(Rosario, Argentina, 1951). Uno de sus libros más recientes es Oratorio (Vaso Roto, 2021).
Asistí hace unos días a la función de Resurrección, la 2ª Sinfonía de Mahler que el Teatro Colón puso en escena en el predio de la Sociedad Rural. El espectáculo me pareció de una belleza compleja, despojada de banalidades barrocas, casi una lección de tinieblas sobre la que surgía, mientras la música ascendía desde el foso, una acción mínima y atroz.
Resumo el argumento; en un descampado, un hermoso caballo blanco encuentra un hueso, al parecer, humano. Su dueña comprende la situación y se comunica de inmediato con las autoridades. Llegan muchas personas, todas con delantales blancos en ambulancias que también entran al escenario. En silencio, empiezan a exhumar cuerpos, uno tras otro, de distintos tamaños, interminablemente. Los depositan sobre sábanas blancas en el terreno irregular, hasta que ya no quedan cuerpos en la fosa común ni espacio libre en el escenario. Luego, los trasladan a las ambulancias y se los llevan, mientras una de las jóvenes del equipo médico sigue excavando frenética la tierra.
Me llamó la atención que, en ninguna de las reseñas periodísticas que leí, se hiciera ninguna alusión a nuestros desaparecidos. Ninguna quiere decir ninguna.
Uno de los diarios hizo hincapié, casi con saña, en el costo que seguramente esta producción debió costarle al Gobierno de la Ciudad, y apuntó contra los países centrales colonialistas que supuestamente vienen a lavar sus culpas por haber enterrado como N.N. a tantos miembros de pueblos originarios. Otro se quejó de la monotonía de la acción, y aseguró que el público se había «aburrido».
Me pregunto: ¿esos críticos no hicieron la conexión con la historia argentina? ¿No pensaron, al ver a los médicos de ACNUR, en el Equipo Argentino de Antropología Forense? Es cierto que la desaparición de personas y el entierro en fosas comunes no es un privilegio exclusivo de nuestro país. También es cierto que el escenógrafo italiano que estuvo a cargo de la puesta pudo haber tenido en mente el final siniestro de tantos refugiados en el Viejo Continente. Pero eso no borra el hecho innegable de que todo texto (literario, teatral o cinematográfico) se resignifica cada vez que varía el espacio, el tiempo y la audiencia ante la cual se muestra. A eso le llamamos, justamente, resurrección, a esa tarea de interpretación cambiante que se produce cada vez que los textos son leídos o interpretados. Borges lo probó para siempre con su célebre cuento «Pierre Menard».
La idea de dar justa sepultura a los muertos, por su parte, recorre la historia del arte y de la condición humana. El caso de Antígona (que Leopoldo Marechal retomó en 1950 en su Antígona Vélez) es apenas un ejemplo. Allí se nos recuerda la terrible y muchas veces siniestra complejidad de lo humano, no para darnos una lección moral, sino para acrecentar el escalofrío ante la magnitud de nuestra propia violencia. Durante la obra, tuve la impresión de escuchar la voz de Néstor Perlongher repitiendo sesenta veces, como en su poema de 1981, la frase «hay cadáveres».
Esa frase lo dice todo. Nos recuerda que fracasamos, y también que es posible que nuestro fracaso se repita en el futuro una y otra vez, pero quizá aún sea posible la victoria de tomar conciencia de lo que somos y elegir un poco mejor el modo en que nos enfrentamos, entre la depredación y la gracia, a los atolladeros de la historia