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En el mundo del libro no existe lo inamovible.
Y menos en los tiempos que corren, en los que vivimos un gozne de la Historia, un cambio de dirección generalizado de todo, en materia social y cultural.
El mundo del libro, además, refleja la realidad sociocultural. Su materia es la cultura, el pensamiento, la creación, sí, pero también la diversión, la ligereza y el entretenimiento. Y la crítica.
En torno al libro se forma un sector «veterano» que busca cómo crecer sin perder la identidad en un mundo vertiginoso e hiperconectado. Pero en el futuro lo que estará en entredicho será esa identidad.
Pese a saber que vamos abocados a una evolución, la gran pregunta es: ¿lograrán los escritores controlar esa evolución en un mundo, el de la comunicación y la cultura, que ha sido absorbido por el del espectáculo, la multidiversidad y la intercomunicación permanente, y que evoluciona también a marchas forzadas hacia un «darwinismo cultural» (término acuñado por la norteamericana Susan Sontag) no menos permanente? Éste es su gran reto del futuro: no quedar fuera de ese mundo que está evolucionando. En definitiva, no ser la orquesta del Titanic… Porque tal vez estemos condenados a serlo. ¿Estamos a tiempo de evitarlo?
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Lo primero de todo es que hay que cuestionarse precisamente el futuro. De él no podemos saber nada.
Y los signos que vemos es que el futuro está cada vez más colonizado por el pasado. En todos los órdenes. Si el vinilo volvió y anuló al cd, si el cine sigue existiendo —pero en sutil transformación—, si el libro electrónico aún no ha barrido al libro en papel… Si hay signos regresivos en la sociedad y la política, es de suponer que el futuro, lejos de estar en la ciencia ficción, esté más bien en una especie de agudización de la hiperrealidad. Por eso, ante el futuro, imaginemos, pero no fantaseemos. Porque, como dijo un célebre escritor japonés (Akira Ando): «Es más probable que suceda lo que ya sucedió en vez de que suceda lo que suponemos que sucederá». Lioso, este Ando, pero interesante.
Hay un libro escrito al alimón entre Umberto Eco y Jean-Claude Carrière (no confundir con Emmanuel Carrère) que se titula Nadie acabará con los libros. Allí dice Eco: «El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor. El libro ha superado la prueba del tiempo… Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel, pero seguirá siendo lo que es».
Este «lo que es» es lo que podemos imaginar en proceso de transformación.
Lo que yo creo es que habrá más libros. No me planteo su formato o su materialización, ni pienso que eso será relevante, pero habrá más libros.
Porque, matemáticamente, habrá más creadores, habrá más lectores —o como se llame en el futuro esa práctica— y habrá más medios y soportes que permitan no sólo ofrecer más historias-libros, sino recuperar todos los textos anteriores de la historia.
El futuro, por tanto, será la actualización permanente de todos los libros, porque, como veremos, estarán todos en soportes al alcance de algún tipo de lectura.
Para que eso suceda, habrán tenido que pasar dos cosas claves: habrá tenido que cambiar el modelo económico de la cadena del libro (ahora costoso y vulnerable financieramente), y habrá cambiado el rol del libro y de la lectura en la sociedad de las industrias culturales. El libro se verá como parte de la sociedad de la cultura entroncado en la sociedad de un ocio hipercomunicado.
Hoy la lectura está jugando en el campo del ocio y de la información. Mañana lo hará más aún.
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El mercado del libro, hoy en día, es muy amplio, muy heteróclito, pero también muy efímero y muy voraz. ¿Y hacia dónde va? Profeticemos.
Se deducen tres cosas:
La primera: que el libro, aunque herido o destronado, no está abocado a un «bibliocausto» (término nuevo), sino a la supervivencia propia de un ser que crece, resiste y evoluciona.
La segunda: que, en el futuro, serán las historias y los argumentos los que ocupen el centro de interés desde el que se desarrollará todo lo demás.
Lo cual abre otro abanico de preguntas: ¿qué historias? Está por ver, pero es de suponer que las buenas. ¿Qué es una buena historia? ¿A qué parámetros responden? ¿De dónde surgen? ¿Quién las hace o hará? ¿Quién y cómo se presentarán para su consumo o su lectura? ¿Cómo serán el trabajo y el negocio del editor?
Son preguntas que nos llevan a la tercera deducción: el protagonismo absoluto que ha cobrado, y cobrará más aún, el lector.
Vamos, pues, hacia una entronización del entretenimiento, aunque, según los sociólogos, nadie sabe definir exactamente qué es el entretenimiento ni cómo funciona. A lo sumo se dice que el entretenimiento es una manera de llenar el ocio. Pero el ocio también está en cuestión, pues hay muchos aspectos de la vida personal y profesional que «entretienen». Quizá yo aventuraría la definición del entretenimiento como un alejamiento del conflicto, una entrega al juego y un abandono al placer.
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¿Cómo podemos imaginar que leerá la gente dentro de unos años? Hay una frase genial de Umberto Eco sobre lo que el lector medio busca con la lectura, que, según él, es «repetir lo que conoce sin arriesgarse a lo desconocido». A este respecto añade Eco: «No hay nada más inédito que lo que ya se ha publicado». El lector convencional cree que busca lo inédito, pero en realidad busca lo que «ya ha leído antes» y le dio placer o lo entretuvo.
