Empezó a fines del año 2000. Era un dolor raro: la cadera no me molestaba al caminar, sino en reposo. Al principio fue sólo una sensación de incomodidad después de estar un rato sentada. Bastaba pararme unos segundos para librarme de ella. Una noche me desperté con una pierna fuera de la cama, buscando una posición de alivio. Es el primer recuerdo de un dolor un poco más preocupante. Un ibuprofeno o un paracetamol bastaban para calmarlo. Cuando me di cuenta de que estaba tomando analgésicos todas las noches, decidí consultar al traumatólogo. Entretanto, seguía con mi vida normal, haciendo mis caminatas enérgicas como siempre, sin dificultades.
El traumatólogo me pidió radiografías que miró con interés, como corroborando una sospecha. Después me habló mucho sobre la columna vertebral del Homo sapiens, creada por la naturaleza para servir a un cazador-recolector y traicionada por la vida sedentaria. Me dolía la cadera, no la columna, pero lo diagnosticó como un dolor reflejo. En una excelente reproducción de tamaño natural, me mostró los espacios entre las vértebras que los grandes nervios deben atravesar cuando salen de la médula espinal. Esos espacios, me explicó, se van achicando con los años y la falta de movimiento. Me dio un cuadernillo de ejercicios que debía realizar varias veces por día y me aconsejó reducir la dosis de analgésicos, que por el momento no era alta. Sólo los necesitaba de noche. Durante el día el movimiento evitaba el dolor, que se había vuelto sordo y constante en cualquier posición de reposo, aunque no muy intenso todavía.
Mi única hermana, que vive en un suburbio de Chicago, invitó a toda la familia a entrar en el año 2001 desde su casa. Allá fuimos. Mamá me miraba con desconfianza mientras hacía mis ejercicios cuatro veces por día. Preguntaba por una mejoría que no se producía. Mi marido empezaba a preocuparse. Para nosotros el frío de enero en Chicago era asombroso. Caminábamos con dificultad hundiéndonos en la nieve. El dolor seguía apareciendo en reposo, cada vez un poco más.
Apenas volví a Buenos Aires fui a ver a mi clínico. Me prescribió una inyección de corticoide para controlar el dolor, ya bastante molesto, y me pidió una serie de estudios. Se demostró que el nervio comprometido era el crural. Me gusta aprender palabras nuevas. Cruralgia me parecía una palabra muy interesante. Ahora el dolor se extendía a la parte delantera del muslo, como si lo tuviera atado con una cuerda demasiado apretada. El único efecto del corticoide fue el insomnio.
Tres años antes me habían hecho una histerectomía. Tenía fibromas múltiples que me provocaban grandes hemorragias. Estaba muy anémica. En el estudio anatomopatológico apareció un carcinoma de endometrio, una lesión pequeña que se consideró poco importante. No consulté a un oncólogo ni me indicaron ningún tratamiento. En cambio, volvieron a operarme para sacarme los ovarios. Ahora, por primera vez, tuve la vaga idea de que mi médico clínico empezaba a sospechar una relación entre aquella historia y ésta.
El dolor aumentaba. Ahora tomaba antiinflamatorios y analgésicos en forma permanente. Empezó a doler también en movimiento. Por consejo de amigos, decidí intentar con yoga. Cuando volvía de mi primera clase llegué hasta la esquina de mi casa y me di cuenta de que no podía cruzar la calle. Fue muy extraño estar allí parada mirando pasar los autos sin ánimo para dar un paso más. En el muslo algo parecía crujir con un dolor completamente nuevo. Apreté los dientes, me puse en movimiento y crucé de todos modos. Cuando entré en mi departamento, me eché a llorar y decidí no volver a la calle a menos que fuera para ir al médico. Quitarme de encima esa obligación me animó mucho, casi diría que me alegró, y me puse a hacer planes para pasar una buena temporada sin salir de casa. Podía solucionar todo con el teléfono y el e-mail. Todavía no existía el Whatsapp. Descubrí que estaba mejor con la cadera apoyada sobre algo duro. Al principio usé un libro grande de tapas duras para dormir sobre él. Era un libro que les gustaba mucho a mis hijas cuando eran chiquitas, se llamaba People y se fue rompiendo. No recuerdo en qué momento me bajé de la cama y empecé a dormir en el piso, directamente sobre el parquet. Hacía las compras por teléfono, acostada en el suelo de mi dormitorio.
