Un hilo de apariciones / Silvia Eugenia Castillero

Al igual que aquella habitación en pleno Boulevard Saint-Germain núm. 25, en cuyo centro hay un «césped muy verde, bien regado y cortado al rape», aparecido de pronto, fulgurante, imagen sorpresiva a través de la cual Benjamin Péret nos interna en el vértigo de su prosa, de esa manera —digo— brota en el panorama de la literatura mexicana un libro atrevido: Informe de Rafael Lemus. Ocho relatos híbridos, que no buscan adecuarse a ningún discurso ni a género alguno, a caballo entre la prosa y la poesía, se abren a lo insólito, lanzan al lector a una especie de caída, una precipitación de los sentidos de las cosas, del lenguaje. No apelan a la realidad, pero su escritura busca el vértigo y toca bordes, esas grietas donde se da lo inconmensurable por desconocido, lo irracional por incapacidad para nombrarlo. Son saltos mortales los giros lingüísticos de Lemus, y más que giros hay una pulsión muscular en la construcción de su lenguaje, a la Lautréamont: «Una mosca se posa sobre mi nariz a las once y once y me implora, elocuente, que la siga. Al doblar la primera esquina, el golpe. O para ser precisos, un encuentro, no, el golpe. Tras estrellarnos el uno contra el otro, el viejo masculla amargamente una queja. Porque hay un viejo, una joroba, tres pelos en un cráneo informe. Porque así, sin forma, se me aparece el mundo: una suma inestable de gases» (p. 14). Como Los cantos de Maldoror, es una escritura del deseo, se levanta desde la tierra, desde la chair para desvelar lo no visible, lo jamás alcanzado. Y encaja en la piel, en los nervios de los lectores, como un aguijón. En ese sentido es bestial, por su fuerza y también por sus personajes que suelen poseer una psicología perversa. O ser ellos mismos deformes, monstruos que oscilan entre el absurdo de J. Rodolfo Wilcock y el vacío de Kafka. Entre el personaje anónimo, desdibujado o muerto, que repasa las grandes catástrofes humanas: la caída, el temblor, el hundimiento, los trabajos forzados, la explosión, el mundo calcinado y el depósito de cadáveres, y el mono servil pero capaz de verse servil y huir, que acompaña a un viejo esférico, crítico literario, marginado de toda normalidad, Lemus conserva un ritmo vital; ahí nos percatamos de que ese manejo de lo fantástico y lo disparatado lleva un cauce: quiere seducir e inaugurar. Y logra un ritmo que lo emparenta con el poema porque es un ritmo que conduce al lenguaje hacia el interior del propio texto, hacia una musicalidad íntima. Yo diría que todo el libro es una búsqueda metafórica, una transfiguración de cualquier situación en otra capaz de brincar las fronteras de lo conocido para llegar al ilímite. Entre el recién casado misógino y pequeño burgués por sus aspiraciones, hasta el anciano del asilo desde donde recuerda el blanco de la nieve que estalla en el rojo de la violencia, con un tono primero de ronda infantil («Mi casa está hecha con cajas. Mi casa, de cajas, está en la calle, entre un edificio y otro. La gente pasa por mi casa», p. 53), para desembocar en un tono francamente violento: «Contaba mi padre, antes del balazo, que algún día viajaríamos todos a dispararle a los patos. Todos: papá, mamá, hijo. Todos: los que vimos a papá perforarse, de un tiro, la garganta» (p. 57), el autor trabaja el humor negro, parecido al de Las almas cambiantes de Papini, o al propio Arreola, para enaltecer lo nimio (las moscas son un tema recurrente) por no haber más que eso en el horizonte de los hombres, porque no intenta decir verdades ni demostrar sino que somos —todos los objetos que nos rodean son— tiempo, devenir.
    Sin embargo, después de la lectura de Informe, sospecho que hay una idea esencial de la vida y de la literatura: «es cualquier cosa que se diga, que se afirme, finalmente mera conjetura. El mundo es desmesura y nosotros no hemos contemplado nada, una fracción apenas, minúscula. Y como todo, es atroz secuencia, una pared lisa y blanca. Un infinito que no se puede desmentir pero tampoco asegurar. Quizá un fondo, quizá una cima». Informe de Rafael Lemus —como ya lo apunté— se instala en una escritura irracional que ofrece al lector el proceso mismo de la escritura, donde los significantes cobran sentido al dislocarlos de su significado. Hay una especie de transfiguración que bosqueja lo irrepresentable, en el espacio de lo indefinido, desde donde se convierte en una escritura potencial y fenoménica:
un hilo continuo de apariciones.

 

 

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