Tortosa, Cataluña, 1967. Este es un fragmento incluido en el libro de ensayos Mite del bilingüisme i altres textos per a descolonitzar la ment (Edicións del 1979, 2025).
Traducción del catalán del autor
LA LÓGICA DEL SUPREMACISMO LINGÜÍSTICO CASTELLANO
El nacionalismo lingüístico supremacista español en los Países Catalanes (donde adopta la forma de castellanismo lingüístico) parte de un marco ideológico incoherente que recurre simultáneamente a tres perspectivas (cada una con sus propias premisas básicas) incompatibles entre sí.
En primer lugar, podemos hablar de un imperialismo lingüístico que surge de la idea de que existen lenguas más valiosas que otras. No porque unas posean un valor intrínseco superior, sino porque, a lo largo de la historia, algunas habrían desarrollado más registros comunicativos, una tradición literaria más robusta y, en definitiva, habrían desplegado sus posibilidades de forma más completa, convirtiéndose en instrumentos expresivos y comunicativos más perfectos, a la vez que se habrían expandido sobre poblaciones que, en principio, hablarían otras lenguas, pero que acabarían adoptándolas. Así, se habrían convertido también en lenguas de gran alcance, que permitirían la comunicación directa con grupos humanos amplios.
Frente a estas lenguas mejores, otras no habrían alcanzado un desarrollo comparable ni se habrían expandido tanto, de manera que, aunque no difieran en potencialidades, sí lo harían en posibilidades actuales, razón por la cual las primeras las aventajarían. Prescribir a los hablantes de las lenguas históricamente más desarrolladas y difundidas el aprendizaje de una lengua del segundo grupo y promover la comunicación en ella supondría, por tanto, llevarles al empobrecimiento, del mismo modo que obstaculizar la incorporación efectiva de los hablantes de las lenguas del segundo grupo a la comunidad lingüística de una de las del primero implicaría anclarlos en una pobreza evitable.
Habría, por tanto, unas lenguas (y culturas) mejores y más ventajosas que otras y, en consecuencia, lenguas (y culturas) que deberían promoverse y difundirse por encima de otras, que quizá no sea necesario afanarse a extinguir, pero sí limitar y dejar que se desvanezcan. Y todo ello en nombre del progreso y el bienestar (generales, pero particularmente los mercantiles), es decir, en última instancia, en nombre de la civilización y la prosperidad.
Se entiende, pues, fácilmente, por qué llamamos imperialista a este tipo de ideología lingüística, que ignora que, si detrás del éxito de algunas lenguas de alcance medio hay relaciones de poder y abuso, detrás de la expansión del dominio de una lengua de gran alcance siempre hay un ejercicio explícito de fuerza. Pero, sobre todo, sus defensores obviarían (o despreciarían, o tratarían de refutar, según conviniese) el hecho de que las lenguas no son sólo instrumentos de expresión y comunicación, sino también de identificación comunitaria, de modo que, al negársele —por la vía que sea— a una lengua la posibilidad de desarrollarse y de erigirse en vehículo completo de comunicación, lo que en realidad se niega es el derecho a existir y a desarrollarse plenamente y autónomamente de la comunidad humana que identifica, lo cual constituiría, en definitiva, una agresión injustificable.
Desde esta perspectiva, el castellano sería uno de los mejores ejemplos de lengua desarrollada y ampliamente difundida. Frente a él, el catalán quedaría descalificado porque, aunque tal vez haya experimentado un desarrollo similar (algo que, no obstante, sería discutible, ya que el catalán normativo de los registros formales sería sospechoso de ser un mero artificio desvinculado de la lengua real), el hecho de que no cuente con un número comparable de hablantes lo situaría, por sí mismo y definitivamente, entre las lenguas a restringir, candidatas a la sustitución.
Junto a este relato, más habitual fuera de los Países Catalanes, encontramos el del castellanismo lingüístico esgrimido por ciertos grupos desde dentro, basado en las premisas siguientes: en primer lugar, que los Países Catalanes serían territorios históricamente bilingües, cuyas poblaciones tendrían dos lenguas propias en términos de igualdad: el castellano y el catalán; en segundo lugar que la conducta lingüística no sería un hecho social y condicionado, sino siempre una elección personal y libre (de modo que cada cual habla la lengua que quiere y cualquier política lingüística que pretendiera intervenir en esta libre elección sería, propiamente, un ataque a la libertad individual), y en tercer lugar, que, habida cuenta que la lengua habitual mayoritaria en nuestro territorio es actualmente el castellano, tendría sentido que la primera lengua del país, en el ámbito público, fuera esta. A fin de cuentas, se habría llegado a la situación actual de manera libre y natural, de acuerdo con la premisa anterior. El argumento de que ha existido persecución del catalán y que esta ha influido en la evolución del estado de la lengua quizá tenga algo de cierto (aunque no estaría claro y sería necesario revisarlo); en cualquier caso, haría referencia a un pasado que la despenalización de su uso y su cooficialización ya habrían dejado definitivamente atrás.