Antes de la siguiente consulta, decidí dejar de tomar analgésicos por veinticuatro horas para que el médico pudiera comprobar cuál era la situación real. Fue una mala idea. El dolor subió a cotas intolerables y las rebasó. Cuando llegué al consultorio jadeaba de angustia. Mi marido estaba muy asustado, pero yo ya no tenía miedo, sentía tanto dolor que ninguna otra cosa me importaba. Cuando estás metida adentro, el dolor es todo, te rodea, te incluye, es como una gran bola roja de la que quisieras escapar pero no hay salida. Es el infierno. Todo lo demás da lo mismo. Por primera vez me recetaron opiáceos. El primer escalón, con tramadol, no hizo efecto. Un medicamento con codeína tuvo mejor resultado. Mi clínico me pidió una tomografía.
Dos días después el médico miró las fotos de la tomo. Me tiene cariño y le costaba empezar a hablar. Le dije que ya había leído el informe. Era malo y no me importaba. Sólo quería que me quitaran el dolor, que se había vuelto apenas más tolerable con la codeína. El informe, con mucha discreción, no mencionaba la palabra «tumor». En cambio hablaba de un «proceso» que podría corresponder a un «conglomerado adenopático». El «conglomerado» había avanzado en la pelvis profunda, en la zona del músculo psoas (otro nombre interesante para mi colección). El hueso ilíaco estaba comprometido. Había signos evidentes de trombosis. No sé si me explico, era la muletilla del médico mientras me iba diciendo lo que veía. No sé si me explico, repitió muchas veces. Se explicaba. Después me preguntó si tenía la pierna hinchada. Me dolía tanto que ni siquiera me había fijado. En su desesperación por ayudarme, tampoco mi marido se había dado cuenta. La pierna se había hinchado como un globo. El tumor estaba presionando la vena ilíaca, por eso se había producido la trombosis. Era urgente la internación para anticoagularme y evitar una embolia. Me fui a casa para armar mi bolso y de ahí directo al sanatorio. Con urgencia. Como en cualquiera de mis partos.
En su momento, no llevé ningún registro de este proceso. Todo lo que escribí hasta ahora es, por lo tanto, puro recuerdo y está sometido a todas las dudas y confusiones de la memoria. Salvo el informe de la tomografía, al que acabo de sacarle una fotocopia. Durante la internación me hicieron una biopsia. Me pidieron que me acostara boca abajo y entraron por detrás, controlando el procedimiento con el tomógrafo.
Metástasis.
El informe del patólogo tardó unos días y dejó dudas. Entretanto, conocí a mi oncólogo. Con su acuerdo, decidimos enviar las muestras a un centro especializado en Estados Unidos para que confirmaran el diagnóstico. No fue una buena idea. Allí se tomaron su tiempo. Mucho tiempo. No sé cuándo me hubiera llegado la respuesta por los canales oficiales. Conseguimos el resultado después de un mes gracias a un conocido que trabajaba en el lugar. Durante todo ese mes no tuve nada que hacer excepto organizar mi vida a ras del suelo. De costado, sobre el piso de madera, estaba mucho más cómoda que en cualquier otra posición. Podía sentarme de a ratos para escribir en la computadora. Mientras esperaba (la enfermedad es una larga espera) comencé a escribir un texto al que llamé «Un canto a la vida». Mi tema resultó ser, sobre todo, la magia. La necesidad de magia. Dejé para más adelante otras cuestiones. Entretanto, la ironía me rescataba del patetismo. Éste es el texto que escribí en ese momento y, casi sin tocarlo, lo reproduzco en bastardilla:
Cuando una película se promociona como un canto a la vida, observa mi hija Gabi, los temas abarcan una franja muy breve: se trata por lo general de cancerosos o de otros enfermos más o menos terminales, a veces afectados por enfermedades más raras. Puede incluir también a personas que han tenido espantosos accidentes, mutilados, deformes por razones congénitas, o gente que ha nacido con enfermedades degenerativas. A veces los personajes (por lo general tomados de la vida real) se salvan en medio de enérgicos «¡Tú puedes, Joe!» emitidos por sus amigos o parientes (si son niños, los emisores serán sus padres; si son niños huérfanos o malqueridos, el maestro que los ayuda y comprende). A veces no se curan del todo pero logran algo extraordinario, por ejemplo, salvar desde su silla de ruedas a un grupo de escaladores que están a punto de desmoronarse de una pared vertical en medio de una avalancha. A veces se mueren pero no importa, porque dejan legados a la humanidad. Grandes legados. El recuerdo de su lucha. La importancia de la vida. Palabras inolvidables. Un ejemplo a seguir. Serás inválido o no serás nada. Si yo pude volver a caminar sobre los muñones de mis codos, tú puedes pasar ese estúpido examen de matemáticas. Lo cual es completamente falso, por supuesto. El ejercicio de algoritmos y derivadas con el que te bocharon, ni con los muñones de los codos lo hubiera podido resolver ese imbécil.
