Un montaje exiguo / Mijail Lamas

En 1997 se publicó en México el Hospital británico de Héctor Viel Temperley, una modesta plaquette en un tiraje de 500 ejemplares. El cuadernillo cuenta con dos someros comentarios sobre la personalidad esquiva y la obra del autor argentino, escritos por Ernesto Lumbreras y Eduardo Milán, respectivamente. Once años tuvieron que pasar para que esa personalidad soterrada de Viel Temperley se develara y para que su poesía anterior a ese libro —ya desde entonces «libro de culto»— se editara en México.
    Lo que en 1997 parecía una figura nebulosa que revolucionaría la poesía latinoamericana en general y la poesía mística en particular, ahora se nos muestra como una poesía con rostro, con una búsqueda muy definida de la comunión con el dios cristiano, donde la experiencia espiritual es indisoluble del cuerpo.
    Cuando Eduardo Milán afirma en ese lejano 1997 que «la travesía mística de Temperley es una buena lección de honestidad a toda una literatura de pseudomística que recorre el continente escrita a la usanza de, que en vez de repetir estadios repite metros», es evidente que el crítico uruguayo no conocía el trabajo anterior del poeta argentino, tan lleno de esa rigidez del metro y hasta en ocasiones con un aire al padre Alfredo R. Placencia: «Al que me ame, donde esté, le pido / que ruegue por mi alma y por mi vida / que pida a Dios por éste que ha vencido», pero sin su vehemencia.
    La de Viel Temperley es una poesía del canto, muy ceñida al heptasílabo y al endecasílabo y que utiliza recurrentemente la rima asonante («Yo no grito tu nombre / cuando sueño / que he perdido las botas / o que muero. / Ahora las busco sólo / por el suelo / como cuando buscaba / gateando mis soldados»), recurso identificado con la poesía popular y que fue poco apreciado por la poesía culta apegada estrictamente a la preceptiva poética, pero que algunos poetas del siglo xx incorporan a su poesía —en México, por ejemplo, Jaime Sabines la utiliza magistralmente.
    En el yo lírico de estos poemas el cuerpo es el vehículo efectivo para el encuentro con la divinidad: «Señor mira mi cuerpo. / Mira mi cuerpo, torre de la infancia, / mira mi cuerpo cueva a la que vuelvo / siempre / a sentarme solo / ante tu fuego», o «Soy el hombre que quiere ser aguada / para beber tus lluvias / con la piel de su pecho». Esa divinidad, como podemos ver, se expresa en la naturaleza al modo del naturalismo franciscano, de ahí que las sensaciones parecen no ser registradas del todo por el pensamiento y pasan directamente de la epidermis a la página; es una especie de sensacionismo rudimentario, pero que es propio del arrobamiento místico que el yo poético de Viel Temperley persigue. Por eso es común encontrar lo rural, la pampa argentina y sus personajes: el cholo, las muchachas que no conocen el mar, el guardafaunas, que son el símbolo de la pureza que se opone a la ciudad como el doble negativo. De tal manera que a los parajes rurales y marinos de la Argentina, así como de otros países de Sudamérica, se traslada ese halo bíblico, pero sin los alcances monumentales que se encuentran en la obra de Raúl Zurita y su relación con la geografía chilena.
    A pesar de esta vitalidad del yo lírico, no es raro encontrar cierta poesía de la convalecencia que adelanta lo que será su obra más comentada, el Hospital Británico: «He decidido no morir en cama / por muchas cosas importantes, / porque tengo malos recuerdo de cama / por el asma en la cama…»
    Estas características que he comentado hasta aquí corresponden esencialmente a sus libros publicados entre 1956 y 1982, donde, si bien en Carta de marear (1976) y Crawl (1982) hay una ruptura con la forma rígida de la disposición del poema en la página a la que la poesía tradicional somete, no abandona del todo la cadencia acentual del verso medido que le da identidad a su poesía.
    Es Hospital Británico el libro que catapulta a nivel latinoamericano a Héctor Viel Temperley; este libro representa una anomalía en la linealidad de un discurso eminentemente conservador: es el libro de un enfermo. Más allá de una planificación de ruptura, lo que hay es atrofia, atrofia en la organización del discurso, que es candorosamente extraña; atrofia también del ritmo, que ya se había vuelto una marca personal y que es sustituido por fragmentos de prosa poética donde la reiteración le permite desplegar su trance doloroso sin dispersarse de manera más caótica.
    El yo lírico se vuelve fragmentado en la conmoción de estar quedando fuera del mundo; de ahí el montaje arbitrario de los poemas escritos durante y después de la enfermedad; también encontramos poemas y fragmentos de poemas, muchos de ellos ya publicados, que son incorporados y ordenados aquí en prosa, pero sin mayor alteración en su estructura y contenido, dada su vinculación temática; estos textos adquieren una nueva dimensión en comunión con los poemas más actuales del libro, ya que desligados de su primer contexto vienen a incorporarse a la trama extática del poema y apuntalan con su estructura conservadora el corpus del libro.
    Es interesante observar cómo los comentarios que existen sobre Hospital Británico se han centrado en el montaje estructural del libro (las fechas y títulos de los fragmentos que suelen repetirse y ordenarse de manera aparentemente caprichosa), pero no se han comentado de manera atenta los poemas en sí, tal vez porque el montaje es lo que realmente resulta original. Sin embargo, no podría asegurar lo mismo de los poemas; éste es un libro de altibajos, con recurrencias muy identificables como el abuso de la enumeración, la asonancia machacona: «Alguien me odió ante el sol al que mi madre me arrojó. Necesito estar a oscuras, necesito regresar al hombre. No quiero que me toque la muchacha, ni el rufián, ni el ojo del poder, ni la ciencia del mundo. No quiero ser tocado por los sueños». Salva a este fragmento la recomposición del ritmo del verso final, que le otorga contundencia.
Hay fragmentos en que la tensión mística se apoya de manera recurrente en la fórmula surrealista muy identificada con la poesía de     Breton: «Tu Rostro como sangre muy oscura en un plato de tropa, entre cocinas frías y bajo un sol de nieve; Tu Rostro como una conversación entre colmenas con vértigo en la llanura del verano; Tu Rostro como sombra verde y negra con balidos muy cerca de mi aliento y mi revólver…».
    Me gustaría terminar con lo siguiente: en la poesía de Sudamérica existe un muy difundido impulso de experimentación y ruptura que resulta ya tradicional para su propia concepción de la poesía; la influencia de poetas como Rodolfo Hinostroza y Raúl Zurita, para mencionar a dos de los más importantes, da cuenta de ello y trasciende el hemisferio sur; pero hay cierta crítica que se esfuerza en elevar algunos atisbos de desarticulación del discurso como verdaderos prodigios de ese proceder sudamericano: esto ha sucedido con Hospital Británico. La obra de Viel Temperley nos enfrenta más a una visión poética eminentemente conservadora y católica que a una poesía vanguardista; poesía de ánimo deportista y militar, maravillada ante la obra de Dios que es Dios mismo; poesía territorial y adánica, de piscina y balneario, de jinetes y regatas; y finalmente una poesía que en un impulso creativo logra trascender su propio registro melódico en un solo momento, a través del extrañamiento de la condición anómala del padecimiento y la descomposición.

Poesía completa, de Héctor Viel Temperley. Aldus, México, 2008.

 

 

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