Tú que ves en la noche

Grecia Cáceres

(Lima, 1968). Entre sus publicaciones más recientes está la novela Mar afuera (Editorial César Vallejo, 2017).

Tú que ves en la noche con tus ojos amarillos, guíame por la noche sin astros. En el umbral de este nuevo retorno al reino de los boscosos valles, en la búsqueda febril de mi mano derecha, guíame por favor. Sentiré tu paso leve a mi lado, la tierra húmeda bajo los pies, los olores penetrantes de las plantas prehistóricas, unas rocas inmensas interrumpiendo el paso. Las rodearemos juntas porque no hay obstáculo a tu marcha nocturna. Tu lomo brilla en la oscuridad, tu respiración como un jadeo es mi hilo de Ariadna. Hay tanto por recoger que ya no entra nada en mi alforja. Camino sin sentir mis pies que como manos se adhieren a la tierra. No levanto la mirada puesto que las estrellas se esconden en noches como éstas, extrañas noches invocadas a veces en los rezos pero nunca contadas. ¿Cómo saber que es la última, cómo reverdecer al alba? Ningún gato se arriesga por estos lares salvo tú, mi felino color de humo. Tus ojos amarillos espantan las serpientes y las aves, los insectos dejan de zumbar, se evapora el rocío. Pronto te enroscarás sintiendo la tersura de tu pelaje contra tu minúscula nariz y dormirás inapetente, acariciando un rayo de luz en tus mostachos que tiemblan del placer del sueño.

Al interior de mis párpados, veo el paisaje como a través de una membrana superpuesta a las infinitas membranas que me separan del mundo. No quiero historias ni tramas, sólo estar aquí, quieto, si eso se puede contar. Afuera están los seres que amo e ignoro. Afuera las estrellas, los árboles, el manantial, pero también el tren, el perro de los vecinos, un hijo que duerme a pierna suelta abrazado a su almohada. Afuera también estoy yo, el otro, aquel que toma el metro, compra el pan, se calza y ríe desmesuradamente a veces. ¿Y adentro qué? Un aliento de gato que bosteza, olor a sardina y a vida salvaje, garras vivas lacerando el revés de mi colchón.

Cómo escribir sin ver las teclas, sin hacer uso de la mano ni del papel. En esta extraña duermevela, luego del paseo por los bosques prehistóricos al lado de mi gato salvaje en mi entresueño, todo lo contable se vuelve pálido y tengo más ganas de posar mi palma mojada de pintura sobre las paredes de la gruta original que de sacar mi lira o entonar un salmo. Con el tiempo, lo que entra por el ojo me va pareciendo mayor y más insoslayable que cualquier manuscrito o libro, publicado o no.

Me dirán es tu amargura de escritor sin lectores que te hace hablar así, es tu descontento nativo, esa sutil barrera que te separa siempre de tus congéneres, de tus compañeros de infortunio o de solaz. Sabes que la tierra gira imperceptiblemente bajo tus pasos, sabes que la luz tiene una velocidad y el sonido otra; sin embargo, saber no basta, saber no es nada. Saber ni pesa ni se come, ¿saber se siente? Sí, quizá se siente. Como abrir los ojos en la noche y no temer a nada porque sabes. Como a un niño se le dice que no existen los fantasmas o no, mamá no se va a morir mañana. Son cosas así que nos contamos y creemos saber. Yo quisiera escribir sin escribir, saber sin saber, leer con los ojos cerrados, dormir bajo la bóveda celeste, olfatear las huellas del animal que me ha de nutrir mañana, quisiera haber nacido antes de la alquimia, vivir muy breve tiempo pero en medio de elementos primarios y de miedos terribles. Quisiera no saber, pero uso el español para que tú me leas un día y digas: así debería ser, o para qué le das tanta vuelta al asunto.

Creí que era mi deber escribir, contar hechos nimios e insolubles, tratar al menos de contar cuatro bellezas inmortales, decirle a alguien en el oído que lo amé, que aún lo amo. Palabras como fogatas eternas de altas humaredas que como penachos anunciaran la presencia humana. Libros transparentes que proyectaran en las paredes de las grutas cacerías infinitas con todos aquellos animales hermosos que nunca logramos cazar. Somos tan poca cosa, y no es una figura de estilo, somos tan poca cosa que nuestro cadáver apenas puede saciar a un felino. Somos tan poca cosa que, apenas nacemos, podemos morir, carga pesada en el lomo de una madre que trashuma chorreando sangre entre las piernas mientras la horda muda de campamento. Apenas nacemos, sólo la suerte o el amor nos salvan de la inminencia del ser presa. Es el amor que nos inventamos para poder alcanzar la edad de la bipedia y así poder seguir a los demás de la tribu que abren trocha en la maleza. Así, amados, podemos no sobrevivir sino simplemente vivir algo más de tiempo que nos permita habitar la rama de nuestra especie.