Como podemos ver, en este otro relato —que convive con el primero— no se parte de la desigualdad lingüística, al contrario. Y, sin embargo, no es difícil encontrar a quien salte del uno al otro sin ver contradicción alguna, hasta el punto de que es habitual que se obvien las incoherencias y se construya una síntesis híbrida. Al fin y al cabo, aunque ambas lenguas serían iguales, no cabría duda de que una de ellas sería, de manera natural, más igual que la otra.
En este punto se recorre, para consolidar la supremacía del castellano, a la noción de lengua común, que se le adecuaría, tanto por su difusión (hay que tener en cuenta que el castellano tiende a difundirse, nunca a imponerse) como por el capital que representa. Así, se entiende que se convierta en la lengua propiamente oficial, mientras que la catalana quedaría como un complemento menos que oficial: cooficial (calificativo que ahora se entendería como expresión de una calidad —inferior— absoluta, en lugar de descriptivo de una igual consideración compartida).
Finalmente, y centrado en especial en el caso del Principado de Cataluña, se esgrime (siempre por motivos tácticos) un tercer relato legitimador de la imposición del castellano sobre el catalán en su propio dominio lingüístico. Me refiero al que oímos durante la visita de un escuadrón de eurodiputados organizado por la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo, con el objetivo de deslegitimar la pretensión de que la escuela en Cataluña pueda ser en catalán. Según este relato, el catalán sería la lengua de un poder político potente, encarnado en unas instituciones de autogobierno que lo impondrían sobre la otra lengua del país, el castellano, hablada por un grupo humano falto, en este caso, de poder, y asimilable a una minoría lingüística que se esforzaría por no ser aniquilada.
Este último relato, aunque guarda conexiones con el anterior (el castellano sería lengua propia de los Países Catalanes, con la que se identificaría una parte de su población que vive sometida a una política liberticida), entraría, no obstante, en contradicción con él en cuanto a la importancia del grupo castellanohablante, presentado antes como el mayoritario y más representativo, y ahora —a pesar de todo— como subalterno y amenazado. Una situación que sería aún más difícil de entender si tenemos en cuenta que este grupo, descrito ahora como acosado, en realidad formaría parte de uno de los colectivos lingüísticos más extensos del mundo, articulado en torno a una lengua especialmente dotada. El primer relato y este tercero no resultarían tampoco fácilmente coherentes entre sí.
En cualquier caso, de la convergencia de los tres relatos surgiría un guion que (en su forma ya lista para la difusión como discurso político, línea editorial o propaganda en redes) quedaría así: los hablantes habituales de castellano en los Países Catalanes serían un grupo que se habría desarrollado allí a lo largo de la historia al margen de cualquier relación de poder intencionadamente establecida, que hablaría una lengua con un valor objetivamente superior al del catalán, con un alcance y potencia demográficos también superiores (incluso dentro del mismo país), pero que, sin embargo, a menudo se encuentra sometido al dictado de unas instituciones autoritarias y perversas, enemigas de un bilingüismo justo y simétrico (o de un justo bilingüismo asimétrico a favor del castellano, dependiendo de la oportunidad), que le negarían derechos básicos y tratarían de imponerle una lengua menor que no aporta nada a quien la habla y sólo puede empobrecer a quien se le quiere hacer hablar. Todo ello sería un atentado contra la libertad y la diversidad, que sufre un grupo humano que, sinceramente, ama ambas (aunque, en la práctica, entienda la libertad como ausencia de deberes lingüísticos, y la diversidad como algo sospechoso que, en todo caso, sólo estaría bien para los demás, porque él, con el castellano, ya va bien servido).
Si a pesar de todo aún no vieseis las incongruencias internas de este pastiche, haced el ejercicio de compararlo con la realidad y dejad que sea esta la que os abra los ojos, al advertir cómo contrasta con ella, ya que el marco sociopolítico real en el que nos movemos no es el de los Países Catalanes y sus instituciones (delegadas y condicionadas), sino el de un estado-nación español que se identifica con el castellano, en cuyo seno una minoría nacional catalanovalenciana lucha por sobrevivir en medio de una historia de minorización imperialista.
Que, pese a sus incoherencias, los tres relatos se mantengan simultáneamente y converjan en un discurso inconsistente (en primer lugar, con la misma realidad), muestra hasta qué punto el nacionalismo lingüístico español (el supremacismo castellanista) no se preocupa por la justicia, sino estrictamente por el triunfo; hasta qué punto su causa es la de una voluntad de prevalecer (de poder) irracional, y explica, por tanto, por qué se siente tan cómodo con el pensamiento y las formas del decisionismo político (es decir, de la extrema derecha vitalista), que parte del principio de que la política se fundamenta en la fuerza.
En última instancia, esa voluntad sería el eje que superaría las incoherencias y dotaría al discurso de una lógica aparente.
El castellanismo lingüístico busca el triunfo de una voluntad: la de erigir el castellano lengua de una nación que debe construirse a partir de la antigua Castilla y sobre el resto de nacionalidades peninsulares (con la única excepción, ya consolidada, de Portugal). Esta nación se llamaría España, y el estado que la articularía se perfilaría como un estado-nación con el castellano elevado a la categoría de español.
Sobre este objetivo se construye el sentido común lingüístico dominante allí donde ese nacionalismo extiende su hegemonía o está en vías de hacerlo.