Madrid, 1975
Aquellos padres reaccionarios que hicieron la guerra con el dictador Franco engendraron algunos hijos rebeldes, que en la universidad se enfrentaron a los guardias en una larga pelea contra la dictadura. Al principio en las sobremesas burguesas se producían discusiones políticas muy acaloradas y poco a poco entre las dos generaciones se estableció un abismo infranqueable. El padre de derechas y el hijo de izquierdas se convirtieron en dos desconocidos, pero entonces a los hijos no se les ocurría irse de casa. Realmente la clandestinidad empezaba por el propio hogar. El estudiante rebelde volvía de la facultad donde había participado en una asamblea revolucionaria y al llegar al dulce hogar se estrellaba de nuevo contra el viejo orden establecido. A la hora del almuerzo el padre aún bendecía los alimentos, que les había regalado el Señor, cuando los vástagos ya eran ateos. Estas dos generaciones, que chocaron a mitad de los años setenta, usaban las mismas palabras para expresar cosas distintas. Al final ya no tenían nada que decirse y, en el mejor de los casos, se impuso entre ellas un silencio pactado hasta que cada una se disolvió por su cuenta. Algunos jóvenes comunistas eran hijos de generales e incluso de ministros del régimen franquista.
Una mañana cualquiera, la dulce mamá iba a despertar a su hija de dieciséis años y se encontraba con su cama vacía y el armario revuelto. La niña había volado del nido de madrugada. La mujer corría llorando al cuarto de baño, donde su marido, un ejecutivo cuarentón de derechas, se disponía a afeitarse para ir al despacho. El hombre sólo sabía abrir la boca con la cara enjabonada y quedarse mirando su propia sorpresa en el espejo. No entendía nada. ¿Qué habían hecho mal? La niña lo tenía todo, ositos de peluche en la cama, una educación en un colegio de monjas, regalos en cada cumpleaños, ropa de marca, un plato de su gusto siempre en la mesa, el frigorífico repleto y todos los caprichos a su alcance, pero ahora estaba en el arcén de la carretera con una mochila sucinta en la espalda y con el dedo pulgar señalando hacia el sur, a merced de cualquier camionero que la llevara a un lugar donde hubiera palmeras. Entre las adolescentes se puso de moda largarse de casa. El sur era un destino que estaba en la mente de la nueva cultura. Era el largo viaje hacia la libertad.
Madrid, 1996
Un viejo comunista, arquitecto de éxito, un tipo elegante de pelo plateado, vivía en una casa con jardín guardada por dos perros Rottweiler, de orejas cercenadas. Cuando alguna visita, sobrecogida por los ladridos, le preguntaba por qué necesitaba protegerse por ese par de asesinos, este antiguo revolucionario comentaba: «El hombre nuevo, que anunció Lenin, se ha demorado. El mundo está lleno de maleantes».
Al día siguiente había elecciones generales. Este arquitecto excomunista iría a votar a la derecha montado en el todoterreno, en compañía de su mujer y de su hija, que acababa de llegar de una isla de la Polinesia donde había practicado submarinismo, y de un hijo becado en la Universidad de Arizona. Después los cuatro, guapos y felices, con las mangas del jersey anudadas en el pecho, tomarían el aperitivo en una terraza del paseo de la Castellana antes de almorzar en un famoso restaurante japonés y por la tarde él se echaría la siesta y luego esperaría en su estudio el resultado de las urnas oyendo una ópera de Verdi mientras analizaba el proyecto de una nueva urbanización en la costa, de la que esperaba sacar una sustanciosa tajada que coronara definitivamente su espléndida madurez. Este arquitecto había salido indemne de dos casos de corrupción, aunque en su conciencia todo parecía estar bien trabado. Había evolucionado, eso es todo.
Ese día tuvo un encuentro inesperado que le devolvió todo su pasado ideológico a la memoria. Entró por casualidad en una librería sin saber que allí trabajaba como directora su primera novia, a la que no veía hacía muchos años. Se saludaron no sin cierta tensión; hubo un beso sesgado, se analizaron durante unos segundos el fondo de la mirada y después de expresar de nuevo su sorpresa de haberse encontrado decidieron tomar un café en el bar de la esquina. Habían envejecido cada uno a su manera, porque ella en el rostro aún conservaba aquella disposición juvenil, ahora renovada, que la había empujado siempre a apoyar las causas perdidas. Recordaron los viejos tiempos, su amor sobre la pradera del campus de la universidad, su viaje a Nicaragua cuando soñaban con cambiar el mundo, trataron de pronunciar los nombres de otros camaradas que pasaron como ellos por la cárcel y todo lo que vino después hasta que el grupo se dispersó y cada uno se fue por su lado. Algunos ya habían muerto.
