Tomarás la sangre [Fragmento]

Pepe Cervera

Alfafar, Valencia, 1965. Su libro más reciente es Una historia real (Tres Hermanas, 2023).

No me arrepiento de haber matado animales. Tampoco me enorgullezco. Lo considero parte del acervo familiar, un ingrediente más del patrimonio heredado, otro signo de lo que soy, de las cosas que hago, de la forma en que hago las cosas. Mi abuelo mataba animales. Mi padre mataba animales. Yo he matado animales. Lo hecho, hecho está. Mi padre me enseñó, de la misma forma que a él el suyo. Fue un aprendizaje lento, paulatino, basado no tanto en la práctica como en la observación. Si aquel procedimiento en concreto era el más apropiado, si de esa manera obtenían una mayor productividad en el trabajo, lo ignoro. Posiblemente exista más de uno y todos distintos. Seguro. Nunca me ha importado lo más mínimo. No he mostrado una pizca de interés en averiguarlo. En ningún momento se planteó cambiarlo por otro, mi padre lo siguió a pies juntillas hasta que dejó de trabajar pasados los sesenta y cinco, convencido de que pocos métodos resultaban tan precisos cuando se exige un desangrado rápido. Hundir la hoja del cuchillo hasta atravesar de un lado a otro la garganta del animal, seccionando, con un solo movimiento, tanto las yugulares como las arterias carótidas. Las cuatro patas del cordero trabadas con una cuerda de pita en un punto que, aproximadamente, equidista de ambos extremos del metacarpo, a pocos centímetros de las pezuñas accesorias o dedos rudimentarios o, haciendo un combinado con las dos denominaciones anteriores, pezuñas rudimentarias —dos estructuras cornificadas que crecen alrededor de sendos dedos en cada pata y carecen de función alguna. Para inmovilizarlo en el suelo no ha sido necesario aturdirlo. El cordero no es un animal agresivo. Jamás ofrece la menor resistencia. Es manso, sumiso, manejable, suele rendirse pronto, quedarse quieto. No debe pesar más de catorce kilos en vivo. Mi padre, con dos metros y pico de altura y la complexión de un armario ropero, debe de estar por los ciento veinte. En los primeros párrafos de Geste und erinnerung, un ensayo que analiza con detenimiento la relación existente entre memoria y lenguaje corporal, leo que para recuperar lo que ya se ha vivido, para traerlo hasta el aquí y ahora, no parece desatinado aprovechar las posibilidades que se abren con la capacidad gestual. Su autora, la psicóloga austriaca Laurin Maierhofer, interpreta que el cuerpo debe acompañar al alma. La parte material de un individuo y la relativa al espíritu, la etérea, la que no se puede tocar, se contienen en una misma entidad. Afirma que, por este medio, al adoptar una actitud o postura determinadas se simplifica bastante el proceso, ayudarse de algún gesto mejora de forma considerable nuestra disposición de ánimo. Cerrar los ojos, entre ellos. Hay quien cierra los ojos. Se nos quiere hacer comprender —la doctora Maierhofer lo da por cierto— que de ese modo los recuerdos acuden a nosotros con mayor facilidad. Hay gestos y ademanes que despejan el acceso al pasado, tanto al más próximo como al distante, allanan el terreno, quitan de en medio lo que estorba, ya sea tiempo o voluntad de olvido. Todo puede ser. No voy a discutirlo. A mí no me ha hecho falta cerrarlos. Para nada. Con los ojos abiertos también puedo verlo. Mi padre. Camisa remangada por encima de los codos, sin abotonar, abierta sobre el pecho, los faldones atados con un nudo simple a la cintura. Las perneras del pantalón embutidas en la caña de unas botas de goma, tipo Katiuska. Las botas son de un color oscuro, verde militar, y están manchadas de sangre. Lo veo inclinarse con una rodilla clavada en el flanco del animal, a la altura de las vértebras lumbares. Las manos están manchadas de sangre. No sé si este debe juzgarse un trabajo difícil. Aunque, para llevarlo a cabo, cierta destreza sí podría considerarse imprescindible, la complejidad, en principio, no estaría contemplada entre sus cualidades. Se gira hacia mí, un segundo, sólo para comprobar que le estoy mirando, y enseguida vuelve a lo suyo. Lo veo introducir el pulgar de la mano izquierda en la barra interdentaria, ese espacio sin dientes en la quijada inferior, de unos ocho centímetros, entre los incisivos y el