Algunos de nosotros andamos por el tiempo además de seguir las huellas de la presa. Algunos de nosotros estamos destinados a otra cosa que la flecha o el pedernal. Algunos nos cubrimos de ceniza y plumas y danzamos de noche espantando a los murciélagos. ¿Para qué? Nadie lo sabe bien, pero los demás baten las palmas, lloran o se inclinan, los demás contemplan el mundo desde nuestros ojos sin pupila como si ésa fuera otra forma de sentir los miedos, menos aterradora al ser compartida o nombrada. Cada cosa tiene su nombre, la señalo a los demás, la sombra de mi dedo se hace garfio o grafía. Las plumas pegadas a mi cuerpo caerán, pero no la impresión de haberlas visto agitarse en revuelo alrededor de la fogata. Algo así digo o veo en mi duermevela, la cabeza hacia la pared, en el silencio reinante a pesar del rumor de los aparatos que cargan baterías para el día siguiente.

La ciudad es una invención extraña. Ese rozar de multitudes, esos caminos transitados por cuerpos impulsados como por una honda gigante. Todos van hacia algo pero el blanco no es común. Cada quien su blanco. Ya no existe la horda, ni la trocha, ni la fogata, ni la cacería ni la muerte decretada en mansedumbre al destino. Hay voces divergentes y golpes en la nuca, hay un total y feroz desasosiego y no se puede llorar al borde del manantial arropado por los árboles. El cielo está vacío y las corrientes de aire evitan los letreros chillones acumulados en los cruces de camino. No preguntes por tu destino. Nadie nunca ha trazado un plano de la ciudad, es imposible. Para ello debería por un instante dejar de crecer, posarse sobre el valle o desenterrar antiguas murallas. Pero no. La ciudad es ciudad porque se desparrama como un agua fétida matando las raíces de plantas no nacidas.

Pero está el mar. Invertebrado y eterno. Deglutiendo nuestra pobreza y nuestros desechos. Mar impotente pero más duradero que nuestra vida de mosca. Lame y relame sus heridas, se eriza, tiembla o parece inmóvil delineando el horizonte que aparenta confundirse con el cielo alocado de estrías. Nube sobrevolando el mar, mi mirada. La llamo con un silbido para que vuelva agitando la cola, para que me vuelva a animar, a hacer de mí un balcón, una ventana, un agujero desde el cual apuntar el mundo, mar, ciudad, gruta, bosque, cielo, nube o constelación lejana. Todo es pretexto y nada vale la pena, lo sé desde hace mucho. Mi cabeza ladea del otro lado, hacia donde la luz la atrae y despunta. No estoy despierto, soy ingrávido, empinado en mi sueño viendo del otro lado del valle despertarse la urbe. Luz rayando el horizonte, aurora rosada como la piel de mis párpados aún sellados, elevando apenas el cortinaje espeso de su refugio.

Aún ninguna palabra ha sido pronunciada. Ninguna palabra, sólo gorjeos, gemidos, ladridos, rumor de aguas o de ramajes peinados por el viento. La palabra vendría a desgarrar el velo, ¿se haría la luz? ¿O nos quedaríamos en la sombra para siempre sin esperanza de amaneceres, tierra empecinada en esconderse del sol tras la luna? El día vendrá pase lo que pase, si no aullarían todos los lobos que todavía quedan en la tierra, maldiciendo la amenaza como para alejarla al menos unas horas más que a la medida del hombre, son siglos, pero para el planeta un suspiro. Como ya dije, no somos nada, polvo particular imperceptible en el ojo gigante del creador o guijarro sobre su palma sin bordes. Quizá la lágrima o una lluvia feroz puedan limpiar de una vez por todas los bichos humanos aferrados a sus torres y campanarios. Como si alguien pudiera salvarse del diluvio. No. Las puertas se van cerrando y al final no quedará muro ni umbral para sostenerlas. Al final algunas burbujas subirán hasta la superficie y se borrarán. Dejando el agua límpida y tersa, como un espejo bruñido bajo el cielo sin signos.

Suena el despertador, caen los astros uno a uno. No hay más que un camino posible y las estrellas mudas no dan razón. Los pies se agitan, pesa la frazada. Hace menos frío que en las estepas de las tierras lejanas de los ancestros. Brilla la hora verduzca del despertador, chilla su mecanismo. El sueño es expulsado de las órbitas. El pie busca una tierra más firme o menos esperada. El animal se pone de pie, camina.

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