Bien, esta historia es un canto a la vida. Estoy empezando a escribirla durante mi enfermedad. Tengo serias intenciones de curarme y por lo tanto tendrá su moraleja. Tú puedes, Romina, Matías, Susana, Graciela, Etelvina, Josefa, en fin, no importa a qué generación pertenezcas, tú puedes, vos podés, luchar con la muerte mientras vivas, total, a la larga te va a vencer igual.
El periodo entre el primer diagnóstico y el comienzo del tratamiento fue un tiempo extraño. Entré en un estado de euforia, no podía parar de hablar. Me sentía como un personaje de Jack London, avanzando con mi trineo sobre el hielo del Ártico, luchando contra una manada de lobos. Eso me producía oleadas de excitación, quizás provocadas por las descargas de adrenalina, quizás como una reacción paradojal a la codeína. Todavía no podía hacer nada contra mi enfermedad, y eso me resultaba desesperante. Con mucha calma, mi oncólogo trataba de convencerme de que empezar un mes antes o después no era importante. Para mí, cada día enferma y sin tratamiento era enloquecedor. Mi marido, ahora, no sólo estaba aterrado por mi enfermedad, sino por mi estado psíquico. Yo parecía feliz, me reía, hablaba sin parar, estaba viviendo una aventura extraordinaria, luchaba contra los lobos. Iba y venía del piso a la silla de la computadora, internet me proveía información sobre mis posibilidades de sobrevida. Decidí organizarme para trabajar en proyectos que no necesitaran de mi capacidad de invención, como las adaptaciones de leyendas y cuentos populares. Mi mente giraba alrededor de la palabra metástasis y no estaba en condiciones de crear nada nuevo, pero por suerte seguía contando con el oficio. Pude terminar un librito muy sencillo para chiquitines que ya tenía empezado. Tenía reuniones con editores en casa: para los encuentros de trabajo me recostaba sobre la mesa ratona, por suerte lo bastante larga y firme como para sostenerme. Así recibía también a los amigos que me venían a visitar. El dolor aumentaba. Estaba tomando un medicamento con codeína cada doce horas y el médico me propuso aumentar la frecuencia a cada ocho. Me enojé. Ya que no podía pelear contra la enfermedad, al menos quería pelear contra el dolor. Pero el dolor siempre gana. Empecé a tomar codeína más seguido.
Por fin llegó el resultado del centro Anderson, exactamente igual (es decir, con las mismas dudas) que el del anatomopatólogo argentino. Y empezó el tratamiento. En un par de semanas la quimioterapia me barrió la personalidad y me transformó en un pedazo de carne miserable y sufriente. Pero al principio todavía era yo misma. Mientras tanto, pude seguir escribiendo sobre mi enfermedad y sobre los remedios mágicos que me recomendaba la gente de mi entorno, supuestamente tan racional y científico.