primer premolar. Lo obliga a abrir la boca. Tira con fuerza para mantenerle el cuello estirado. De esa forma queda a la vista el relieve de la glotis. Practicar el corte en el punto exacto, por consiguiente, resultará mucho más fácil. Un cuchillo con doble filo, recién afilado, a ser posible, con un largo de dieciséis centímetros y unos dos de ancho, no mucho más, penetra por detrás del ángulo de la mandíbula, hacia abajo, esquivando la laringe y el esófago para evitar que el estómago se vacíe de porquería y eche a perder la sangre limpia. No hay tiempo ni es lugar para la duda. No es el momento. Si el cordero sufre más o menos o deja de sufrir, sería asunto a tratar en la siguiente mesa redonda. «Dichosos los que saben que el sufrimiento no es una corona de gloria», escribió Borges. No es sencillo alardear de las heridas, no es sencillo ignorarlas. Hubo una época de mi vida en que mataba animales como cualquier otro aprieta tuercas en una cadena de montaje. No me arrepiento. Carece de importancia. Es lo que es: ni motivo de inquietud ni de sosiego. En cualquier relación minuciosa, este hecho merecería figurar en la columna de momentos felices tanto como en la de aciagos. O, ya puestos, en ninguna. De eso hace más de cuarenta años. Ignoro si ahora mismo sería capaz de hacerlo. No sé. Sé que conservo la destreza. La destreza es memoria, una de sus secuelas, la respuesta involuntaria a un impulso capaz de viajar hasta el presente a través del tiempo. Lo noto cuando recuerdo, cuando me da por pensar en ello y de inmediato mi cabeza envía una orden al resto del cuerpo. Yo nací con un cuchillo en la mano. Es lo que siempre han dicho, como un halago, reconociéndome una virtud que me resisto a hacer mía. Antes de los catorce años, la pericia con que empecé a manejar esa herramienta denotaba una autoridad que muy pocos se atrevían a cuestionar. Mi madre me amamantó debajo del mostrador en el mercado de Alfafar, un edificio con portalón de medio punto y planta semicircular levantado en 1952, curiosamente sobre los mismos terrenos detrás de la iglesia que hasta bien entrado el siglo XIX ocupaba el cementerio del pueblo. Carne muerta sobre carne muerta. Me acostaba en el interior de un capazo entre suaves sábanas de franela —el mismo capazo de mimbre trenzado que empleaba para acarrear los colgantes de embutido desde el obrador hasta la parada—, y cada dos por tres, a poco que la reclamara, sin dejar de atender a la clientela, me envolvía en un paño de rizo entre sus brazos para enchufarme a la teta.  Es lo que siempre han dicho. Y al igual que al Jean-Baptiste Grenouille creado por Patrick Süskind, nacer entre las putrefactas vísceras y desperdicios del puesto que atiende su madre en un mercado de pescado de París, le concedió el poder de un olfato sobrehumano —el poder o la condena, quién sabe—, el uso de los cuchillos podría considerarse una habilidad inherente a mi naturaleza. Lo noto cuando recuerdo. Noto que las manos reconstruyen el detalle de cada movimiento, uno a uno, desde el minuto en que acompaño al animal a través de la portezuela de las cuadras en el matadero, hasta que vuelve a desangrarse con el cuello apoyado en el canalón de desagüe. A veces me pregunto si carezco de la sensibilidad necesaria para responder a un estímulo tan intenso como lo es la sangre, reaccionar de una forma que pueda considerarse adecuada según la ética del siglo XXI —tan correcto en todo, tan dentro de los márgenes, tan aséptico y proclive al eufemismo—, y hasta qué punto esa indolencia que acuso me convierte en un tipo desalmado, en un sádico. Soy consciente de que no se me puede atribuir un temperamento excesivamente emotivo. Lo tengo claro. No soy de esas personas almibaradas que besan y tocan a la primera de cambio. El contacto que exigen ciertas fórmulas de cortesía, incluso un roce, por involuntario que sea, suele ponerme en estado de alerta. Aunque también reconozco que no es mi estilo enterrar la cabeza en el suelo cuando alguien perteneciente a un tiempo y lugar que ya no son míos, pongamos por caso, consigue desequilibrar mi entereza. La última vez que algo, desde dentro, me alteró el ritmo de la respiración, fue a causa de un episodio relacionado con mi hijo. Me duelen sus heridas como si fueran