Colores que suben y bajan, cereal que verdea en paños desparejos, rastros arados que se cruzan y redondean en el capricho del monte que comienza, rectángulos que chocan o se ponen en paralelo, se pierden y reaparecen más allá; hay una paleta desprolija de brotes tiernos sobre la tierra roja, amarillos intensos se convierten en oscuros calizos sobre los bordes donde terminan los cultivos, toscos vericuetos, bardenas áridas de extrañas formaciones.
De traje negro, ajado y lleno de arrugas, camina el hombre, la camisa abierta sin cuello. Lleva una maleta pequeña atada con un viejo cinturón y un sombrero en la otra mano. Encuentra allí a una chica joven, sucia, bonita. Es extraño que esté sola en medio del campo. Se para frente a ella.
—De dónde vienes —le pregunta.
—Vivo aquí.
—Dónde. Aquí no hay nadie, por lo que veo.
—Detrás de aquellas rocas.
—Allí no hay nada. Lo he visto desde el tren.
—El tren no pasa por ahí.
—¿Y eso no es acaso la vía?
—Sí, pero no pasa por allí.
—Por dónde.
—Por donde yo vivo. Por ahí no pasa.
—No hay ninguna casa en kilómetros.
—La mía sí.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete.
—¿Qué?
—Quince.
—Sanguijuela. ¿No te han enseñado a no mentir?
—Cumplo trece.
—¿Y no te bañas?
—Sí, siempre.
—¿Y la última vez?
—Un mes, o dos.
—¿Sabes leer?
—¿Qué?
—Si sabes leer.
—Un poco.
—¿Cuánto?
—Los cuatro Evangelios.
—Mentir es pecado.
—No miento. Lo juro.
—Y ahora también blasfemas.
—Los cuatro Evangelios y el Eclesiastés.
—¿Qué sabes de eso?
—Poco. ¿Qué lleva en la maleta?
—Mi Biblia.
—¿Es usted cura?
—No. Pero rezo siempre.
—¿Le pesa?
—¿La maleta? No.
—Entonces está vacía.
—Está llena.
—¿Y qué hay dentro?
—Lo que tú, niña, deseas tanto.
—¡Un bonito vestido!
—Sí. Y más.
—¡Unos zapatos!
—Lo que tanto querías. ¿Con quién vives?
—Con mi madre.
—¿Alguien más?
—Mi abuelo murió hace tiempo.
—¿Conoces hombre?
—El de mi madre.
—¿Es tu padre?
—No. A veces llega del campo.
—¿Te acaricia?
—Me mandan afuera.
—¿Está allí ahora?
—Hace mucho que no.
—¿Y no hay ningún otro?
—No. Pero ¿qué me toca?
—No soy yo, es la vara.
—Me da vergüenza.
—Tu vestido es muy corto.
—No lo levante.
—¿Llevas algo debajo?
—No… no me mire.
—Qué es ese ruido.
—Un arroyo.
—¿Entre las rocas?
—Sí. El manantial
—¿Es agua limpia?
—Claro.
—Vamos allá.
—¿Tiene sed?
—Vas a bañarte.
—Para qué.
—Para mí. Para lucir tu vestido nuevo.
En una altura cercana se ve una fortificación derruida, hay peñascos que desde lejos parecen rebaños inmóviles. Detrás de las primeras rocas encuentran una veintena de cabras dispersas. En el medio de ellas hay un hermoso carnero de pelaje castaño, casi dorado; está erguido, las patas delanteras apoyadas sobre una roca, los cuernos en espiral. Mira altivo, los ojos amarillos, inquisidores. El sol declina, y la luz y la tarde, y en cambio se acerca y se vuelca un violáceo persistente, desde el corazón lejano del atardecer, en la tristeza que cae sobre el campo.
La niña ha tomado la vara y ahora trepa rápido.
—Suba por aquí.
—No te alejes.
—Usted adelante.
—¿No te animas por ahí?
—Yo paso siempre. Cuidado con el musgo.
—¡Pero qué has hecho!
—Oh, te has caído…
—¡Maldita, me has trabado el pie!
—No he sido yo.
—¡El costado, me duele!
—Tropezaste con la vara.
—Creo que me he quebrado las costillas… Ayúdame.
—¿Cómo ayudarte?
—¡Sácame de este pozo!
—¿Dónde está mi vestido?
—Por favor. Tengo cosas para ti.
—Pero tu maleta está vacía.
—Esta niebla me empapa.
—No hay ningunos zapatos.
—Todo, todo lo que quieras.
—Déjame ver tu frente.
—¿Qué es ese ruido?
—Sólo sangre, no hay marca que te salve.
—Tengo frío.
—«Oí detrás una gran voz, como de trompeta…».
—¿Qué es lo que dices? Eso no es el Eclesiastés.
—«…y cayó del cielo una gran estrella ardiendo».
—Me arde el pecho. No puedo respirar…
—Claro que no es el Eclesiastés.
—¡Sácame, hay alimañas!
—Es el Apocalipsis.
—¡Te daré lo que tú quieras, todo lo que quieras!
—Imbécil. ¿No te das cuenta que ya tengo de ti lo que quiero? Es la trompeta del tercer ángel que suena: «Se abrió el pozo del abismo, y del pozo subió humo como de un gran horno. Del humo salieron langostas y se les dio poder, como el poder que tienen los escorpiones de la tierra».
—¡No los dejes!
La niña ya no escuchó más nada. Miró por última vez, en silencio dio media vuelta y empezó a caminar monte abajo.