Trenes / Bianca Garavelli

CADA VEZ QUE SUBÍAN aquella escalinata, en seguida se detenían a contemplar el panorama hacia abajo, con actitud de conquista. Era pesado subir esas escaleras y el corazón mandaba señales que daban miedo. En cada subida era peor. Especialmente en verano.
    La vista abajo no era particularmente bella, más bien alguien la hubiera podido considerar lóbrega. Eran los andenes de una pequeña estación que aún poseía el esplendor de principios del siglo XX, pero que se había convertido en una escala secundaria, de poca importancia, aunque invadida en los días hábiles por una incontenible proliferación de trabajadores de ida y vuelta. No obstante los pequeños cambios en sí positivos, los monitores que anunciaban horarios, andenes y retrasos, las vitrinas cada vez más cromadas, grandes y legibles con la lista de los trenes, nunca lograba perder, con el pasar de los años, un no sé qué de suciedad y mala fama. Y tampoco el espectáculo que ofrecía a quien la miraba desde arriba podía ser fascinante.
    Sin embargo, aquellos andenes vacíos y silenciosos, aquel aire de sueño y reposo, en una noche de verano, con la luna aún grande y luminosa como un ojo espectral en el cielo, capturaban un resplandor de belleza.
    La ciudad era una de esas grandes, siempre algo inacabadas, siempre un poco demasiado inhabitables, sucias y caóticas, que arrastran a la economía italiana con su energía dirigida sólo hacia las ganancias.
    Era porque aquella perspectiva de los andenes vacíos era un nicho de reposo en la ciudad ajetreada, el reino de la espera de un nuevo evento (a la mañana siguiente, cuando el sol habría de reconquistar el dominio por ahora dejado a la luna y el traqueteo de los trenes volvería a atormentar los oídos), que aquella vista adquiría todo ese encanto.
    Ellos se detenían sólo un instante, no mucho más, en lo alto de la escalinata de metal. Se acercaban al barandal del puente pintado de verde, contemplaban los andenes, después se miraban brevemente a los ojos y seguían caminando.
    Generalmente, cuando pasaban por ahí acababan de cenar en el restaurante refinado y costoso que surgía justo debajo de la escalinata, que era como un puente sobre los andenes. Si algún amigo estaba con ellos, los miraba asombrado. En cambio, si ya los conocía, no se asombraba. También el jardín del restaurante (que, pese a ser famoso y a que intentaba mantener con la buena cocina y los precios altos una clientela conocedora y selecta, continuaba adornándose con el apelativo de taberna) se veía desde arriba. Pero no era un espectáculo capaz de atraer como la vista de los andenes, porque ya se podía distinguir bien desde antes de llegar arriba, y no tomaba ese aspecto de premio conquistado con dificultad, como la visión final de la estación, para alcanzar la cual se necesitaba incluso acercarse al barandal del puente.
    Era ya una especie de rito. No esperaban nada a cambio de su fidelidad. No buscaban nada. Sin embargo lo repetían, sin omitirlo jamás. Tenían miedo de no hacerlo. Al menos, haciéndolo, tendrían la posibilidad, aunque pequeña, aunque remota, de que les sucediera nuevamente.
    Como un milagro. Como el don de una voluntad superior.
    Ellos no sabían si merecerlo o rogar por obtenerlo, aun sin méritos.
    Permanecían aferrados a ese gesto, porque no podían dejar de asirse a aquel instante de sus vidas, pues temían que, de lo contrario, morirían.
    No es que temieran la muerte. Eran dos seres humanos adultos. Habían vivido experiencias que los habían acercado al sentido de sus vidas, sin poder entenderlo del todo. Se habían movido midiendo las fuerzas en las curvas angostas de las dificultades, habían hecho apuestas en los laberintos de las decisiones y luchado contra la avaricia del tiempo, descubriendo que lograban superar el miedo permaneciendo unidos. La habían rozado tan de cerca tantas veces, perdiendo a las personas más queridas, que la muerte ya se había vuelto familiar. Pero no habrían sido capaces de resistir aquella ola negra de tristeza con la que se materializaban los recuerdos, hacía ya algunos años.
    Desde que habían perdido la oportunidad de sus vidas.
    Desde que habían decidido no partir, no tomar un tren hacia una ciudad lejana, extranjera, prometedora.
    Hasta aquella noche de verano, tan parecida a todas las demás que vinieron después, con la luna como un ojo abierto al mundo, piadoso o distraído, en los andenes dormidos, cuando habían visto por un breve instante, como una visión lejana y sin embargo nítida y simple, la imagen de sí mismos.
    Caminaban agarrados de la mano, jóvenes y sonrientes; esperaban el tren. En un momento dilatado por la eternidad, en algún lugar entre las huellas indelebles de acciones humanas que llenan el universo, ellos dos podían tomar aún aquel tren.
    Nunca lo habían perdido.

TRADUCCIÓN DE MARCELA TAVERA SORIA
 
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