Un primer acercamiento a la obra de Juan José Arreola se dio por azar.
En el libro de la escuela primaria, correspondiente al quinto grado, hay dos textos que surgen de la única novela del fabulador de Zapotlán. El primero es un fragmento en el que se describe la feria del pueblo; y el segundo es otro que ya no recordaba, pero que en un encuentro con el poeta David Huerta le escuché recitar, ya que lo sabía de memoria —me lo dijo en 1997, en el huerto de mi casa de la calle Alcalde, donde una tarde salimos a disfrutar de comida y tequila— porque en sus noches de cuitas en la Ciudad de México con Orso Arreola «casi invariablemente cuando caminábamos en las madrugadas por las calles del centro terminábamos diciéndolo a dos voces»:
Si camino paso a paso hasta el recuerdo más hondo, caigo en la húmeda barranca de Toistona, bordeada de helechos y de musgo entrañable. Allí hay una flor blanca. La perfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en la que salí por vez primera a conocer el campo. Campo de Zapotlán, mojado por la lluvia de junio, llanura lineal de surcos innumerables…
Yo imaginé —al tiempo que me narraba el hecho— a David y a Orso: perdidos en las sombras, pero de pronto iluminados de manera dramática por las luces artificiales. Únicamente sus voces en el páramo de la gran ciudad; solamente ellos como habitantes del mundo, alejados —en definitiva— de lo que fue el Zapotlán de Arreola.
El poema quizás fue la simiente de La feria (donde los curiosos pueden leerlo completo entre sus páginas); nació en 1951 como un solitario poema en prosa con el que Arreola (con un título poco afortunado: «Oda a Zapotlán, con un canto terrestre para José Clemente Orozco») ganó los Juegos Florales de Zapotlán ese año. El concurso, sabemos, fue presidido por Arturo Rivas Sáinz, Alfredo Velasco Cisneros y J. Manuel Ponce.
El poema es como un sueño de un adulto que va hacia la infancia en busca de un tiempo ya perdido para siempre, pero avivado gracias a la memoria, al lenguaje. Como casi todos los textos de Arreola, la palabra está puesta en escena y logra que en su movimiento sea efectiva y, en este caso, afectiva. Evoca e invoca. Rememora y hace que de inmediato quien lo lee se sienta obligado a decirlo en voz alta. Toda la obra de Juan José Arreola nos recuerda que fue un actor, un recitador y, claro, un pulcro prosista.
Es, entonces, la descripción de un sueño y nos hace ensoñar un mundo perdido: ya en Zapotlán no existe exactamente la barranca y ahora es casi imposible mirarla. O ya no se puede mirar. Nos queda solamente el poema de Arreola. Es, pues, un vestigio de un lugar que ya no está. Yo a los doce años leí el poema y entonces busqué el lugar, pregunté por él, pero ya nadie me supo decir con exactitud si realmente existió.
Quedan, eso sí, el bosque y los helechos; y si se tiene fortuna, alguno podrá encontrar en algún camino la blanca flor, «la perfumada estrellita de San Juan».
Cada vez que leo La feria me nace el deseo de volver a los campos de Zapotlán.