(Guadalajara, 1965). Autora de Sigilosos v(u)elos epistemológicos en Sor Juana Inés de la Cruz (Ed. Iberoamericana / Vervuert, 2007).
La relación entre cuerpo y mente ha sido tratada por la filosofía desde sus orígenes clásicos. Filósofos de la Antigüedad, como Platón, han establecido una jerarquía en la que la razón domina, se sobrepone, supera e incluso controla al cuerpo. El cuerpo queda reducido o asociado a lo perecedero de lo material, de lo temporal, lo que acaba convirtiéndose en polvo, en materia orgánica que recibe la tierra en su reciclaje continuo.
A través de la historia, el cuerpo ha sido asociado a la mujer, a su encantamiento, como si el cuerpo fuera una continuación de las cautivadoras voces de las sirenas homéricas que atrapan con su música, o con el espejeo del tacto, o con el hechizo de sus formas abrazadoras, húmedas, armónicas, curvilíneas, maternales; un refugio, alimento o descanso, pero también la aterradora cavidad abismal, la vagina dentata que succiona al hombre para hacerlo naufragar.
La mujer queda así metonímicamente asociada a los peligros del mundo, a sus atracciones engañosas, a sus luces y colores falsos, al diablo, a los placeres que nos desvían de nuestras labores, de nuestra vocación por lo ético, por lo social. A lo que sería, en términos de una fábula de Esopo, el trabajo de la hormiga y no el canto de la cigarra que se tiende, se arrellana a cantar, a pintar, a escribir, o bien a pasar una tarde en contemplación o en el disfrute amoroso que no tiene valor o finalidad sino en sí, absolutamente en sí, en el momento que se abre hacia algo más que sería quizá un vislumbre de eternidad como lo concibieron los poetas románticos.
De esta manera, el cuerpo queda relegado a un segundo lugar, aun cuando al mismo tiempo se le encomia, se le exalta en sus proezas olímpicas. Mens sana in corpore sano. El mismo Platón discurre en sus Diálogos sobre la necesidad de controlar, disciplinar ese furor divino deleitoso que al mismo tiempo lo seduce en el canto épico de Homero, en la belleza de los jóvenes, en la música, el ritmo, la melodía, la rima, el aspecto material, auditivo de la poesía, que tiene un efecto no sólo en las sensaciones sino en las facultades interiores y en el alma.
Por su brío y su aliento, su viveza y resistencia, su inestable e impredecible vaivén, su inconmensurable potencia, se crea la urgencia de regir sobre el cuerpo, reprimirlo, despreciarlo. El cuerpo es la cueva, la oscuridad, lo que rebasa las fronteras del conocimiento humano. Salir a la luz desde la caverna, atreverse, es dejar ese cuerpo arrinconado para enaltecer la luz de la razón, cegada por alejarse de su origen. Desconoce entonces, en un proceso temporal que no acaba, su primordial cimiento. Aunque conectados desde nuestra estrella interior con la luz nocturna del pensamiento creativo, buscamos mirar de frente y alcanzar el fuego castigador del Rey Sol, su poder político regido por leyes, pero en esa competencia por la supremacía, caemos una y otra vez desbarrancados como Ícaro y Faetón.
El cuerpo entonces es ese ser primitivo, inescrutable y amenazante que queda en la prisión de la caverna. En ella caben todos esos seres extraños y excéntricos, los monstruos, las figuras mitológicas femeninas castigadas por su desobediencia, por su osadía, que pululan en el Sueño de Sor Juana, los engendros de Goya embadurnados en los muros de su Quinta del Sordo, seres desconocidos que atemorizan. También se constriñe a ese encierro de censura, como bien se retrata en el Celoso extremeño de Cervantes, a la mujer y a sus pechos que amamantan, sus palabras-cuerpo-poesía, su escritura y polifonía corporal que potencian formas de placer, de ser y de estar comunitariamente en el mundo, como explican Luce Irigaray y Hélène Cixous.[1] Palpitaciones y humedades, labios, caricias, besos y silencios impregnados de pensamiento se multiplican alimentando civilizaciones.
Las otras voces son las sirenas que no se pueden silenciar, así como un dedo tampoco puede tapar el sol. Esas voces son la música del cuerpo; cantan a pesar de la negación de su sustento y de su arrullo. Las voces del cuerpo, su abrazo, su oscilación, su ritmo, son el sostén del pensamiento y de sus facultades. Son un río o un mar que desemboca en la iluminación que proporciona la imaginación al entendimiento y a la razón, como bien explica Kant.
