Me siento a escribir en la madrugada del 18 de agosto. En algún momento de la noche se cumplirán con exactitud ochenta y un años desde el asesinato de García Lorca. Concentrado, con el ceño fruncido mirando la pantalla del ordenador, tal vez no sea capaz de escuchar el silbido de los disparos. Yo creo que pueden oírse en cada aniversario, que sólo hay que prestar atención y guardar un silencio absoluto para sentir unos pasos, una quietud repentina mientras se cargan las armas, a la que sigue el estruendo del fusilamiento y un golpe seco en la arena, la misma arena que tan importante fue en El Público y que desde ese día abraza para siempre al poeta.
Con el tiempo hemos convertido a Lorca en un símbolo, quizá el más parecido en nuestra lengua al inglés Oscar Wilde. Pero la figura de Wilde, ya se sabe, la han gestionado los ingleses. Esa gente lo gestiona todo mucho mejor, dónde va a parar: saben levantar un monumento, mientras que los españoles aún no hemos aprendido a levantar nuestros cadáveres de las cunetas. Por eso tal vez haya tanta diferencia. Del dramaturgo inglés suele decirse que, justo después de su juicio, cientos de homosexuales abandonaban la isla de Gran Bretaña, aterrorizados por lo que podría llegar a pasarles. De los que vivían en una España donde asesinaban a los poetas sabemos todavía muy poco. ¿Qué pensaron cuando, ya en septiembre, leyeron en los periódicos que habían fusilado a Lorca? Yo quiero pensar que también reaccionaron de algún modo, que no todo se limitó a un poema de Luis Cernuda tiempo después. Quiero pensar que, en España, quienes no somos heterosexuales sabemos levantarnos también contra la maldad que habita la Tierra, para defender la pureza de la arena.
Han pasado ochenta y un años y parece que todo ha cambiado por fin. Sobre aquel polvo que sepultó un cadáver reverdece un parque cada primavera, aunque sigamos sin saber a dónde hay que llevar las flores. Sobre aquel Madrid que enseñó el amor epéntico a nuestro Federico se levanta otro muy distinto, casi imposible de reconocer: un Madrid donde no es extraño ver a dos varones caminar por las calles con las manos entrelazadas. Pero yo no dejo de preguntarme, en estas noches del 18 de agosto, cuánto queda soterrado de aquella época no tan lejana en la que dos personas del mismo sexo no podían contraer matrimonio. ¿Qué pensaría Lorca si nos pudiera mirar desde la Luna? ¿A quién bendeciría hoy, a quién lanzaría sus maldiciones, una nueva «Oda a Walt Whitman» después del Matrimonio Igualitario? Me gustaría poder tener un momento sobre la mano sus ojos para poder escucharlos; quisiera saber si también él ha pensado que hay muchas cosas que siguen iguales aunque parezcan cambiadas.
Ya no se fusila a los poetas en España cuando son «maricones». Hemos aprendido eso que llaman «tolerancia», y hace tiempo conseguimos correr tanto logrando derechos —algunas veces la policía nos perseguía— que llegamos a la meta antes incluso que esos ingleses que tan bien hacen las cosas. Porque fíjense: en nuestra España de la leyenda negra, la homosexualidad fue un delito hasta pasados diez años después de que dejara de serlo en Reino Unido, pero conseguimos casarnos diez años antes de que pudieran hacerlo los estadounidenses. Yo creo que es un gran avance, que Lorca estaría orgulloso de nosotros aunque no le viéramos el pelo en el Orgullo. Pero también creo que es una trampa, que con su dedo acusador señalaría una a una las humedades que aún estropean la pared de nuestra mitología igualitaria. «También ahí, también ahí», nos gritaría, indicando a las mujeres transexuales que aún tienen que hacerse pasar por locas para poder existir. «También ahí, también ahí», y alzaría la voz y el dedo para mostrarnos a las víctimas que siguen cayendo, semana tras semana.
En el pasado 2016 fueron más de trescientas las personas que caminaban por Madrid cuando se dieron de bruces con la homofobia. Sigue habiendo insultos, golpes, empujones, burlas y chistes acechando desde cada esquina. Creíamos haber cambiado el mundo y sólo escondimos sus basuras bajo la alfombra de color arcoíris que tantos años nos llevó bordar. Y sucede como con las alfombras que esconden algo, que suele ser más fácil el tropiezo cuanto mejor se disimula la mierda que se intenta ocultar debajo. «Hoy, me diréis, ya no pueden pasar esas cosas. Ya no es aceptable el odio», y ciertamente que ni pueden pasar ni puede aceptarse, pero ahí sigue. Y como nadie habla de toda esa suciedad, el montón sigue creciendo y en cualquier momento —¡Mira! ¿Lo escuchaste? Fue justo ahora— pueden volver a silbar las balas.
El cuerpo muerto de García Lorca, aterido de poesía y extrañado en la tierra, nos invita a pensar una vez y otra más en los misterios que se esconden bajo la arena. Bajo la arena tiene lugar, en un mundo raro y telúrico, la única expresión posible del amor entre varones, decía El Público. Bajo la arena, también, se esconde la parte oscura de un amor oscuro, esa parte que lo muerde y lo desgarra y lo deja sepultado. En nuestro activismo de varias décadas hemos logrado desenterrar únicamente la cara visible del Matrimonio Igualitario, tan presentable al mundo como éxito incontestable. Pero olvidamos seguir abriendo en canal la tierra y trabajar para que la luz llegue a todas las partes de nuestras experiencias. Porque no sólo estamos hechos de amor y deseo; también estamos levantados desde el cieno del odio, de la más cruda homofobia. Nuestras identidades no son, al fin y al cabo, más que las endebles herramientas con que tratar de defendernos de esas discriminaciones de las que ya nunca hablamos porque estamos ocupados contrayendo matrimonios.
Hay que volver a hablar de homofobia. Hay que volver a señalar con los dedos de García Lorca las miles de injusticias que aún hoy nos atenazan, y superar sin tardanza incluso aquellas cuestiones que consideramos tan nuestras pero pueden haber nacido con la mancha indeleble de la discriminación. Ha llegado la hora de una nueva ola reivindicativa que aprenda de las experiencias pasadas, que sepa adaptarse a un nuevo tiempo en que parece que nuestras demandas sociales han triunfado definitivamente, y que siga denunciando toda la verdad ignorada. Hay que desenterrar un nuevo movimiento por la liberación sexual que sea capaz de seguir denunciando los insultos, los golpes y las burlas. Un nuevo movimiento capaz de cuestionar las mismísimas estructuras en que se asienta un Estado plagado de normas heterosexuales, y que pueda imaginar y empezar a construir una sociedad limpia del polvo infeccioso del odio y la marginación. Seguimos esperando, Federico, la llegada del reino de la espiga.