en blanco y negro o discusiones bizantinas de café y cantina. «La estrella anómala de dos puntas» se convierte entonces en punta de obsidiana, flecha y lanza de guerra, navaja de instrumental doméstico y artesanal o consabido cuchillo de los sacrificios, símiles y metáforas de la disecciones críticas, tajos y desollamientos, perforaciones y cortes en la materia viva, operaciones doblemente entrañables.