Habitar la casa de otro
es extraña experiencia.
José Luis Cuevas
1
Querido Samuel:
Cuando me cambié a tu casa no me importó echar por tierra varios de mis planes. Tenía pensado irme de vacaciones a la playa o tomar ese curso de fotografía que te había comentado, pero las vacaciones de este año se sumaron a las de años anteriores. La verdad es que aunque no me hubieras presionado yo me habría ofrecido a quedarme en tu casa. A fin de cuentas, pensaba, somos amigos. Ahora te escribo por lo que va quedando de esa amistad. Tu beca de especialización en Inglaterra (¿recuerdas cuánto luché yo también por obtenerla?) está por terminar y, por lo tanto, tu regreso es inminente. Pero, Samuel, no vuelvas. Quédate por allá. ¿Acaso no me dijiste la última vez que llamaste por teléfono todas las oportunidades que te han brindado para que permanezcas en Liverpool? La razón que argumentas para rechazarlas me parece insustancial. ¿Que te has dado cuenta de que amas a Lorena? No regreses, Samuel, te lo pide tu buen amigo Luis, ¿recuerdas?, el que presentaba por ti los exámenes de geometría analítica y análisis químico. No regreses.
Buenos días aquellos, ¿no? Yo iba a tu casa a pasarte los apuntes que perdías por no asistir a clases. La pobre doña Carmen se mortificaba mucho cuando descubría tus inasistencias, pero siempre la calmabas con un beso. ¿Te acuerdas? En esa época yo sólo tenía acceso a tu recámara y, de vez en cuando, al comedor, donde, por cierto, está el único espejo que hay en toda la casa. Ahora es distinto, y aunque puedo abrir todas las puertas, no lo hago. Sólo uso las que conducen a la cocina y a tu dormitorio. Creo que cuando vivía tu madre hacías lo mismo: por las mañanas a la hora del desayuno y en las madrugadas al regresar de tus parrandas.
Quizá te sorprenda si te digo que llevo más o menos la vida que hacías aquí. En serio. El buen Luis ha cambiado, tanto que es probable que ya no lo reconozcas. O quizá lo conozcas demasiado. Sé que bastará un dato para que te convenzas de ello. ¿Recuerdas ese disco de Jimi Hendrix que te regalé cuando cumpliste los veintiuno? Sí, aquel disco de colección con portada de muchachas desnudas que no podías conseguir por ningún lado. A mí el tal Hendrix (a pesar de que tú repetías que era el mejor requintista del mundo) nunca me agradó mucho que digamos, y cada vez que me invitabas a oírlo prefería inventarte cualquier excusa e irme a mi casa. Hoy, sin embargo, me gusta. Pero no creas que de repente haya comprendido el error de mis apreciaciones, sino que tengo la sensación de conocer el disco a fondo. Es más, la primera vez que lo escuché a solas pude precisar sin ningún trabajo cuáles transportaciones de tono, arreglos musicales y armonías continuaban. Era como si lo hubiese escuchado, según tu costumbre, noche tras noche antes de dormir.
Sin embargo me parece que no estoy cumpliendo con la finalidad de este correo porque, aunque te he platicado algunas de las cosas que están ocurriendo, hay otras de las que no estoy completamente seguro y prefiero confirmar antes mis sospechas. De cualquier forma…
2
Samuel:
Al paso que voy mucho me temo que tampoco podré terminar este segundo mensaje. ¿Las causas? No quiero saberlas del todo. ¿Las disculpas? Perdón, perdón, perdón, perdón, perdón (las que faltan para mil, si te interesan, complétalas tú). Ya en serio, si tus amiguitas del club llegan puntuales a la hora convenida para la fiesta de hoy, es probable que no lo concluya y que, obvio, no te lo envíe.
¿Sabes? Al principio no entendía cómo te las arreglabas sin espejos. Porque salvo el que cubre de extremo a extremo una de las paredes del comedor, no hay otro en toda la casa, y eso de bajar cada mediodía semidormido con riesgo de resbalar no me ha hecho ninguna gracia. Es por eso que mi barba chayotera —como tú acostumbrabas llamarla— está tupida y ya me explico que tú tampoco te afeitaras. Pero debido a que la cuestión de los espejos no me dejaba en paz (creo que hasta llegué a comentártelo en el mensaje anterior), formulé varias hipótesis. Sólo que ninguna me convenció por completo.