mías. Me siento responsable de sus heridas. Como si yo mismo las hubiera causado. A propósito de las heridas: el kintsukuroi, práctica que se remonta a finales del siglo XV, es una de las técnicas más hermosas que existen para coserlas. Significa reparación con oro. Cuando una taza, un plato, un jarrón, cualquier pieza de cerámica se rompe, los japoneses, cuya lógica, a todas luces, no incluye los mismos parámetros que nos guían en la cultura occidental —esa tendencia inmoderada a consumir y consumir para satisfacer dios sabe qué necesidades—, en lugar de deshacerse de ella, vuelven a unir los fragmentos con una mezcla de barniz de resina y oro en polvo. Es la mejor manera de impedir que las cicatrices se organicen y se hagan fuertes como un recuerdo imborrable y doloroso, y por el contrario pasen a embellecer la historia de ese objeto. Lo que resulta es un llamativo trazado de caprichosas estrías, relámpagos dorados sobre una superficie previamente desordenada por la tormenta. A partir de ese momento, cuando ya esté restaurado y podamos volver a acariciarlo, la historia que ese cuerpo nos contará será totalmente distinta.  Sólo hay que prestar atención, estar dispuesto a escucharla. Es la mejor manera que se me ocurre de decirle a alguien lo poco que importan las heridas. Aprender del daño, aprender a aceptarlo, aprovechar los escombros para construir algo nuevo. Ser más fuertes. En la noche y la tormenta, ser un relámpago de barniz de resina y oro en polvo. La última vez que tuve que tragar y no pude y tuve que reprimir el llanto en mis pupilas fue por mi hijo. Hace un par de días, obedeciendo a uno de esos retos sin malicia entre generaciones, nos colocamos uno al lado del otro frente a un espejo, descalzos y con el torso desnudo, procurando nivelar nuestros hombros. Resultó ser más alto que yo, tres dedos por lo menos. Igual más. A veces me pregunto cómo debo abrazarlo. No me pregunto cuándo, sino cómo. Abrazarlo. Creo que al fin he conseguido desprenderme de la arrogancia. Eso espero. Lo que un día se supone mérito acaba tornándose estorbo. Cuando se es joven, joven con vehemencia, con temeridad, hablo por mí, hay preguntas que uno simplemente evita formularse, no por falta de curiosidad o discernimiento, sino porque resulta innecesaria cualquier respuesta. Es con el transcurso del tiempo y muy poco a poco, que se va tomando conciencia de la ignorancia, de la pequeñez, de la vulnerabilidad y los vacíos, del cada vez menos tiempo que queda para interrogarse. A veces me pregunto qué es la sangre. Muchas veces, más de las que debería, me pregunto qué es la sangre y de qué modo y hasta qué punto viene condicionando mi supervivencia. Existe una definición objetiva, sin tendencia alguna, un conjunto de propiedades implícitas en cualquier imagen que sobre el particular intentemos representarnos: fluido de color rojo que circula por las arterias y venas del cuerpo de los animales. Se compone de un medio líquido o plasma y de células en suspensión —hematíes, leucocitos, plaquetas—, cuyo cometido es distribuir oxígeno, nutrientes y otras sustancias a las células del organismo, y recoger de estas los productos de desecho. Esta sería la descripción en un sentido exacto. La literalidad. Lo otro pertenece al caprichoso espacio de nuestra imaginación. Cualquier otra fórmula o enunciado no sería más que una secuencia, vete a saber tú si inoportuna o afortunada, de símbolos y metáforas, sería introducir elementos inventados en el cuerpo del mensaje. Cualquier otra fórmula no sería más que literatura. Literatura y realidad: ¿Qué fue primero? Ambas son causa y efecto al mismo tiempo. El francés Emmanuel Carrère —seguramente uno de los autores actuales que con más acierto apuestan por la confusión entre géneros literarios, al entreverar elementos de la historia personal en sus ficciones y viceversa—, en su último libro, Yoga, cita un aforismo budista: «El hombre que se cree superior, inferior o incluso igual a otro hombre no conoce la realidad». La realidad: aquello que configura el mundo real, el que es y está, el que se puede tocar y sentir, ese mundo; aquello que permite poner nuestra existencia en orden, adecentarla, modelar a las personas que nos rodean, darles forma, estructurar su carácter. ¿Hay