Trece padres

Carlos Villacorta

(Lima, 1976). Su publicación más reciente es el libro de cuentos Lo que dijo el fuego (Campo Letrado, 2021).

Tengo trece padres. Como saben, ser hijo es difícil con un padre; con trece, se resuelven muchos problemas. El primero de ellos nació lejos y me enseñó a redondear mis vocales cuando las pronunciaba: Mon Dieu !, parfait, croissant eran sus palabras preferidas. A veces se le escapaban algunas frases extrañas como Je déteste ici o Mais l’amour infini me montera dans l’âme. Años después supe que tenía medios hermanos y hermanas por su lado, pero nunca supe si yo era su consentido.

El segundo era un poco más viejo, y siempre miraba a la izquierda. «Este país que es desigual», decía, «hay que convertirlo en una máquina de la justicia». Quizá por eso todas sus amantes me querían y me mimaban con regalos y besos, porque antes que una caricia o un abrazo, me sentaba a devorar libros rojos llenos de fuego. En las noches invernales de la Nueva Inglaterra también me leía los cuentos de Poe y repetía y repetía Nevermore!, mientras que en Navidad me negaba cualquier regalo. «Mientras haya hambre, no podemos recibirlos». Lo amé mucho hasta que murió un día bajo la nieve.

El tercero era el más joven de todos. Siempre viajábamos por las ciudades, pero, como el segundo, tampoco me daba regalos. «Eso hay que ganarlo con el trabajo». Me puso a vender limonada en verano. En otoño, a recoger hojas. En invierno, a palear la nieve. En primavera, a acompañarlo a su trabajo para que las secretarias me apretaran las mejillas o me abrazaran. «El que es pobre es pobre porque quiere», me decía antes de dormir. Siempre lo miré con reserva, como quien ve a un pobre perro jugando a morderse la cola. Fue el primero en huir.

El cuarto me hablaba siempre en castellano, que por aquí llaman español. A veces seseaba y a veces parecía estar chupando limón. Así decía mi mamá que se llamaba ese ruido peculiar que emitía con los labios y con los dientes. Cuando no trabajaba, descansaba tanto que parecía que nunca más iba a trabajar. Y cuando trabajaba, simplemente no regresaba a casa por días. Por ejemplo, llegaba los viernes y sacaba de su bolsillo una gran cantidad de dinero que daba a mi madre para la comida y otros gastos. Le daba un beso en la frente y le decía cuánto la amaba para luego desaparecerse hasta el domingo en la noche. No era tan mal padre. Cuando salíamos a jugar, estábamos hasta tarde con la pelota, pateándola tantas veces contra un arco hecho de piedras simulando que estábamos en algún estadio. Huyó muchas veces, tantas como las que regresó.

El quinto no merece mucha mención. Era militar y sólo hablaba en órdenes: La casa es la casa y la mesa es la mesa, gritaba. Creo que mamá no lo aguantó mucho, pues ella también ordenaba: Ésta es mi casa y ésta es mi mesa. De esta situación, aprendí que mi ropa no era mi ropa y mis juguetes no eran míos tampoco. Habían sido de mis primos o de mis hermanos mayores, y luego habían pasado a mí y ahora pasarían a los menores. El quinto murió en la guerra contra los zorros, los lobos, los coyotes o los chacales. No lo recuerdo bien. Y mamá se niega a contarme los detalles.

El sexto parecía haber salido de una película de Hollywood, de aquellas donde el galán o el héroe se enfrenta a los villanos, lo capturan pero sale victorioso y se queda con la hermosa mujer de cabellos negros. Una vez le dijo a mi madre que todos sus hijos se parecían a él, menos yo, que tenía los ojos y cabellos negros y gruesos como los de mi madre. Casi nunca me dirigía la palabra, y cuando lo hacía, sólo era para decirme que me moviera de sitio. Se fue un día sin avisar, sólo dejó atrás su ropa recién lavada, como si en cualquier momento fuera a regresar.