La serie de transferencias, una continuidad no jerárquica sino en plena colaboración, un tránsito o viaje desde las impresiones diurnas hasta el momento de reposo del sueño, que podríamos relacionar con la reminiscencia desde la quietud de Worthsworth, en la que todos los órganos laboran desde su acompasada maquinaria para destilar lo más exquisito de las impresiones corporales en una serie de traslados metafóricos, proyectados sobre la camera oscura del pensamiento, repetida proyección, retrato o reflejo en ese poema magistral que el alma lee para cifrar así no sólo el poema largo en su totalidad sino el acto de crear poesía como forma de conocimiento, poiesis como scientia:
Y del modo que en tersa superficie, que de Faro cristalino portento, asilo raro fue, en distancia longísima se veían sin que ésta le estorbase, del reino casi de Neptuno todo las que distantes lo surcaban naves viéndose claramente en su azogada luna el número, el tamaño y la fortuna que en la instable campaña transparente arriesgadas tenían, mientras aguas y vientos dividían sus velas leves y sus quillas graves: así ella, sosegada, iba copiando las imágenes todas de las cosas, y el pincel invisible iba formando de mentales, sin luz, siempre vistosas colores, las figuras no sólo ya de todas las criaturas sublunares, mas aún también de aquellas que intelectuales claras son estrellas, y en el modo posible que concebirse puede lo invisible, en sí, mañosa, las representaba y al alma las mostraba. [2]
Prodigioso es que Sor Juana Inés de la Cruz, poeta e intelectual brillante del siglo diecisiete, representara en su poema magistral lo que Kant dilucidaría siglos después en su tratado filosófico Crítica del juicio. Las representaciones metafóricas, la pintura por medio de la palabra, ut pictura poesis, son abstracciones que se trasladan a través del tiempo para nutrir la creación y el pensamiento. Sustentada en la ininterrumpida actividad del cuerpo durante el sueño, la fantasía proyecta simulacros, fantasmas o figuras poéticas para que el alma o el entendimiento los descifren:
(Así linterna mágica, pintadas representa fingidas en la blanca pared varias figuras, de la sombra no menos ayudadas que de la luz: que en trémulos reflejos los competentes lejos guardando de la docta perspectiva, en sus ciertas mensuras de varias experiencias aprobadas, la sombra fugitiva, que en el mismo esplendor se desvanece, cuerpo finge formado, de todas dimensiones adornado, cuando aun ser superficie no merece.)
La «idea indeterminada de la razón» en Kant podría relacionarse con la figura poética o metafórica en Sor Juana, ya que esta idea «no puede ser representada por conceptos sino en una exposición». Para el filósofo prusiano, la «facultad de exponer… es la imaginación». De esta manera, la «exposición» es afín a la representación o proyección de figuras, pinturas o simulacros, en el Sueño de Sor Juana.
Es de notar que, de un modo inconcebible para nosotros, sabe la imaginación no sólo volver a llamar así los signos de conceptos, incluso de mucho tiempo acá, sino también reproducir la imagen y la figura del objeto, sacada de inexpresable número de objetos de diferentes clases o de una y la misma clase; y más aún, cuando el espíritu establece comparaciones, deja caer, por decirlo así, una imagen encima de otra, realmente, según toda presunción, aunque no con suficiente consciencia, y de la congruencia de muchas de la misma clase sacar un término medio que sirva a todas de común medida. Sólo cuando la imaginación, en su libertad, despierta el entendimiento, y éste, sin concepto, pone a la imaginación en un juego regular, entonces se comunica la representación, no como pensamiento, sino como sentimiento interior de un estado de espíritu conforme a fin. Ahora bien: cuando bajo un concepto se pone una representación de la imaginación que pertenece a la exposición de aquel concepto, pero que por sí misma ocasiona tanto pensamiento que no se deja nunca recoger en un determinado concepto, y, por tanto, extiende estéticamente el concepto mismo de un modo ilimitado, entonces la imaginación, en esto, es creadora y pone en movimiento la facultad de ideas intelectuales para pensar, en ocasión de una representación (cosa que pertenece ciertamente al concepto de objeto), más de lo que puede en ella ser aprehendido y aclarado.
