(Ciudad Guzmán, 1994). Estudiante de la Licenciatura en Letras Hispánicas del Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara. Su ensayo resultó ganador en la categoría Luvinaria.
Por su complejo carácter proteico, el ensayo podría parecer un género literario indefinible. Pero la lógica más elemental nos dice que ningún fenómeno es inaccesible al intelecto y que si somos capaces de percibir algo podemos caracterizarlo. Éste es el principio fundamental de las siguientes reflexiones. Se afirma que existe un fenómeno (el ensayo) y que éste tiene rasgos comunes cuya explicación depende de su análisis y su comprensión intelectual.
Como primera aproximación, se puede formular que el ensayo es un género cuya definición es controvertida. Esto no debería sorprender a nadie, porque evidencia la complejidad, la vitalidad y la evolución continua y abierta de esta forma narrativa. Se considera, asimismo, que la naturaleza del género es relativamente imprecisa. Esta apreciación se justifica porque no existe una preceptiva para escribir ensayos; sin normas, el género no tiene límites. Sin límites, el ensayo puede ser casi cualquier cosa.
En El deslinde, más concretamente en su ensayo «La función ancilar», Alfonso Reyes formuló una definición convincente: el ensayo es el centauro de los géneros. Centauro aquí adquiere el significado de entidad compuesta por elementos mixtos y naturalezas diversas; condiciones esenciales, pero no únicas, del ensayo. Pese a la poesía mitológica (tan sugestiva y estética) que desprende semejante noción, no deja de ser una aproximación muy parcial. Si se piensa con cierto rigor, la novela también podría ser un centauro literario, porque es por excelencia el arte combinatorio, el arte en el que todo discurso encuentra su expresión. Desde esta perspectiva, la mixtificación de distintos géneros y discursos no es un criterio adecuado para definir la vasta complejidad del ensayo.
A Luigi Amara, por otra parte, le gusta la metáfora del ensayo como serpiente. En «El ensayo ensayo» escribe: «Chesterton sintió que se deslizaba el ensayo: sinuoso y suave, errabundo y a veces viperino». Indudablemente, la titubeante gravitación acerca de un tema, la búsqueda incierta, la exploración con un mapa borroso, son componentes propios del acto de ensayar. Centauro y víbora, el ensayo es el territorio narrativo más inestable, el lugar donde se expresa más la incertidumbre que la certeza y menos el conocimiento cristalizado y verdadero que la meditación incierta y provisional.
Se escribió el término «meditación» en el párrafo anterior y con ello se tocó un punto que no contemplan las apuestas de Reyes y Chesterton. Se trata del vínculo indisociable entre ensayo y meditación. Nadie ignora que el ensayo es un género eminentemente reflexivo; en su contenido se expresa la concatenación conceptual de los pensamientos del ensayista. En «El género ensayo, los géneros ensayísticos y el sistema de géneros», Pedro Aullón de Haro denomina esta característica con el término «libre discurso reflexivo», el cual sería «el discurso sintético de la pluralidad discursiva unificada por la consideración crítica de la libre singularidad del sujeto». Debe decirse que leer a este erudito español es una experiencia especial, sobre todo por la portentosa inteligencia y el mucho estudio que sus textos revelan; sin embargo, pese a la pertinencia de sus opiniones, su prosa adolece casi siempre de claridad y no pocas veces de concisión. Por ejemplo, la cita anterior puede «traducirse» al español diciendo que los criterios del ensayista unifican la pluralidad discursiva propia del ensayo. En otras palabras, el yo es la norma; el yo cohesiona, articula y expresa el discurso ensayístico.
No por otra razón puede suponerse que el ensayo es el más humano de los géneros prosísticos y el que mejor expresa la individualidad del escritor. Una consideración histórica podría argumentar esta hipótesis: el contexto donde surge el ensayo corresponde a la modernidad, ese movimiento histórico en el que el teocentrismo es sustituido por el antropocentrismo. Ubicada en la transición de la Edad Media y el Renacimiento, la modernidad confía en el individuo (recordemos el cogito ergo sum de René Descartes) y pretende fundamentar todo saber en el hombre y ya no en una divinidad. Desde esta perspectiva, entonces, el ensayo es la expresión más fiel del sujeto: el hombre ya no responsabiliza a Dios de la veracidad de su conocimiento, sino que al fin se hace plenamente consciente de sus facultades y potencias intelectuales y se atreve a pensar por sí mismo desde una nueva óptica, dominada por la racionalidad y el albedrío.
