Traduction, mon beau souci (Traducir, mi bella preocupación) / Miguel Sáenz

El título resulta de una pedantería inquietante. Es una paráfrasis de un verso del famoso poeta francés François de Malherbe (1555-1628), hoy bastante desprestigiado y a quien casi nadie lee por estos pagos. Sin embargo, siempre me ha fascinado ese comienzo de un poema suyo («Beauté, mon beau souci») o, mejor, me fascinó cuando, hace ya medio siglo, Jean-Luc Godard lo utilizó para escribir un brillante artículo sobre el montaje cinematográfico.

      En él, Godard subraya que el montaje no es sólo la palabra final de la puesta en escena, sino también su esencia misma y que, en realidad, montaje y puesta en escena son inseparables. Le irrita, naturalmente, la frase típica del mal productor de cine: «Lo arreglaremos en la sala de montaje».
      ¿Qué tiene que ver esto con la traducción literaria? Todo. En primer lugar, pero esto es anecdótico, la traducción se ha liberado ya de la secuencia temporal. Antes, cuando un traductor se encontraba ante el texto que tenía que traducir, debía someterse a toda una serie de rituales. Por descontado, como decían los manuales y profesores, debía leerse el texto original entero. Luego, documentarse por todos los medios imaginables sobre su autor y posibles traducciones anteriores, a su propio idioma o a otros. Y comenzar su traducción por el principio, teniendo en cuenta siempre que su propio texto, mecanografiado con la inevitable copia, exigía reflexionar mucho antes de escribir cualquier frase, a fin de no tener que rectificar luego reescribiéndolo penosamente.
      Hoy una traducción literaria se comienza por cualquier parte, y la imaginación y la espontaneidad literaria han salido ganando mucho. Sabido es que no pocas veces la mejor traducción es la primera: la reacción del traductor-lector ante un texto que lo impresiona profundamente.
      Sin embargo, las facilidades que da la electrónica pueden ser también mortíferas. Muchas veces, sobre todo cuando el tiempo apremia, se traduce cualquier cosa, confiando en que el desbarajuste se podrá arreglar «en la sala de montaje», es decir, en el vertiginoso proceso de «corrección» editorial. El editor sustituye aquí al productor cinematográfico: lo que importa es que el libro esté en la imprenta (o, peor aún, en las redes) lo antes posible. Ya arreglaremos la traducción en la «sala de corrección». ¿Quién va a protestar? Literatura… ¿qué es la literatura? Literatura es lo que la gente lee y, si la gente lo acepta, ¿para qué molestarse más?
      Pensándolo bien, la analogía cinematográfica me gusta. Lo que ocurre es que, aunque sería un error evidente identificar la puesta en escena con el fondo y el montaje con la forma, sería más inaceptable aún defender que la traducción se refiere al fondo y la revisión a la forma. Simplemente porque, hace ya tiempo (creo), llegamos a la conclusión de que fondo y forma son inseparables. El fondo crea la forma y la forma crea el fondo.
      ¿Es la obligación del traductor respetar el fondo y alterar la forma? En absoluto. Su obligación es reescribir el fondo dándole nueva forma y cambiándolo en consecuencia. El resultado será una obra nueva y (es de esperar) literariamente valiosa.
      En definitiva… El presente y breve artículo no tiene otra virtud que la de ser sincero. Lo arreglaremos en la sala de montaje.

            Jean-Luc Godard, «Montage, mon beau souci», en Cahiers du Cinéma
             núm. 65, 1965.

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