Un río salvaje

Roberto Ramírez Flores

Guadalajara, Jalisco, 1990. Su libro más reciente es Líneas imaginarias (Veinti6 Veinti8, 2023).

Él es quieto como el cristal, yo soy un río salvaje. El trayecto en autobús le permite recordarlo todo: la luz por la ventana tomando poco a poco el colchón hasta convertirlo en una superficie caliente, el ventilador encendido, una cama separada apenas unos centímetros de la ventana. Deseó que la base tuviera un buen soporte y salvara al cristal del impacto pero a la vez no, mejor mirar los pedazos de vidrio desde lo alto, alternados con la imagen de sus residuos en alguna parte: una sábana, una toalla. El camión se detiene. Un chico de bermudas floreadas paga la cantidad exacta y va a los asientos traseros. Ulises mira la cara del joven, ahora sentado en una esquina del autobús con las manos en las rodillas, como un obediente colegial, y piensa que el tamaño de sus ojos se debe a una decisión premeditada para hacerlos ver más grandes. Es como si fuera por la vida con un puño cerca de su cara, congelado y a la espera del impacto. Y si no es eso lo que imagina, es eso lo que Ulises quiere hacer con su semblante: un golpe bien colocado en la nariz, que sacuda su cabeza y me regrese un labio bañado en sangre y unos ojos aún más abiertos. Siente el movimiento bajo el pantalón. Coloca sus manos encima del cierre con los dedos entrelazados y piensa en una vía de ferrocarril sobre un montículo.

El sol había tomado la cama casi por completo. La sombra de un pilar era lo único que salvaba al colchón de ser una masa hirviendo. Ulises se acercó a la sombra que acariciaba una de las esquinas de la cama, imaginó que las paredes de la habitación estaban cubiertas con arena de mar. Luego estiró las piernas y sus dedos tocaron la luz. Unos minutos después todo su cuerpo se bronceaba. Era difícil sentir otra cosa que no fuera una plastilina caliente a punto de abrirse e ingerirlo, de separarse como dos almohadas. Cama: plastilina: almohada. Las ideas válidas soportan el regreso.

La bocina suena dos veces y el camión frena. Ulises contempla al joven de las bermudas antes de que desaparezca por la puerta de atrás. No escupir, no bajar por adelante, timbrar sólo una vez, lee para sí mismo como reiteración del espacio que habita y se pone en marcha dejando tras de sí aquellas piernas en flor. Pero una cosa es el deseo y otra, que le guste lo mismo que a ti. Aunque, al fin y al cabo, supone que el espacio que separa a los opuestos es fácil de anular: los opuestos habitan los extremos de una línea que desea convertirse en círculo. Al bajar del autobús su mente se entretiene sintiendo rosas despedazadas bajo los zapatos.

Cuando se decidió a abandonar el lugar había pasado casi una hora. Ya todo en la habitación era sol y tenía que andar con los ojos entrecerrados. Tomó de la cabecera su reloj, la única prenda que se había quitado, y lo ajustó hasta el tercer orificio; el nombre de la marca estaba al revés, así que tiraba nuevamente de la correa cuando alguien tocó. Se hizo a un lado después de abrir y él pasó sin decir una palabra. Ulises observó cómo sus ojos se habían encogido al entrar. Después comenzó a distribuir sus cosas alrededor del cuarto: los lentes sobre el buró, el suéter en la cama, la mochila cerca del tapete, y pasó al baño sin quitarle la vista de encima. No estaba ni cerca de sentirse molesto por la tardanza. Al contrario: ver esos ojillos arropándose al traspasar la puerta le había hecho sentir que la sangre se le iba al piso. Ya la pagaría.

Al bajar del autobús encuentra un mundo iluminado a medias que lo lleva a preguntarse si es de día o de noche. Es extraño caminar con la oscuridad de frente y la luz sobre la espalda. Cruza la avenida cuando el semáforo enciende el pavimento de amarillo, se detiene un momento a recordar el trayecto y, cuando la mancha cambia de color, ve una paloma tirada sobre el piso; se mueve. El mejor regalo que se le puede hacer a un animal que agoniza es aplastarlo, pero él continúa sin saber por dónde ir. Dos calles arriba piensa que la paloma blanca podría cambiar de color a voluntad del semáforo.

Fumó un cigarro en el borde de la cama porque le pareció que él, dentro del baño, hacía lo mismo. Un cigarro y un sitio para cagar, casi no se necesita nada. Tras imaginar el humo subir desde su mano recargada en la pierna, pasar por la cara y la nariz recta, y salir por el boquete junto al techo, sintió que lo conocía bien. La importancia está en los detalles. Buscó su nombre en el celular para recordarlo. Alan, repitieron sus labios mientras se recostaba boca abajo y lo imaginaba salir del baño con la misma ropa interior de su foto. Después escuchó sus pasos acercarse, los zapatos contra el piso, su cuerpo tendido muy cerca de él. Esperó un momento para girar sobre la cama y buscar su cara. Cuando su mano, que aguardaba inmóvil sobre el colchón, tocó aquel rostro de niño rebelde, ya era puño.