Antes de seguir, será preciso citar una definición abarcadora y sistemática, que bien puede contribuir a la difícil elucidación de nuestro objeto de estudio. En el libro Teoría del ensayo y los géneros ensayísticos, Aullón de Haro formula que el género en cuestión es:
un tipo de texto no dominantemente artístico ni de ficción, ni tampoco científico ni teorético, sino que se encuentra en el espacio intermedio entre uno y otro extremo, estando destinado reflexivamente a la crítica o a la presentación de ideas (p 43).
El acierto de la definición de Aullón de Haro radica, a mi juicio, en su carácter discriminatorio. En el texto se define al ensayo como un escrito donde no prima lo artístico, lo ficticio, lo científico y lo teórico, aunque estas cualidades pueden formar parte del mismo. Mixto, tentativo, reflexivo, individual, la definición de Aullón de Haro también permite añadir otros dos rasgos a la concepción de ensayo que estamos construyendo: la crítica y la presentación de ideas. Un buen ensayo siempre será crítico, puesto que lo ideal es que parta de una realidad dada para enfrentarse dialécticamente con ella. Y también, aunque pueda parecer una obviedad, presentará principalmente ideas, es decir, buscará exponer ideas lógicas y conceptuales antes que expresar ficticia y estéticamente una fábula. Cuando en un ensayo se narra una historia, por ejemplo, casi siempre es para ejemplificar una noción o un concepto. Aunque puede haber excepciones, el ensayo opta por la expresión de ideas; por su parte, en la novela y en el cuento priman la fábula y los contenidos estéticos antes que las ideas lógico-conceptuales que por lo regular quedan implícitas, disimuladas en la estructura poética de la narración.
La edificación de nuestro concepto tiene ahora seis pilares, seis elementos que tal vez sean parte de su esencia. Nuestra idea de ensayo es ahora más amplia y menos borrosa; sin embargo, para aspirar a una definición más absoluta, debe disiparse una idea absurda respecto al género estudiado. Luigi Amara señala que en el ensayo es propicio «el tono de conversación o de confidencia». Pero yo considero que esto es una condición innecesaria. Puntualizaré: el escritor no dice que ese tono sea imprescindible, pero sugiere que es propicio. Yo considero más bien que un ensayo depende más de su contenido que de su forma. El tono menos conversacional, más académico, más culto si se quiere, es necesario para la adecuada expresión de ciertas ideas. Por ello, el ensayo pierde mucho si se busca exclusivamente ese tono de confidencia que, en última instancia, intenta crear una atmósfera de intimidad entre escritor y lector. Atmósfera intimista que no se lograría de todos modos si las ideas no conectan o cimbran los esquemas establecidos del intérprete, atmósfera que no se lograría tampoco aunque el ensayista escribiera con pretensiones de franqueza, honestidad, fraternidad y todas esas cosas que incentivan la convivencia íntima.
Surgió en el párrafo anterior otra característica, ya no sé si del ensayo en sí o de un tipo específico de ensayo que yo profeso. Este nuevo hallazgo puede llevar el nombre de «pertinencia discursiva». Con ello se quiere significar la necesidad que impone una determinada idea para su mejor exposición. Además, este rasgo habilita otra dimensión de la libertad propia del género, pues nos permite cambiar de registro dependiendo de la naturaleza de lo escrito, nos permite ir y volver de nuestro pensamiento académico a nuestro pensamiento personal, de nuestras reflexiones más profundas a nuestros prejuicios más corrientes; en síntesis, permite expresar con más amplitud lo que podríamos denominar como personalidad del escritor, un escritor que gracias a la «pertinencia discursiva» se revela en sus múltiples facetas con esos claroscuros inherentes a cualquier humano.
Este curso de ideas conduce inevitablemente a considerar un aspecto más evidente pero no por eso menos sustancial: el gran tema de la autenticidad del escritor. El ensayo debe ser auténtico. Advierto que utilizo esta palabra con la connotación semántica de originalidad; y digo además que prefiero no usar este último término por las consabidas dificultades filosóficas que entraña. El ensayista, entonces, debe ser una persona auténtica, al menos mientras escribe. ¿Cuántas tesis de licenciatura, de maestría, de doctorado, de posdoctorado, de pos-posdoctorado, todas elaboradas por diferentes sujetos, parecen escritas por un único estudiante? Podríamos ir más allá: ¿cuántas obras literarias nacen ya muertas porque no han podido superar una determinada influencia que resulta omnipresente en la misma obra y que la convierte en un simple pastiche o una recreación artística con formato kitsch? El lector inteligente sabrá que los ejemplos de recursividad (por no decir copia o plagio) son incontables. Y en el ensayo, y en cualquier obra de arte, por no decir en cualquier obra humana, la autenticidad siempre es fundamental. Por ello, aunque pudiera parecer evidente, el ensayo requiere que su expresión sea lo más auténtica posible. Y aunque esta característica sea condición también de otras formas de escritura, es necesario recordar su importancia.
