La tormenta de la noche pasada dejó los colores completamente libres de entregarse a la luz, y es así como el prado, los plátanos y el agua del estanque forman una nube de verde más tenue alrededor de su verde intenso. El niño siempre ha visto la gran casa desde lo lejos, permaneciendo afuera de los portones y del muro que rodea el parque. Ha fantaseado mucho sobre el día en que lograría entrar.
Ahora corre de un lado a otro por los callejones arbolados, de una esquina a otra de la casa blanca, para no privarse de nada, para ver y oler y tocar las piedras, los enlucidos, las tablas de madera. Lo vuelven a llamar y lo regañan. Después de algunos minutos, cuando ya nadie le presta atención, empieza de nuevo.
La dueña de la casa lo invita y él se acerca titubeante y acalorado, tiene la respiración un poco jadeante. La señora le enseña un cachorro de setter, es hermosísimo, le dice que puede acariciarlo, e incluso tenerlo con él, llevárselo a su casa.
El niño mira al padre esperando que él diga algo.
Pero el padre vino a hablar de otras cosas y dejan al niño cerca del perro, de las sillas de hierro, del cemento que delimita el estanque.
Mientras salen de la gran casa él toma la mano de su padre. No acarició al perro ni se lo llevó con él. Corrió hacia la parte posterior de la casa para terminar de explorarla, luego se sentó sobre una silla de hierro a esperar el momento de marcharse.
Aquel cachorro morirá, está seguro de ello, la gran casa caerá en ruinas.
El niño sabe que cuando piensa demasiado en las personas que le gustan, en las cosas que desea, cuando piensa tanto en ellas que empiezan a formar parte de sus pensamientos, después debe sufrir por su causa. Él sabe que debe sufrir por todas las personas, todos los animales, todas las cosas que empiezan a formar parte de sus pensamientos, porque las personas se van, los animales se mueren y las cosas se arruinan y se descomponen.
O es él, justamente, quien deja de quererlas y cuidarlas.
Por esta razón las desecha de inmediato: inventó un método para no permitir que permanezcan en sus pensamientos, para que se confundan con todas las demás imágenes y sensaciones.
Cuando está a punto de pensar en el cachorro, el niño se empeña en fijar su atención en otra imagen.
La emoción que le produce la imagen del cachorro se confunde, contra su voluntad, con otra emoción grande, como saltar una zanja llena de agua, por ejemplo, o tirar piedras a los vidrios del invernadero del naranjal abandonado.
De esta manera sus pensamientos siempre están llenos y no hay ninguna cosa que pueda ocuparlos y quedarse, para luego hacerlo sufrir cuando llega el momento de irse, o bien cuando esa cosa enferma y muere.
Naturalmente, no fue así. El niño acarició al perro, se lo llevó con él y lo cuidó. Le prometió a la señora, después de que ella se lo había pedido por segunda vez, que regresarían juntos a visitarla.
Después de dos meses el perro había muerto aplastado por una rueda de tractor.
Después de cinco años la señora se fue y la casa empezó a caer en ruinas.
Confundir a la memoria y obligarla a tener todo en suspensión, como para impedirle fijar aquellos recuerdos que se convertirán en dolor, se remonta a cuando ya había pasado de los 20 y estudiaba en la universidad.
Se podría decir, más bien, que es una consecuencia de sus estudios universitarios.
Aprendió en sus clases que hay una fase de «fijación» de la memoria, un momento en el que un rostro, las palabras, los gestos de una persona se imprimen profundamente en el mapa de la propia sensibilidad y el propio conocimiento del mundo.
El alcance del efecto depende de la intensidad.
Cuando se trata de una emoción nueva y particularmente intensa, se lleva a cabo en la memoria una transformación irreversible de recuerdos y sensaciones, una leve (o enorme) mutación de la identidad, que no sólo tiene que ver con el presente, porque también cambia el pasado. Así afirma el profesor.
A los 25 años, después de las relaciones de amistad y amorosas que tuvo, ya no acepta transformarse a causa de un nuevo encuentro, cambiar el sentido de lo que fue, dejarse manipular una vez más por el azar.
Ni de exponerse de nuevo a tanto sufrimiento.
Entonces ha elaborado el siguiente sistema: si no se trata de información útil, de carácter práctico o intelectual, todas las señales que ingresan en su mente son sometidas a una inmediata superposición de imágenes, pensamientos, emociones, para impedirles atacar la memoria a largo plazo de forma directa e invasora. Sólo pueden depositarse, con el tiempo, en esa mente, como un polvo, una corteza calcárea que modifica su aspecto pero no su estructura.
Hoy, después de 15 años, el «sistema» se ha convertido en su modo habitual de confrontarse con el mundo. Una hermosa emoción suscitada por un rostro, una frase, un grupo de árboles en una colina, de inmediato se ve invadida por otras, pasadas o probables, y en seguida se dilapida en hipótesis alternativas.
La mano que lo acaricia se convierte en una mano pasada, futura, imposible, que abre en el tiempo la realidad de ese único instante.
Vive en un presente dilatado, una pantalla sin bordes. Saborea como nadie la consumación de las experiencias, habita como nadie dentro de la verdad de esta consumación.
Vive siempre todo, todo junto, en su absoluta precariedad, en el esplendor de cada instante.
Es verdad que a veces, mirándose «por dentro», como se sueWle decir, le parece como si estuviera mirando televisión: casi no hay diferencia entre la transmisión en vivo y la réplica diferida, entre el espectáculo y la crónica. Pero está libre de las obsesiones del amor y del luto, de la angustia del día siguiente que todos esperamos y que nunca se realizará.
Por la noche duerme, se sumerge en el sueño como en un líquido negro y denso, del cual se despierta limpio y completamente lúcido, sin acordarse jamás de ningún sueño.