El octavo recorría las arenas en su viejo microbús que unía nuestra casa con la ciudad. Recogía niños y mujeres, hombres alcoholizados, perros y gatos, a veces también pollos y gallinas, y ¿por qué no?, becerros y terneros. Los pasajeros lo amaban, el vecindario lo amaba, mi madre lo amaba, sus hijos también, los que vivían en nuestra casa y los que vivían desperdigados por la ciudad. Una vez conocí a uno de mis medios hermanos, era tan parecido a mí que no supe qué decirle. Pero él sí. Me dijo: «Yo también tengo trece padres. ¿Quieres saber cómo son?». Pero sólo atiné a huir como lo hicieron ellos en su momento y nunca más lo volví a ver.

Del noveno tampoco hay mucho que decir. Fue el que más tiempo se quedó con nosotros. Me acom- pañó en mi primer día de escuela y también en el último. Cargaba siempre a mi hermana y cuando creció la llevaba de la mano por las calles de la ciudad. No importaba si ese día habían detonado bombas o si habíamos perdido electricidad. No hay que perder un día de escuela, solía decirnos con una amable sonrisa. Mamá lo criticaba todo el tiempo: por su manera de vestir, su trabajo o la forma de pronunciar las vocales. Muchas ve- ces confundía la e con la i o la o con la u, y decía que Dios era las nubes, el río, las montañas y también los animales. Nadie sabe bien por qué se suicidó.

El décimo se había ido hace tanto tiempo que no lo pude reconocer cuando tocó a la puerta y preguntó por mamá. Pero me reconoció y me dijo cuánto había crecido y que ya era todo un hombre. Lo miré y poco a poco volvió a mí el recuerdo de su rostro, sólo que ahora se había afeitado, y tenía el cabello largo de color rojo, y las facciones más finas y sus brazos más delgados. Usaba una falda muy moderna como las que le gustaban a mamá. Se quedó pocos días, pues había venido a ver a mi hermana la menor y a decirle que la amaba tanto. Mamá se enfureció con él porque su dinero no alcanzaba para nada, si bien le deseaba lo mejor. Lejos de todos nosotros, por supuesto. Lo último que me dijo antes de irse fue: «Nunca dejes de creer en quien eres».

El undécimo me dijo un día que tenía once hijos, cada uno más hermoso que el otro, si bien alguno tenía algún defecto casi imperceptible: un ojo más pequeño que el otro, las orejas levemente convexas, una pierna más larga que la otra, dos pies izquierdos, uno era zurdo, otro era diestro, dos eran gemelas idénticas pero no se parecían entre sí, y los siguientes eran mellizos con color de ojos diferentes. La última había nacido prematuramente y era la más hermosa de todas.

El décimo segundo sólo me decía una y otra vez que podría ser de cualquier parte del mundo. Buscaba en mi rostro y en mis facciones como quien examina un objeto desenterrado de las arenas del Sahara algún indicio de mis orígenes, de mis ancestros que podrían reflejarse en mis pómulos, o en el color de mis ojos, o el tamaño de mi frente. Cuando se cansaba de eso, buscaba en mi cuerpo alguna marca, como cicatrices, lunares, protuberancias extrañas, cualquier signo de la palabra de Dios. «Todo lo que un hombre tiene es su legado», me dijo. Un día tuvimos que enterrarlo con su Biblia agarrada a sus manos.

El último dijo que no se iría nunca. Estaba cansado de viajar por el mundo y trajo consigo anécdotas e historias, como aquella vez que conoció a su padre en una zona alejada de la ciudad, pero no podía recordar si esto sucedió en Europa o en algún lugar remoto de los Andes. Otro día me contó de su viaje por este país, desde Chicago hasta Nueva Orleans, de Boston a San Francisco, en un viejo Chevrolet destartalado, tomando viejas botellas de whisky que le regalaban algunos vagabundos y que él llenaba con cualquier alcohol. Lo miré bien y aunque me agarró cariño, siempre supe que él no era mi verdadero padre, si es que alguno lo fue.

Éstos son mis trece padres <

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