De la misma manera que, para Kant, en el Sueño de Sor Juana el entendimiento no puede concebir o retratar en conceptos definidos, tanto la aspiración como la intuición o deducción imperfectas de aquello que rebasa las dimensiones humanas. En Sor Juana, las figuras poéticas que representa la fantasía, fruto de la sublimación gradual de las sensaciones diurnas a través de un viaje o ascenso por la estimativa, la imaginativa y la memoria, desbordan el vaso del entendimiento, vaso que Gorostiza amplifica en su poema magistral Muerte sin fin:
No de otra suerte el alma, que asombrada de la vista quedó de objeto tanto, la atención recogió, que derramada en diversidad tanta, aún no sabía recobrarse a sí misma del espanto que portentoso había su discurso calmado, permitiéndole apenas de un concepto confuso el informe embrión que, mal formado, inordinado caos retrataba de confusas especies que abrazaba sin orden avenidas, sin orden separadas, que cuanto más se implican combinadas tanto más se disuelven desunidas, de diversidad llenas, ciñendo con violencia lo difuso de objeto tanto, a tan pequeño vaso aun al más bajo, aun al menor, escaso.
Queda anegado el entendimiento porque la metáfora empieza a proliferar, a expandirse en sus infinitas posibilidades y asociaciones. El entendimiento reconoce su infranqueable obstáculo porque ningún concepto puede comprehender en una mirada temporal ese vuelo hacia lo impenetrable: se queda chico frente a la portentosa diversidad, frente al misterio de una flor. Reconoce su límite con admiración hacia esa luz que brilla en la figura de la metáfora poética o artística, creada por la fantasía a partir de las sensaciones corporales. Son música auditiva: pinturas visuales y conceptuales indivisiblemente. Nunca quedan fijas. Nunca son un solo cuadro, un solo significado, una única enseñanza, una ideología. No se pueden definir en un sentido político.
La imaginación, la reina de las facultades, representa la aspiración hacia lo que es inabarcable para los anteojos del pensamiento. La capacidad de la imaginación de remontar hacia «un abismo donde teme perderse a sí misma», hacia lo que no se puede medir ni en números ni en conceptos claros y precisos, no la tienen ni el entendimiento ni la razón, como esclarece Kant. De igual manera, en el Sueño de Sor Juana la indagación gnoseológica es un repetido y riesgoso vuelo, con caídas vivificadoras en el regazo maternal marítimo, en el despertar, cuando el estómago pide comida y el cuerpo nos exige atención.
La imaginación entonces, como explica Kant, tiene sed de lo infinito, como diría también Unamuno, esa sed de ir más allá de los límites de la razón. Se atreve, desobedece y se lanza sin ninguna preocupación o premura. Una y otra vez se escapa por la noche con su velo de oscuridad y de misterio, como el alma en «La noche oscura del alma» de San Juan de la Cruz. Sale a buscar su origen divino hacia las alturas del cosmos, inconcebibles por la razón que pusilánime no se atreve porque sólo puede formular conceptos definidos por su medida. No puede ni siquiera retratar un fragmento de ese viaje, a pesar de que hasta ese momento se pronuncia reina y dueña del cuerpo y de todas las demás facultades interiores. Dueña también de la naturaleza y del mundo en su ambiciosa demencia.
La razón es la ley de lo simbólico asociada a lo patriarcal. La razón trata entonces de reclamar su dominio, pero queda francamente anonadada en el súbito reconocimiento de sus propias limitaciones, de su insuperable imposibilidad, de su cortedad y ceguera connaturales. Lucha y violenta a la imaginación para reducirla a su timorata mesura, un concepto unívoco, una doctrina o dogma, pero la imaginación se desliza, se resbala, se escapa, se confunde en la ambigüedad de lo indefinible, se arroja, se extiende y desperdiga, se encubre o disfraza bajo diferentes máscaras o figuras, y asciende para caer, naufragar en el regazo del cuerpo y volver a volar hacia lo lejano e inapresable con tesón y atrevimiento, por instinto y vocación. Y en ese choque de esas dos facultades se crea el milagro de una afinidad en el momento de la revelación de lo más elevado de la experiencia estética que es la emoción de lo sublime cuando reconocemos que nuestras facultades sensoriales son también suprasensoriales. No somos simplemente materia, sino también y siempre, cuerpo imaginante, ánima pensante y soñadora que indaga y recupera a través de la fantasía, de sus lúdicas y desinteresadas figuraciones, el sentido humano de la libertad
[1] Luce Irigaray. El sexo que no es uno. Madrid: Akal, 2009; Hélène Cixous. La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura. Prólogo y traducción de Ana María Moix. Traducción revisada por Myriam Díaz-Diocaretz. Barcelona: Anthropos, 1995.
[2] Sor Juana Inés de la Cruz. Obras completas. Vol. 1. Lírica personal. Edición, introducción y notas de Antonio Alatorre. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2009.