Por su ubicación y sus características, el tumor era inoperable. Recibía quimioterapia todas las semanas y rayos todos los días. Una vez por semana me internaba por unas horas para que me pasaran por vena cisplatino y alguna otra droga que ya no recuerdo. Tomaba muchas pastillas: cortisona, antiinflamatorio, opiáceos, psicotrópicos, remedios para controlar las naúseas y vaya a saber qué más. Pero no aceptaba que me trajeran las pastillas fuera de su envase, ni siquiera mi marido o mis hijas. No temía que me envenenaran deliberadamente, pero me aterraba la idea de que se equivocaran. En mi estado alterado quería ver yo misma la cajita o el blíster para asegurarme de que no hubiera errores.
Sólo estuve en condiciones de escribir durante la primera semana de tratamiento.
Mi enfermedad es el cáncer, algo que todo el mundo conoce, personalmente o a través de otras personas más o menos cercanas. Los detalles son fascinantes para mí, pero no sé si tanto para los lectores, por el momento los voy a dejar para más adelante. El tratamiento también es extraordinario. Me provoca, entre otras cosas, estos despertares a las cinco o seis de la mañana, en medio de la oscuridad, que me están llevando a escribir más de lo que debería, lo siento.
No sé ahora si esos despertares me los provocaba el tratamiento o simplemente la angustia, que por el momento seguía manifestándose como euforia. El «más adelante» tardó casi veinte años en concretarse.
En ese momento tomaba todas las noches un ansiolítico, el alprazolam, recetado por mi clínico: una dosis antes de dormir y media dosis a la mañana. En algún momento pensé que podía dejarlo. Fue un error. Cuando los primeros estudios mostraron que seguía habiendo enfermedad, caí en un estado de pánico permanente que me obligó a consultar a un psiquiatra. La combinación de ansiolíticos y antidepresivos me ayudó mucho. Desde entonces, para bien y para mal, les perdí el miedo a las pastillas.
Después de la primera internación tuve que ver a un hematólogo para evitar otra trombosis con anticoagulación permanente. El primer médico al que vi me describió con detalles coloridos los efectos del anticoagulante que me iba a prescribir. Me contó cómo se usa la cumarina en los venenos para ratas. Me dijo que las ratas comienzan a desecarse desde la cola y al final mueren desangradas. Cuando le conté que había dudas en el estudio anatomopatológico y estaba esperando los resultados que vendrían de Estados Unidos, me felicitó. Me explicó que era muy importante tener claridad sobre el tipo de cáncer antes de empezar con la quimioterapia. Yo era como un auto que quería llegar a Mar del Plata, dijo. Pero tenía una cantidad de combustible limitada. Si me equivocaba de ruta, de pronto podría encontrarme varada y sin gasolina a la altura de Zárate, en un camino de tierra donde no había estaciones de servicio dónde cargar. Por eso era tan importante estar seguros y empezar con la quimio adecuada. Para que se entendiera mejor, graficó los caminos posibles con un dibujito en una hoja de su recetario. Quedarme sin combustible en un camino de tierra era metáfora de la muerte. No quise volver a ver a ese médico. Si me van a hablar de la muerte, prefiero que sea sin metáforas.
Me gustaría empezar por hacer una lista de las propuestas mágicas que he recibido de algunas personas extremadamente racionales que conozco. No digo que no tengan razón. Un buen amigo, un juez confiable —y de eso sí que hay poco—, un juez honesto y confiable, me ofreció organizarme un candomblé. Con gallos negros y gordas brasileras vestidas de blanco, tambores monótones, escenas de trance, Orixá y su banda entrando en cuerpos sudorosos en noches de treinta grados Celsius por abajo de las patas. Me lo ofreció en broma, casi en broma, pero también me dijo algo que me ayudó a entender a los demás, de los que hasta ahora sólo me había burlado. Es el triunfo del espíritu humano, me dijo, el triunfo de la mente sobre el cuerpo.
Me gustó. A alguna gente, un buen candomblé, o el equivalente en el que crean, puede curarla de enfermedades orgánicas. A un perro, un candomblé no lo cura. A mí tampoco. ¿Debo sentirme tan orgullosa de que mi mente funcione de forma más parecida a la de un perro que a la de la mayor parte de la humanidad?