Roído por conjeturas idiotas que no me conducían a ningún lugar resolví coger el asunto por la cola, meterlo en un frasco vacío y arrojarlo a la basura.
La respuesta vino después por sí sola. Bastó llevar una vida nocturna (con sus crudas realidades por las mañanas) para entenderlo. A nadie le gusta verse a primera hora en un estado tan deprimente. Es por eso que ahora yo también evito los espejos, por lo menos en seguida de levantarme. Es más, este hecho me obligó a cambiar mi forma de vestir, a preocuparme por estar más presentable. Lo bueno es que las chicas de la compañía se han dado cuenta de mis esfuerzos y hasta me coquetean. No es broma. Ya era justo que no me tomaran sólo como el «amigo de Samuel».
La casa la mantengo en las mismas condiciones en que tú la tenías antes de marcharte. Luchita sigue viniendo una vez por semana como cuando estabas aquí. Como ves, no ha habido gran cambio después de tu partida.
Pero hay algo por lo que debo pedirte disculpas. ¿Recuerdas mi cuerpo enclenque y debilucho? Pues he subido varios kilos, de modo que tu ropa me sienta a la perfección. También la de deportes. Y he tomado tus raquetas y hecho uso de la membresía que tienes en el club. Después de todo, ¿no crees que es mejor que alguien las aproveche? Pero no creas que fue tan sencillo. La primera vez que me atreví a ir al club estaba nervioso, temiendo que de un momento a otro me descubrieran. Sin embargo, no sucedió así.
Me imagino que a pesar del frío y del engorro del curso de especialización la has de estar pasando muy bien. ¿Ha cambiado tu envidiable color bronceado? Dicen que allá hay albercas con aire acondicionado y luz de playa artificial. ¿Las frecuentas? Yo, gracias al club y a tu condominio de Cuernavaca, tengo un color de latin lover que nada tendría que envidiarle al tuyo.
¿La estás pasando bien allá? Pero qué pregunta. Conociéndote, es seguro. Y ésa es otra buena razón para que te quedes definitivamente. Aprovecha las oportunidades que mencionaste y, por favor, no regreses.
3
Los mensajes anteriores debieron llegarte la semana pasada. Pero como no los mandé, ni siquiera puedo culpar al correo. Los añadiré a éste que apuradamente escribo. Te envío los tres porque repetir los dos anteriores con todos los datos que ahora sé y que entonces desconocía es —tú mejor que nadie lo sabe— bochornoso para quienes odiamos el género epistolar. Si no fuera porque conozco tus gritos de la misma manera que empiezo a acostumbrarme a los míos, te hablaría por teléfono para terminar con todo esto. Mira, como el tiempo apremia —y las ganas también— sólo podré referirte a grandes rasgos lo que sucedió. ¿Recuerdas la última vez que me enviaste un correo? Entonces me dijiste que lo que te impedía quedarte en Liverpool eran tus deseos de volver a ver a Lorena. Que tu rompimiento con ella había sido una locura. Hoy te comprendo. Antes sólo la conocía por referencias tuyas, pero precisamente el día que escribía el mensaje anterior llegó con las demás chicas. Venía dispuesta a hacer las paces. Dice que estuvo una temporada en la playa —como se lo recomendaste para sus nervios— antes de venir aquí, a esta casa y conmigo. De nuevo, al igual que con los discos y tantas otras cosas, bastó que la viera para reconocerla y saber lo que pasó entre ustedes, es decir, entre nosotros. Eres un maldito mentiroso. Ella no tuvo la culpa. Bueno, comprendo que quisieras salvar el orgullo. Lo que no comprendo es cómo pude dejar que en mis mensajes anteriores el buen Luis aflorara y te pidiese que «por favor» no regresaras. No lo hagas. Sería lamentable. Mira, ya basta. No quiero llegar tarde a mi boda. Hazme caso y no vengas, no tanto por las propiedades de que me he adueñado sino porque conoces a Lorena y dices amarla. Le causaría una grave crisis enterarse de la existencia de dos Samueles.