Derivada de la autenticidad, se puede pensar otra cualidad básica del ensayo: lo subjetivo. La mayoría de los estudiosos y ensayistas que se retomaron para escribir este texto coinciden en el carácter subjetivista de este género. El ensayo depende del discurso personal de un yo y no requiere como fundamento un sistema filosófico serio y cerrado. Un ensayista (y en especial un ensayista literario) se preocupa menos por la veracidad y la comprobación que, por ejemplo, un hombre de ciencia con ambiciones de objetividad. Al ensayista le basta ser auténtico, como dijimos antes, aunque sus ideas sean subjetivas. En otras palabras, le basta con exponer sus ideas, no importa si son parciales, mediante un formato que se adapte a su «libre discurso reflexivo».
«El doble significado de “prueba” o “intento” implícito en el término ensayo, y el hecho de que no se pretenda agotar el tema tratado, ha motivado que esta característica, tan única del género ensayístico, dé pie para considerarlo, despectivamente, como fragmento o comienzo inexperto y vacilante». Estas palabras pertenecen a José Luis Gómez Martínez, autor del libro Teoría del ensayo. Ellas señalan que el ensayo no es exhaustivo y que nada más lejos que considerarlo como un escrito con aspiraciones de tratado. Es que el ensayo nace en un contexto en el cual todas las certezas totalitarias de la escolástica medieval y todo el sistema cerrado de saberes propios de la Edad Media comienzan a tambalearse. El ensayo, pues, tiene la perfección de lo inacabado, de lo contingente, del plan que no tiene una meta preestablecida y que tampoco la requiere. El ensayo como una invención del individuo que descree (o comienza a descreer) de que el ser humano (con todas sus limitaciones intelectuales y perceptivas) pueda construir un saber exhaustivo de lo real.
Mixto y tentativo, en el ensayo conviven discursos de naturalezas diversas y su proceso creativo, más que estar determinado, supone una exploración. Reflexivo, pues el ensayista medita mientras escribe y escribe mientras medita. Individual y crítico, porque el ensayo se construye desde un yo poético que siempre se enfrenta a una realidad dada, no de forma complaciente, sino de forma dialéctica. Es también un escrito en el que prima la exposición de ideas frente a la búsqueda estética y la construcción de una ficción narrativa. Y el ensayo precisa también de una condición escritural llamada «pertinencia discursiva», que funciona como un dispositivo que disipa la absurda pretensión de que todo ensayo sea confesional. Auténtico, porque un texto se transforma en ensayo sólo si el ensayista no busca parecerse a nadie y más bien aspira a una especie de originalidad. Subjetivo, porque la identidad más específica del ensayista debe fundamentar los contenidos del ensayo; contenidos que, finalmente, nunca tienen un propósito exhaustivo (pues la modernidad ha diluido esa idealización) sino más bien parcial y, por ende, humano.
Al principio se escribió que el ensayo puede ser casi cualquier cosa; sin embargo, nuestro escrito pretendió imponer algunos límites, algunas condiciones que permitan su identificación. No son límites inmutables, valga decir. Tampoco son límites infranqueables, pues los escritores siempre buscan romper paradigmas y encontrar la anormalidad literaria ahí donde todo parece estable. Son límites más bien que permiten establecer algún cimiento firme para pensar el ensayo. Acotan, de algún modo, la compleja naturaleza de ese género.
Sin embargo, debo decir, antes de finalizar, que no tengo ninguna certidumbre respecto a lo escrito. No sé si contribuí a definir el ensayo y con ello a habilitar las bases teóricas para buscar la definición del subtipo llamado «ensayo literario»; no sé si sólo definí, más o menos, un tipo muy específico de ensayo, un ensayo en el que yo creo y en el cual están puestos mis intereses. Acaso catalogué las características de un ensayo ideal que sólo habita en un platónico museo de formas eternas. De cualquier forma, una certeza me calma: pese a su intento por clarificar diversos asuntos, el destino natural de las teorías (y de todo lo humano) es la esterilidad, el desuso y más tarde el olvido. Por ello, me preocupa menos la operatividad y vigencia de este escrito que su apertura a la exploración e indagación. Acaso todavía me importa más su función para explicarme una determinada noción de ensayo.