Después, alguna gente me felicitó por no haber creído en soluciones mágicas, o por no haberme vuelto hacia la religión. Como si hubiera elección, y no la hay. La falta de fe es tan misteriosa y tan incontrolable como la fe misma. Son felicitaciones arbitrarias, extrañas, como las de aquellos que me consideraron fuerte o valiente. Te admiran porque estabas parada tranquilamente en la vereda y un camión te pasó por encima.
No fui fuerte ni valiente. En esa primera semana de tratamiento tuve un ataque de pánico en la segunda o tercera aplicación de rayos. Las aplicaciones eran indoloras, pero cuando me acostaba en la camilla para recibir la radiación, el dolor no me dejaba extender las piernas. Me ponían una especie de triángulo que las sostenía dobladas. En la sala había un olor curioso y nada desagradable: olía a tormenta de verano. Ozono. El día de mi ataque de pánico salí de la sala de rayos en la silla de ruedas. Hacía unos días que ya no podía caminar, ni siquiera unos pasos. Además, ya me sentía muy mal por los efectos deletéreos de la quimio. De pronto me di cuenta de que me estaba muriendo: allí, en ese mismo momento. No tuve dudas. Mi papá había muerto a los cincuenta años de una embolia pulmonar, unos días después de una operación. Ahora sentía que no me llegaba suficiente oxígeno. Me ahogaba. Empecé a jadear. Mi marido empujaba la silla sin saber muy bien hacia dónde, pidiendo auxilio. Si seguía sentada no iba a sobrevivir. Tenía que acostarme. Me tiré de la silla de ruedas al piso. Una voz de hombre, firme y calma, me preguntó por mis síntomas mientras unas manos precisas me revisaban y me auscultaban. No tiene nada en los pulmones ni en el corazón, está bien, me dijo. Ya puede abrir los ojos. Recién en ese momento me di cuenta de que tenía los ojos cerrados.
No volví a tener ataques de pánico durante el resto del tratamiento, pero cuando, después de dos meses de soportar una quimio muy dura, los primeros estudios mostraron que la enfermedad continuaba, entré en un estado de terror que me duraba veinticuatro horas. Me despertaba a la mañana la palabra metástasis, el corazón se me largaba al galope y estaba así casi todo el día. Tenía taquicardia, lloraba a cada rato, tuve que salir con protectores porque me hacía pis encima. Fui tan cobarde como cualquiera y seguramente más que muchos. Pero todo eso sucedió mucho después. En esa primera semana, todavía eufórica, seguí escribiendo «Un canto a la vida».
A continuación, la lista de soluciones mágicas. El consejo de una amiga profesional y profesora de la universidad, persona excelente que ha recibido mucho más que la cuota de sufrimiento que le corresponde a nadie en este mundo. Su hija murió en un accidente. Ella se recuperó, se volvió a casar, volvió a tener hijos. Es un canto a la vida viviente y me dan ganas de sonreír de sólo verla, de verdad la quiero mucho y la admiro. Mi amiga profesional me ofreció contactarme con un médico argentino que trabajó muchos años con los lamas del Tíbet y puede curar incorporando estas cuestiones del aura, del tercer ojo. Quién sabe.
Prima Nora me llama de París. Ojalá estuviera al lado tuyo, me dice, porque me quiere mucho, y lo siento así. Ojalá estuviera al lado tuyo para ayudarte con mis conocimientos de reiki, haciéndote la imposición de manos que podría curarte, dice. Y yo me alegro de que esté lejos. Pero si vos querés, si nos autorizás, me dice, igual podemos hacer algo. Te lo explico todo en una carta.
Prima Nora se niega a usar correo electrónico, la carta va a tardar, quisiera tranquilizarla. Por favor, les digo, hagan desde allí todo lo que puedan, todo lo que hagas con buena intención sin duda me va a ayudar. Entonces, me dice, empezamos ya. Y después me contás. Voy a llamar a varias amigas, vamos a reunirnos para hacer lo que sea necesario, ya vas a ver.
