«Un río donde tanto se desune» / Hernán Bravo Varela

In memoriam Guillermo Fernández

La madrugada del sábado 31 de marzo me desperté con un verso de Guillermo Fernández (1932-2012) en la cabeza: «Un río donde tanto se desune». Ignoraba que su repetición, a la mitad de un sueño del que guardo pocos detalles, hacía eco de una profecía ya cumplida. Quería, además, estar bien descansado y no cargar con esotéricas preocupaciones antes de tomar un vuelo a Guadalajara, donde pasaría las vacaciones de Semana Santa en casa de mi amigo Jorge Esquinca; así que, después de tomar un vaso de leche, regresé a la cama y volví a conciliar el sueño.
     Horas después, tras recoger mi maleta en el aeropuerto, hablé por teléfono con Esquinca y de inmediato me comunicó la muerte de Guillermo. Abordé un taxi como pude y me dirigí a casa del primero. Ahí, en el transcurso de la tarde, fueron llegando amigos en común para recordar a Fernández entre vasos y ceniceros llenos, pocas palabras y canciones de Leo Dan, Procol Harum, Raphael, The Doors y Lucha Reyes. Aún no era de noche cuando Esquinca improvisó un altar de muertos en la sala: prendió una veladora y la colocó sobre la portadilla de Arca (2010), nombre de la última reunión poética de Fernández; alrededor, dispuso un caballito de tequila reposado y una postal con la imagen de San Francisco de Asís.
     Alguien mencionó la absurda pero insalvable distancia entre vivos y muertos que, días atrás, podían haber coincidido en cualquier punto del planeta. Sin pensarlo, cité el verso de Guillermo («Un río donde tanto se desune»), que pareciera haber sido escrito a orillas del Leteo y que compone, con sus escasas once sílabas, un poema titulado «(Oído en un sueño)».
     Quisiera pensar que, mientras lo oía reiteradamente, un río pasaba por mi sueño, pero lo único que recuerdo es una larga escalera por la que yo subía a solas.
 
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Lo conocí en 1997, previo a un festejo organizado en Guadalajara para celebrar la aparición del libro Isla de las manos reunidas, de Esquinca. En él participarían desde Fernando del Paso y el propio Guillermo, pasando por el padre y los hermanos de Jorge, hasta Ricardo Castillo, Ernesto Lumbreras, Luis Vicente de Aguinaga y yo, que me sentía el homenajeado por ser el más joven de la mesa.
     Tras una borrachera campal en la cantina La Alemana, el poeta y editor Julio Ramírez, el músico Guillermo Zapata y yo nos enfilamos junto con Esquinca rumbo a su departamento, titubeantes pero a pie. Al llegar, nos esperaba Fernández a la entrada de una tienda de novias, contigua al edificio de Esquinca; charlaba animadamente con David, su compañero, y daba manotazos al aire mientras fumaba, como si hubiera querido disipar alguna imprecisión histórica junto con el humo del cigarro. Acto seguido, se cubrió la frente con la palma de su mano derecha, en señal de su acostumbrada incredulidad.
     Guillermo se incorporó de un salto y se acercó a saludarnos. Jorge me presentó con él: «Éste es Hernán, de quien te he hablado. Pese a su corta edad, es buen poeta y un melómano tremendo». Mientras subíamos las escaleras del edificio, Fernández y yo empezamos a platicar. Para sorpresa de mi genio inédito, la conversación no giró en torno a mis poemas, sino a la música. «¿Y quién o qué te gusta? Perdón», rectificó con su habitual sorna, «estás muy chiquillo para saber. Lo que te quise preguntar es: ¿a qué compositor escuchas con frecuencia?». Mi respuesta consistió en un inventario de MixUp: de la A de Albinoni a la Z de Zemlinsky. En plena letanía, Fernández dio otro manotazo al aire y me interrumpió: «¡No, joder! ¡Uno solo!». Sobresaltado, atreví un tímido «Mahler». «Ajá, conque Mahler… ¿Y qué de Mahler, maestrito?». «La Resurrección». «¿Y cuál movimiento de la Resurrección?». «El primero». «¿Y qué del primero?». «El inicio». «¿Por qué?». No supe contestarle; tan sólo me encogí de hombros y bajé la mirada. Guillermo se detuvo entonces en el rellano del segundo piso y me miró fijamente; después, mientras sonreía de oreja a oreja y me desordenaba el pelo, me dijo: «Ya me estaba preocupando. Nomás de oír el nombrerío aquel, pensaba que tendrías gusto de poeta o de burócrata. Pero a que no conoces La canción de la tierra…». Temeroso, dije que no con la cabeza. «Es más amanerada que la Resurrección, pero menos mocha. Puro hic et nunc, como dicen los profesores. Nada de vida futura ni esas cursilerías». Esquinca abrió la puerta de su departamento y Guillermo dio por terminada nuestra breve conversación en la escalera: «Pero, oyendo a ese primer Mahler, ¿a poco no dan ganas de creer que un día regresaremos a este mundo?».