algo más real que la experiencia humana? En mi vida, en el día a día, nada hacía presagiar que pudiera llegar un momento en que me plantearía escribir un libro. Yo vivía en unas antípodas y los escritores de libros en otras. No obstante, eso es lo que he hecho. Lo que intento hacer exactamente ahora. Escribo como soy, no podría de otra manera. Escribo porque no puedo dejar de hacerlo, a la fuerza, como quien busca hacer magia y cambiar con la escritura no ya el pasado, sino el daño que acecha en los tupidos márgenes de nuestro camino al futuro. Durante la mayor parte de mi vida adulta los libros han funcionado como lo hace una constante. Siempre han estado cerca, solícitos, generosos, dispuestos a echar una mano. En estos momentos tengo frente a mí una fotografía en la que todavía no he cumplido un año. Estoy desnudo, tumbado sobre una toalla estampada con figuras geométricas, los dos puños a la altura de los labios. El sol me obliga a entrecerrar los párpados y a girarme para evitar que me dé de lleno en la cara. En la siguiente he empezado a dar mis primeros pasos. Llevo un blusón de pintor con cuello camisero y un lazo de cinta ancha color oscuro; las piernas,  rollizas, al aire. Me apoyo en el borde de una silla y sonrío como si hubiera  superado con éxito la mayor de las dificultades. Cuatro o cinco años más tarde, verano, en una playa, con los pies separados, firmes sobre la arena, los brazos en alto, metiendo tripa y sacando bola. Intentaba imitar a un forzudo de feria. Recuerdo un apartamento a primera línea, en Tavernes de la Valldigna. No es un trayecto muy largo, cincuenta kilómetros por la N 332, no llegaba a una hora; aun así, teníamos que parar en el arcén de tanto en tanto para que pudiera vomitar. Mi padre se ponía de los nervios mientras yo me esforzaba por llenar los pulmones de aire entre una arcada y la siguiente. Por lo visto, marearse es propio de las niñas. Me dice que haga el favor de fijar la vista en el parabrisas delantero, que huela la corteza de un limón, que apriete una peseta en el puño, que sea un hombre, hostias ya. Todavía hoy me mareo cuando no soy yo el que conduce. El coche no tenía aire acondicionado. Un cuatro latas, azul oscuro, la palanca de cambios en el salpicadero. A menudo viajaba con la cabeza por fuera de la ventanilla. Recuerdo que mi padre solía escuchar una cinta de Ray Conniff; la escuchaba una y otra vez, en bucle. Brazil, Raindrops Keep  Falling on my Head, Tie A Yellow Ribbon Round the Ole Oak Tree, Smoke Gets  In Your Eyes. Tarareaba las melodías en voz alta, repiqueteando los dedos en la parte superior de un volante de baquelita. Algunas de estas fotografías podrían inducir un juicio equivocado: parezco feliz. Las guardo ordenadas por orden cronológico en una vieja caja de zapatos, al fondo de un altillo. La mayoría son en blanco y negro. Llevaba mucho tiempo sin verlas. Años. Es comprensible sentir cierta atracción por estas imágenes fijas procedentes del pasado, por las distintas versiones de un rostro en el que aún me reconozco —como era, como soy—, por lo llamativo de la indumentaria; es demasiado fácil confundirlas con la memoria. Hagas lo que hagas, por más que te esfuerces, la nostalgia es una dolencia de la que jamás conseguirás restablecerte. Por eso, tal vez, me empeño en conservarlas. En esta otra se me ve al trasluz de una ventana con las cortinas de tul recogidas, sentado en el suelo, con pantalón corto y calcetines blancos hasta las rodillas, las piernas cruzadas. Encima de los muslos alguien me ha colocado un libro abierto. Muy serio, con la cabeza gacha, hago como si estuviera leyendo. No es más que una pose, una composición falsa. Ignoro con qué motivo. En la fotografía debo tener unos diez años, once, tal vez, no más de doce, y sé a ciencia cierta que no empecé a leer de forma consciente hasta muy avanzada la adolescencia, pasados los dieciséis. No sé si eso es pronto o tarde, ahora sí, desde un principio ya lo hice con un inusitado apetito, guiado por un instinto que nunca alcanzaba a satisfacer lo más básico de mis necesidades. «Leer restaña y escribir cicatriza», dice un aforismo de Ramón Andrés. Leer, escribir. ¿Qué fue primero? Otro círculo vicioso.

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