Me advierte que al día siguiente me va a llamar para darme las instrucciones. No me siento bien y sobre todo no me siento en condiciones de recibir instrucciones. Me pone muy nerviosa la idea de que me ordene prender velas de colores, o sahumerios o ponerme en una determinada posición, obviamente incómoda o difícil de sostener mucho tiempo. Dios, no creo en vos y me niego a colaborar con el reiki a distancia. Decile que me estoy duchando, le pido a mi marido, que atendió el teléfono. Pero me doy cuenta de que escuchó, me da vergüenza y atiendo: las instrucciones son sencillísimas. Nos vamos a reunir hoy a las 9:30 de la noche, me dice. Por la diferencia horaria, las ondas te van a llegar a vos a las 17:30. Todo lo que tenés que hacer es relajarte.
En este punto, «Un canto a la vida»» se desvía del tema original, las soluciones mágicas. La situación se ha vuelto demasiado dolorosa. Se impone. Empiezo a tener necesidad de contar algo más de lo que me está pasando.
A las 17:30, el horario en que deben llegar las ondas de reiki, me están haciendo una rectoscopia, es decir, me estoy relajando con todas mis fuerzas o tal vez debería decirse al revés. A las 17.30 hago todo lo que está en mí (cuerpo y mente) para relajarme. Buscan un tumor en el ano, pero si no está en el ano mismo, por qué no seguir un poco más arriba. ¿Diez centímetros? ¿Quince centímetros? ¿Medio metro quizás? Las ondas del reiki tienen que estar entrando con toda comodidad, pocas veces estuve tan relajada.
Por razones tal vez sin sentido estoy rogando por tener cáncer de ano. Ojalá tenga cáncer de ano, ojalá tenga cáncer de ano, ojalá por favor por favor que tenga cáncer de ano, repito una y otra vez. Me imagino usando pañales descartables y no me desagrada la idea.
Estoy por cumplir cincuenta años. Antes de que me descubrieran la enfermedad pensaba que morirme ya no importaría, que había vivido mucho y bien y lo que esperaba de los cincuenta en adelante no sería la mejor parte de la vida. Ahora pienso en sobrevivir con pañales descartables y me parece una perspectiva maravillosa. Cumplir cincuenta y cinco con pañales descartables, quién pudiera. El solcito, el paté de foie gras, los ñoquis de sémola. Libros. Comedias musicales de los treinta y cuarenta. Hasta cincuenta. Carmen Miranda pasando entre cientos de mujeres hermosas disfrazadas de banana. Marilyn Monroe cantando el weather report, agitando su pollera sobre los muslos mientas asegura que hot hot winds are coming from South. Qué importan los pañales descartables. Qué extraños deseos puede llegar a tener un ser humano. ¿Qué otro ser en el universo podría llegar a rogar a dioses en los que no cree que lo provean de un bonito cáncer de ano?
El doctor me revisa con seguridad, rapidez, precisión y en silencio. Ya lo conozco (es el mismo que me hizo la punción para la biopsia) y sé que el silencio es algo que no prodiga, que reserva únicamente para todo aquello de veras importante. Otro médico hubiera prolongado la situación en su esfuerzo por ser suave, delicado. Él es un cirujano extraordinario: nunca me operó, pero percibo la precisión de sus manos. En cinco minutos me revisa a fondo, tacto y espéculo vaginal, tacto rectal, anoscopio, rectoscopio. No hay cáncer de ano, me dice, no hay nada en vulva ni cúpula de vagina (hace tres años que ya no tengo útero, ni falta que me hace). Hay que buscar otro origen para su metástasis epidermoide. ¿Entonces es seguro?, le pregunto. ¿No hacía falta que tuviera cáncer de ano? ¿Entonces no hay dudas de que se trata de una metástasis epidermoide?
A quien lee, de quien no me olvido, la palabra epidermoide no le impresiona. A menos de que se trate de un médico, no la entiende. Para mí, en este momento, es la diferencia entre la vida y la muerte. Quiere decir que la metástasis epidermoide era segura, ya estaba asegurada, no dependía de que me encontraran o no un cáncer de ano. Oh, Señor, gracias por no existir, gracias por no escuchar mis rídículas plegarias.