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En El ruido eterno, el crítico musical Alex Ross afirma que el cierre de la Segunda Sinfonía de Mahler, mejor conocida como la Resurrección, «suena como la venganza que se toma la música de un mundo antimusical, ruido tratando con desprecio al ruido». Contra la falsa sublimidad de la poesía, Guillermo hizo suya aquella venganza a partir de su libro mayor: La hora y el sitio (1973). Poemas corrosivos, afilados como armas blancas para protegerse de la oscuridad y alumbrarla con sus destellos cegadores; poemas escritos de la cintura para abajo que, a semejanza de Rimbaud, encuentran envidiablemente amarga a la Belleza, de tal forma que la injuria se convierte en salmo biliar:

Para estos días en que me da por mirar al fondo de mí mismo
basta un poco de carne en el hocico de la lujuria.
Me falta juventud para vender el alma.
Estoy cansado de rascarle a las palabras
y esta urgencia de hablarle a mi propio corazón y que me crea.

(La hora y el sitio, iii)

Prueba de esta lírica montaraz es el bestiario que la obra de Fernández encierra —y que, con la excepción de la de Eduardo Lizalde, transmite una ferocidad infrecuente en la poesía mexicana moderna. Tal bestiario posee las dimensiones de un arca de Noé portátil: perros de la soledad contagiados de rabia humana, empiojados ángeles de la guarda que acarician el sexo de los niños y aplastan cucarachas «con su implacable escoba celestial», palabras como asnos o «alertados murciélagos», moscas que fornican «en círculos calientes de tristeza», peces que nadan en el estuario del éxtasis sexual, cuervos que medran «en el paciente corazón», un príncipe-poeta convertido en un sapo cuya «fealdad halló en el contentamiento / hasta convertirlo en su obra perfecta», «el grácil monstruo rubio» del amor en cautiverio, el silencio que engorda «como gato castrado»… Criaturas cuyo cántico desgañitó el franciscano Fernández, patrono de bêtes noires. Onomatopeyas que tratan con desprecio al lenguaje articulado del hombre: contrafábulas. De ahí la dedicatoria de La hora y el sitio: «A todos los chimpancés pasados, presentes y futuros».

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Pero no todo en Guillermo era ciencia paranormal o biología evolutiva. A veces, simplemente, eran lecciones de teología para descarriados. Un domingo por la tarde, afuera del templo de Santa María de Guadalupe ubicado en el pueblo de Atlacomulco, comenzó a recitar a salto de mata el «Cántico espiritual» de San Juan de la Cruz. Al concluir la decimosegunda lira, en la que el Alma advierte a Dios que irá a buscarlo y Éste, amorosamente, la disuade («¡Apártalos, Amado, / que voy de vuelo! Vuélvete, paloma, / que el ciervo vulnerado / por el otero asoma / al aire de tu vuelo, y fresco toma»), un gorrión se posó en su antebrazo.
     De acuerdo con la tradición judía, los gorriones cantan porque pueden ver cómo desciende el alma de un recién nacido desde el Guf (o «Salón de las Almas»). Pero este gorrión en particular permaneció quieto y mudo hasta que, unas liras después, alzó el vuelo y se perdió entre el follaje de un ahuehuete.