De pronto, guardaron silencio, ya no tenían nada que decirse y en la sonrisa congelada percibían la larga distancia que los separaba. ¿Quieres otro café? No, gracias. Los dos sabían muy bien a quién iban a votar mañana, pero no hablaron de eso. Ella regresó a la librería y envolvió un libro de Pavese para un cliente. Él llegó a casa, les echó de comer a los perros.
Madrid, 2010
Los estudiantes que se examinaron este año de selectividad nacieron con el internet, con el móvil, el mp3, el cd, el gps, el chat y la PlayStation. A través de la yema de los dedos sobre los distintos teclados su sistema nervioso se prolonga en el universo. Cuando tomaron la primera papilla en el mundo ya no había muro de Berlín ni comunismo ni guerra fría, pero al pasar del triciclo a la bicicleta se encontraron con la globalización, con el terrorismo planetario y con los patines de dos ruedas. No saben qué es el servicio militar, muchos aprendieron inglés en Inglaterra y realizaron intercambios con chicas y chicos de otros países. Los más concienciados aman la naturaleza, son sensibles al ahorro de energía, se molestan en buscar una papelera antes de tirar un envase en el suelo, rechazan la comida basura e incluso cierran bien el grifo del fregadero. Los más descerebrados se excitan cada sábado en el albañal del botellón, en la pasión de las gradas. Sus padres en la manifestación de izquierdas corearon el pareado: «El pueblo unido jamás será vencido». Ellos sólo cantan el oé, oé, oeeé, campeones oé, oé, oeeé al final del partido, cualquiera que sea su ideología. Ese cántico es el himno del siglo xxi, acompañado con la imagen de las Torres Gemelas ardiendo y de los misiles diabólicos que buscan al enemigo en la sala de estar mientras el soldado se está tomando un licor duro en el bar.
Esta nueva generación de jóvenes conoció el amor ya en tiempos del sida, y, aunque en el colegio les explicaron cómo se usa el preservativo, a la mayoría no les da tiempo de ponérselo. Su horizonte es el genoma humano, que comparten con la marca Nike, y si sus padres se estremecieron con Cruyff y Maradona, ellos adoran a Nadal, Pau Gasol, a Messi y a Ronaldo. No les interesa la política, no leen periódicos, tienen una idea muy fragmentaria de la cultura, pero cuando un tema les apasiona, deporte, cine, informática o música, lo conocen hasta el fondo, abastecidos por una información exhaustiva.
Existen algunos síntomas que indican que ya tienes muy poco que ver con la nueva generación. Si estás todavía con la marihuana o la cocaína y no con las drogas de diseño, si conociste a John Travolta sin tripa, si aún piensas en pesetas al hacer las cuentas, si tu nieto de once años sabe más que tú de ordenadores, si te cabreas porque tu hija deja el bote de champú abierto, si cuelgas la toalla en su sitio después de ducharte, si te acuerdas de Michael Jackson de cuando era negro, cualquiera de estas señales indican que ya estás fuera de combate.
Al final aquellos padres de derechas que en los años sesenta ya no tenían nada que decirse con sus hijos de izquierdas encontraron un entendimiento en un silencio pactado. Ahora sucede lo mismo bajo otro espejo cuando la evolución de la sociedad y el sistema de becas ha permitido llegar a la universidad a los hijos de los obreros. Cualquier metalúrgico, albañil, mecánico o campesino tiene hoy un hijo médico, físico-matemático o doctor en Románicas. La primera consecuencia consiste en que estos padres, prácticamente analfabetos, nada pueden hacer por sus descendientes, salvo estar orgullosos y darles aliento. El estudiante de Biología no encuentra la forma de explicar a su progenitor, que es un simple camarero, el problema más sencillo de genética molecular, ni el labrador logrará nunca entender la ley de la entropía que le repite su hija, catedrática de Física. En la sobremesa se produce la misma incomunicación, que en otro tiempo era debida a la divergencia ideológica y ahora se deriva del abismo cultural que los separa. Por cierto, si quieres tener alguna idea sobre el futuro, busca a aquella adolescente que en los años setenta del siglo pasado se fugó de casa, y en caso de que la encuentres, mírale a los ojos y pregúntale cómo le fue en el viaje. Tal vez su respuesta será también el silencio.