¿Pero usted habló con el patólogo? ¿Usted tiene el informe? Yo hablé con el patólogo, yo tengo el informe; es más, dice el cirujano, lo discutí con él, porque cuando hicimos la punción, en congelamiento, parecía una metástasis de adenocarcinoma de endometrio. El patólogo me dio todas las explicaciones para hacerme entender por qué después de cuatro días de analizar la muestra descubrió sin lugar a dudas que yo estaba equivocado, me dice el doctor, orgulloso de poder admitir una equivocación, seguro de sí mismo, sin tener muy claro lo que significa esto que está diciendo para la paciente.
La conversación con el cirujano me permite fechar con cierta precisión esta escena, en relación con la progresión de la enfermedad y el tratamiento. Todavía no habíamos decidido enviar las muestras al Centro Anderson. Todavía no tenía claro que seguía habiendo ciertas dudas con respecto al informe del patólgo en el que se consignaba que las células pavimentosas habían impuesto su preponderancia sobre las células cilíndricas. Milagrosamente. (Así es como llegué a ver Chicago, mi comedia musical preferida de todos los tiempos).
Otra vez el lector se pregunta, con toda lógica, de qué le estoy hablando. Aclaración breve: primer diagnóstico, metástasis de adenocarcinoma, pasaje al cielo, tiempo más tiempo menos, lucha dura, nadie puede saber, pero si tengo ganas de aprovechar el tiempo libre al que me obligará la enfermedad y el tratamiento para aprender un instrumento musical, que sea el arpa. O la lira. Se habla siempre del arpa, pero en los dibujos de historietas los angelitos suelen aparecen con liras. Debe de ser porque se las ve más manuables.
Hasta esta visita al cirujano, yo estaba en proceso de despedida. Me sentía fuerte, curiosamente sana, excepto por el hecho de que el dolor no me dejaba caminar, pero mi cuerpo, todo el resto de mi cuerpo, parecía responder magníficamente. Me preparaba para una lucha durísima, con la esperanza de durar unos años más. Mi hija de veintidós años y la de diecinueve son mujeres, están formadas. Pedía, a los dioses en los que no creo, que me dieran unos añitos para dejarla más armada a mi hija de catorce. Completar su adolescencia con una mamá enferma no sería lo ideal, pero no quisiera dejarla ahora, pensaba, no todavía. Si pudiera aguantar hasta que tuviera dieciocho la iba dejar más formadita, menos culposa. Y las hermanas la adoran, el papá la adora, entre todos la iban a sostener bien.
Entonces este hombre me dice, creyendo que yo ya lo sabía, que es una metástasis epidermoide. Ahora, doctor, le digo, por favor no se lo tome a mal. Va a entrar mi marido, le voy a decir lo que me acaba de explicar, y vamos a llorar, prepárese. Vamos a llorar de alegría. Es la diferencia entre el arpa o la lira y cualquier otro instrumento. La batería. El saxofón. El bajo. Es la posibilidad, difícil pero cierta, de curación.
En efecto, cuando entra mi marido le digo epidermoide sin dudas, epidermoide seguro, y esa palabara que nos parecía tan dificil y rara, epidermoide, se vuelve como pan. Pan y epidermoide, agua y epidermoide, aire y epidermoide. Qué locura, qué alegría, que emoción epidermoide. Y encima sin siquiera necesidad de cáncer de ano.
No sé si es cierto lo que pensaba en ese momento. No sé si la diferencia entre metástasis epidermoide y metástasis de adenocarcinoma es en realidad tan grande. Tampoco quiero averiguarlo. Unos años después, mamá me contó que le había preguntado a mi médico clínico cuánto tiempo me quedaba. Debo tomar ciertas disposiciones para proteger a su familia, le había dicho mamá, tengo que saberlo. Nuestro clínico, que la conocía muy bien, sabía que podía hablar con claridad. Estábamos en marzo. Hasta fin de año, le dijo. Va a vivir hasta fin de año. Eso fue lo que mamá me contó. Además de ser fuerte y valiente, mi madre siempre tuvo un componente de sentido trágico que la llevaba a aderezar sus relatos para hacerlos más impresionantes. Creo que heredé esa cualidad, muy útil para una escritora. Lo que el médico le debe de haber dicho es que si (y sólo si) el tratamiento no daba resultado, me quedaba hasta fin de año. En ese año mi hermana viajó cuatro veces desde Chicago para estar conmigo. Tal vez para despedirse.