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Una vez despiertos y frente a la taza de café con cardamomo que nos había preparado, Guillermo lamentaba no haber podido escribir un poema sobre una imagen —una hermosa superstición, en realidad— que lo había obsesionado desde siempre: cómo la luz de la mañana, filtrada en las cortinas de una habitación a solas, parece delinear el fugaz contorno de un ángel.
     «La luz es el primer animal visible de lo invisible», según la definición de Lezama Lima. Fernández, sin saberlo, había inaugurado su bestiario con el poema que ya nunca iba a poder escribir.

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Publicó trescientas páginas de poesía en medio siglo, pero su trabajo como traductor de la literatura italiana, sin paralelo alguno en nuestra lengua, lo llevó a publicar decenas de miles. No es que Guillermo tuviera cada vez menos que decir como poeta, sino que lo hizo, preferentemente, a través de sus traducciones. Los poemas inéditos que llegaba a mostrar a sus amigos eran fruto de una exasperante lentitud y una desconfianza crónica. Abominaba a los poetas fecundos porque «no tienen tiempo más que para leer sus propios versitos». Admiraba, en cambio, a los que tenían el valor de callarse a tiempo y evitar, así, la repetición ad nauseam de sus obsesiones. La traducción era otra cosa: le permitió, no sin alivio, cerrarle el paso a sus quimeras y darle voz a incontables otros, desde Dante Alighieri hasta Valerio Magrelli. Reanimó a vivos y muertos, los hizo hablar en perfecto español y los despojó de su extranjería. Como a sus amigos y a sus propios asesinos, los hizo sentir en casa. Guillermo no fue un traductor cómodamente sentado a la mesa de sus autores, sino un anfitrión que no dudó en servir a sus invitados el último sorbo de alcohol o de vida que le quedaba.

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En un capítulo dedicado a Mahler, Ross cita una carta del músico vienés: «Soy muy consciente de que, como compositor, no voy a encontrar ningún reconocimiento en esta vida. (…) Mientras sea el “Mahler” que camina entre ustedes, “un hombre entre hombres”, tengo que estar preparado como creador para un trato “demasiado humano”. Sólo se me hará justicia cuando me haya sacudido el polvo de esta tierra». Ése fue, sin tragedias griegas ni megalomanías contemporáneas, el destino de Guillermo. Apenas tuvo reconocimientos mientras vivió. Su trato cosechó la misma humanidad —frontal, telúrica, sin diplomacias— que había sembrado. Junto a su tumba, al pie del volcán Xinantécatl que tanto amaba, los amigos aguardamos que se le haga justicia, tanto por el vivo conjunto de su obra como por su trágica muerte.

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Evitaba oír «La despedida», el movimiento final de La canción de la tierra. Según me confesó, traía mala suerte y peor gusto. Mahler mismo, por una superstición heredada de Beethoven, había decidido eliminar el título de «Novena Sinfonía» a La canción… Hubo tan malos augurios durante su factura, que Mahler decidió intervenir los poemas de Mong-Kao-Yen y Wang Wei, empleados en aquel movimiento, con líneas de su puño y letra.
Él habló, y su voz estaba anegada en lágrimas: «¡Oh, amigo mío, la fortuna no me fue benévola en este mundo! ¿A dónde iré? Voy a vagar por las montañas. Busco reposo para mi corazón solitario. Emprendo el camino a casa, a mi morada. Ya nunca más vagaré en la lejanía. Mi corazón está tranquilo y aguarda su hora».

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«¿Y qué de Mahler, maestrito?». «La Resurrección». «¿Y cuál movimiento de la Resurrección?». «El primero». «¿Y qué del primero?». «El inicio». «¿Por qué?». El propio Mahler, que compuso aquella sinfonía tras asistir al cortejo fúnebre de su amigo Hans von Bülow, redactó el primer movimiento con base en un programa lleno de preguntas retóricas: ¿Qué sigue ahora? ¿Cuál es el significado de la vida y la muerte? ¿Tienen sentido ambas? ¿Hay vida después de la muerte?

Hace quince años, Guillermo me pidió una respuesta clara y sin rodeos. Se la doy ahora, imaginando que coloca la palma curva de su mano en el oído para poder oírme: porque, en los funerales, los únicos que pueden escuchar la música que ahí se toca son los vivos. Mahler escribió los primeros minutos de la Resurrección para que los muertos, al otro lado del «río donde tanto se desune», pudieran escucharla sin tener que regresar al mundo.

 

 

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