Tristeza se dice De Bruyckere / Dolores Garnica

Con un chillido, se abrió camino entre la multitud hasta llegar junto a la yegua,
y la abrazó, y besó su cabeza ensangrentada.
Dostoievsky, Crimen y castigo

Berlinde De Bruyckere, nombre lindo de pronunciación musical que lleva una de las pocas artistas visuales contemporáneas adscritas al figurativo. Berlinde De Bruyckere —habrá que pronunciar su nombre muchas veces para encontrar su dulzor— acaba de dialogar con el escultor y arquitecto Benedetto da Maiano en San Gimignano, Italia. Allí la belleza del detalle del genio prerrenacentista de la madera de ojos tristes, casi cerrados, mezclado con la escultura de criaturas deformadas e impuestas en el espacio de la artista belga.
Para muchos una artista barroca y para otros una creadora adscrita en la línea estética del Francis Bacon tomando dictado del realismo.     «En el espejo distorsionado del arte, la realidad aparece sin distorsión», dicen que sentenció Franz Kafka sobre Picasso. Si todo es cierto, De Bruyckere representa ese diagnóstico terrible de Bacon en dimensiones. Convincente y precisa, es el reflejo del tormento. Sus figuras centrales son criaturas extrañamente reconocibles y al mismo tiempo caóticas y desfiguradas. Es la piel de un caballo rellena de materiales suaves: potro pequeño de cabeza breve y patas largas sobre una vieja mesa de metal, ojos cerrados, posición lánguida, tranquilo, cansado y en suspenso. Aterrador y bellísimo «Lost II» (fechado en 2007), explicó a los espectadores y a la crítica el porqué del cuerpo de un animal como figura marginada, vulnerable y sufriente —quizá también pueda hacerlo el pequeño Ródion Raskólnikov de la mano de su padre ante la fanática brutalidad frente a la vieja yegua. Quizá también la calandria jalando a cinco turistas gordos entre el tráfico tapatío.
    Dentro de un viejo aparador de madera, dos cuerpos de apariencia humana, fusionados. Un torso desnudo y pálido, casi blanco, transparente, sin piernas y brazos, encima del torso de otro cuerpo desnudo, sin brazos, con una bola en el talón y pies huesudos de cera y resina, tomados de modelos vivos, la «Piëta» de De Bruyckere, de 2008, reminiscencias religiosas y evocadoras de los flamencos, usanza belga. De Bruyckere es una escultora contemporánea de clásicos alientos. «In Doubt», de 2007, simula un montón de fragmentos que parecen humanos amarrados con hilos de metal y encerrados en una vitrina. Sin cabeza, sin pies, muñones, piernas que parecen troncos de árboles, mutilaciones, pedazos de piel con grandes zurcidos, cuerpos de caballos colgados de una pata, fragilidad, y una sensación de fatiga, silencio y desconsuelo. Un vacío extraño que nace de dentro y se extiende a la escultura. Una conexión distinta que dialoga con las tristezas que la memoria guarda. La obra de De Bruyckere viajó desde el amontonamiento de ropa y cobijas, sus primeras piezas importantes a partir de 2005, hasta el trabajo siempre en solitario con piel de animales y recreaciones anatómicas humanas.
Si la deformación es el espejo, entonces la tradición de De Bruyckere —hay que seguir pronunciando su nombre— actúa en y sobre la frontera entre lo real y lo estético. Sobrepasa las fronteras de lo realista y transforma su contemplación en estados anímicos, desborda y desestabiliza, muta en criaturas limítrofes y amorfas. Es tristeza. Quizá por eso la fascinación desde su nombre.

 

 

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