Epidermoide: producto, sin duda, del reiki a distancia, que también me acaba de ofrecer una escritora desde aquí, desde más cerca. Ella participó en expediciones al cerro Uritorco, en Córdoba. Gracias a que pertenecía a un grupo muy armónico, tuvo suerte con sus mantras de avistamiento, y las luces se le acercaron lo bastante como para proveerla de ciertos poderes.
Otro amigo, bueno y querido amigo, hasta ahora insospechable, científico, médico pediatra, me refiere también a Córdoba, el Uritorco y sus poderes. A una de sus primas, también médica, le diagnosticaron un linfoma en el mediastino. Malo, pero no necesariamente mortal. Depresión grave. Prima de mi amigo acude a un curador que le permite reducir su cuerpo astral mientras su cuerpo mortal entra en trance. Así empequeñecida, hace un viaje por el interior de su cuerpo y puede encontrarse con el tumor, pasear por él, recorrerlo y conocerlo en todos sus detalles. Cuando vuelve a salir de su propio cuerpo, se siente llena de energías y fuerzas para la lucha. Boris me ofrece la dirección del doctor que se encarga de los viajes interiores. Fascinante. Pero vaya a saber por qué, no termina de seducirme la idea de pasear por mi metástasis epidermoide, tocarla, mirarla, quizás cambiar un par de palabras con ella. Prefiero reventarla de afuera nomás, sin conocerla tanto como para tomarle cariño.
A partir de la segunda o la tercera semana de tratamiento ya no pude seguir escribiendo. Entré en un estado de horrible indiferencia. El malestar era constante, indescriptible. No quería nada, nada me daba placer ni alegría. Me sentía mal estando parada, pero acostarme no me producía ningún alivio. Tenía todo el tiempo un sabor a mandarinas podridas en la boca. Me despertaba a la mañana con la almohada mojada, porque me pasaba la noche escupiendo. El cisplatino me afectó el oído y el olfato. Los olores me atacaban con una violencia que jamás les hubiera atribuido. El olor del jabón era como una pared que no me dejaba entrar al baño. Pedí que me compraran jabones sin perfume. El olor de la comida era intenso y repugnante, el olor del suavizante en las sábanas y en la funda de la almohada no me dejaba conciliar el sueño, el olor de los desodorantes me daba náuseas. Los sabores parecían descomponerse en cada uno de sus componentes químicos. En el pan percibía el gusto de la levadura, de los conservantes. En las comidas industrializadas, sentía el sabor del aceite de soja hidrogenado, del propilenglicol, de los colorantes. O eso me imaginaba. Todos los sonidos se intensificaron hasta lo intolerable. Masticar carne producía un sonido repugnante, que acentuaba las náuseas. Masticar una galletita era ensordecedor, abrir la canilla era como enfrentarse a las cataratas del Iguazú, no toleraba las voces de mis hijas, que sonaban como violines desafinados. Cuando salía a la calle, el ruido de los autos y de los colectivos me hacía daño. Decidí usar tapones en los oídos. El dolor, sin embargo, comenzó a remitir.
Seis meses después, mi oncólogo me dijo que la última tomografía no había mostrado ningún cambio con respecto a la anterior. No podía asegurarme nada, pero era posible que esa anormalidad que todavía mostraban las imágenes fuera solamente una cicatriz. Para entonces, la quimioterapia me había afectado también la retina y veía la realidad como si estuviera detrás de un vidrio sucio. Empezaba a sufrir problemas motrices. Me costaba un gran esfuerzo abrocharme los botones y caminaba como si mis piernas estuvieran debajo del agua. No puedo asegurarle que esté curada, dijo el médico. Pero sí puedo asegurarle que no tiene sentido seguir con el tratamiento. Sus palabras no eran muy alentadoras, pero ya nos conocíamos mucho y yo vi un brillo de entusiasmo y esperanza en sus ojos. Me di por curada.
Y aquí estoy, veinte años después. Un verdadero canto a la vida.