La pendiente lo hace ver más grande de lo que es. Cubierto por cristales y cortinas blancas, le había parecido una enorme sábana suspendida en el espacio sin aire: inmóvil y mojada. Ahora, por la noche, luce más como un espejo dispuesto a proyectar la negrura total, un cielo sin estrellas, a punto de venirse. Pasa. Usa el elevador. Recorre el pasillo numerado por ambos lados hasta encontrar la habitación cincuenta y nueve; dentro, los sonidos le informan que ya lo esperan.

Había remolinos en el centro del colchón. Ulises le ayudó a limpiarse la cara sobre el lavamanos y después, cuando le gritó que saliera, volvió a su lado de la cama. Las gotas de sangre que comenzaban en la orilla del cobertor y se extendían hasta el pasillo le recordaron que alguien aguardaba dentro del baño limpiándose su amor, y una sonrisa llenó su cara mientras concebía una nueva forma de manchar las sábanas. Sabía que, frente al espejo, él pensaba en la manera de ocultar su cara de monstruo. Lo de comenzar a vestirse y abandonar la habitación sin decir una palabra le tomó por sorpresa. Entonces lo supo por primera vez: Él es quieto como el cristal, yo soy un río salvaje. Había perdido su rastro hasta que esa mañana vio su mensaje en la aplicación de citas: te espero. Y aunque la respuesta parecía innecesaria le escribió que sí, que no llegara tarde esta vez.

Su oreja contra la puerta reconoce dos sonidos: madera y metal. Un arnés sujeto, seguramente, a la cabecera. También dos voces cuando se acostumbra al acecho. Después el ventilador comienza a girar y todo se vuelve difícil de entender. A su nariz llega el aroma del cigarro, toma uno de su cajetilla y fuma sintiéndose acompañado por los hombres que aguardan dentro. Dos. Se aleja unos pasos hacia atrás para observar la puerta entera, como si la decisión de cruzarla o no dependiera de ella, de su tamaño o del árbol del que fue hecha, sólo para darse cuenta de que sin importar lo que haya dentro no será fácil salir. Afuera, la lluvia contra los cristales provoca un sonido agudo; dentro, los relámpagos son una mano rápida que parte el aire.

No logra explicar su propia incertidumbre: la última vez lo vio abandonar la habitación sin reconocerlo. Era, pensó cuando estuvo solo, como si hubiese tomado rostros de diferentes tamaños y construido esa cara. Eso tendría que ser suficiente. Sube hasta el último piso y continúa por una escalera más pequeña. Al contrario de lo que imaginaba, la azotea no tiene el mismo cuidado: el piso está lleno de grietas y cada dos metros hay un tinaco que arruina la vista. Es la otra voz, la desconocida, la que lo inquieta. Es, como en ese momento, sin un paisaje perfecto y el agua mojándole los zapatos, la imposibilidad de controlarlo todo. La boca le sabe a sal. Tal vez la lluvia ha arrastrado el sudor a la lengua y ahora su cara, en espectro, habita la garganta. Hay que devorarse a veces. Conforme baja los pisos y los números de las habitaciones se hacen más pequeños, se da cuenta de que el sabor viene de adentro, como un saludo de las profundidades.

                                                   Do you like my ankles?
Yes.
My legs?
Yes.
My ass?
Yes.
My teeth?
Please shut your mouth and fuck.

El cuadro de la pantalla comienza a cerrarse (nunca había visto algo parecido en una película porno) hasta quedar un rectángulo donde se muestran, entre otras cosas que no alcanza a distinguir, los ojos de un asiático, una oreja (sin aretes), la axila y los vellos de la ingle. Después vuelve a expandirse para mostrar una cara entre las piernas de una mujer. Alguien dentro de la habitación corre las cortinas y Ulises se queda inmóvil, mirando la ventana abierta de par en par que ya no muestra nada.

Después de bajar dos pisos más está de nuevo frente a la puerta, pero ahora lo sabe: regresar, para los ríos, no es alternativa. Pega un lado de su cara a la madera y esta vez sólo escucha el sonido de las aspas combinado con el del agua. Toca con fuerza ante la posibilidad de no encontrar a nadie. Pasa. El aire frío entra por la ventana desde la que alcanza a ver montañas llenas de luces (algunas quietas, otras que suben o bajan): no queda nada del sitio que en su mente reventaba de calor excepto un ligero olor a tabaco. Observa el arnés sujeto a la cabecera, se descalza y repite: Soy un río salvaje, soy un río salvaje. Cuando el humo se asoma tranquilamente por la puerta del baño y después una cara desconocida, después otra y al último la que ya conoce, sabe que el río que se entrega sin violencia tiene más posibilidades de llegar al mar. Sus zapatos, húmedos y volteados sobre el tapete, parecen dos tortugas expuestas a las aves.

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