Sin embargo, contradiciendo a Umberto Eco, creo que todo lector busca también una nueva experiencia. Sea o no sea «repetida» la historia que quiere leer, el lector buscará siempre una «historia que lo fascine… una vez más». La lectura aporta una experiencia si se da en las circunstancias que tienen que ver con ese entretenimiento. El entretenimiento, para ser tal, ha de ser reiterado; el esfuerzo, constante. Así, la novela negra —idéntica a sí misma— entretiene, pese a lo brutal (o por lo brutal) de sus tramas, pero Joyce o el Quijote requieren un esfuerzo. Ambas opciones ofrecen claves de entretenimiento, pero no todo el mundo está preparado o dispuesto para ese esfuerzo. Hacerlo o no es lo que permitirá acceder a otra dimensión de la lectura. Pero eso es entrar en el dominio de las minorías especializadas.
Dado el papel preeminente del lector, cabe preguntarse si las historias que centrarán el futuro de los libros saldrán del propio lector. La respuesta casi es obvia: en un altísimo porcentaje, yo diría que sí. Desde luego, su papel ha cambiado tanto que está en el vértice de la proyección del libro. El sistema industrial del libro ha empezado a girar ya en torno al lector.
Pero ¿qué buscará ese lector? Repetir lo que le gusta, lo que quiere. Pero cuanto más lea, más se aventurará en lo inesperado. Buscará el relato que lo vuelva a emocionar, a zarandear, a cautivar. Pero, para eso, el lector tiene que salir de su «zona de confort»… y descubrir.
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La lectura también está abocada, cada vez más, a la clasificación milimétrica por tipos de lectores y por tipos de historias. Se corre el riesgo de que se pierda una característica clave de la lectura: la aventura, el viaje, al que se llega con voluntad y decisión. La lectura también es voluntad, hábito y paciencia. El lector que lee siempre la misma historia no avanza, está en un punto cero de la lectura (que diría Roland Barthes). Leer supone riesgo, entrar en lo a priori incomprensible y descifrar la propuesta que le hace el libro, para, de pronto, comprender lo que hay de nuevo en esa propuesta. Dialogar y aprender sin prejuzgar ni rechazar. Así se afinan el gusto y la capacidad de elección.
En este sentido, la relación del lector con el escritor va hacia una mayor fusión de ambos en una sola unidad. Es interesante analizar el rol del lector y el escritor en esta fusión.
Ambos responden a un esquema bífido: hay dos tipos troncales de lectores y dos tipos troncales de escritores, y se alimentan recíprocamente. Por un lado están los lectores generalistas-convencionales, que consumen historias-argumentos de escritores generalistas-convencionales. Y, por otro lado, están los lectores que se especializan y consumen historias-argumentos de escritores especializados.
El lector está asumiendo un papel de indicador de direcciones y de tendencias. Sus gustos, sus preferencias, sus formatos, sus soportes, su consumo, todo lo que significa «apetito» o «afición» en el lector, es tenido en cuenta por el editor hasta el punto de definir, en gran medida, lo que debe ser el producto final. Es más: llegará un momento en que el editor le transmitirá al escritor el tipo de libro o el tipo de argumento que ha de escribir para llegar al lector que le conviene y ganar más lectores aún. Bueno, esto ya está sucediendo.
Por otro lado, hay un claro contagio identificativo de y entre lectores, mediante un determinado libro, y esto multiplica exponencialmente la difusión. Un libro que es leído por mucha gente aporta una cierta identidad a esa gente y hace que, de alguna manera, ese libro dé una respuesta colectiva a algo que une a esa mayoría mediante un mismo gusto o interés.
El protagonismo del lector será tenido muy en cuenta porque los lectores están creando unos cauces cada vez más diversificados desde los que manifestar su interés. En el futuro ya será impensable dejar de lado herramientas tan extendidas como las redes sociales (Twitter, Facebook, Instagram, etcétera); los clubes o talleres de lectura; las posibilidades que ofrecen los medios de comunicación en sus distintos formatos (radio, televisión, internet, versiones electrónicas, etcétera) que permiten una promoción cada vez más prolongada; la clasificación de géneros cada vez más ajustada a la preferencia del público; la vinculación directa con los autores, etcétera.
En resumen, todo va orientado a hacer del lector un cómplice del escritor y del editor. Que el lector se sienta parte de algo creativo. Y un lector cómplice pasa a ser siempre un aliado.
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¿Las historias seguirán siendo propiedad del escritor? Desde luego, aunque su papel se transformará. Pero también se deformará. ¿A quién tendrá en cuenta el escritor cuando escriba? ¿A sí mismo o al mercado lector? ¿Qué escribirá? No podrá dejar de lado las líneas de interés manifestadas por los lectores, que serán historias de género, historias sociales, historias de la realidad cercana, de introspección, de autoficción, etcétera. Sean cuales sean éstas, saldrán tanto de su imaginación como de la demanda del mercado de lecturas.
No obstante, estamos lejos de la muerte del escritor. El escritor no sólo no desaparecerá, sino que incluso volverá a tener un papel clave. Sólo que cambiado, o bifurcado en dos tipos de escritores: los que consideran su actividad como una profesión y los que la consideran como un arte. Ambos se pueden mezclar, claro está, pero seguirán siendo dos ramas de un mismo árbol. Los habrá comerciales-masivos, y los habrá, como decía Milan Kundera, escritores-artistas que harán textos exquisitos, literarios, que continuarán la tradición y el avance de la literatura, pero que serán para minorías. Y habrá, por tanto, editores-artistas que materializarán esos libros.
En ese aspecto que he comentado antes de «fusión» entre lector y escritor, cobrará un relevante papel el fenómeno de la autoedición (vía Amazon). Nada despreciable ahora cuantitativamente, pero antaño fue siempre considerada una opción de mala calidad, al no contar con la sanción objetivadora de un editor. Es más, en el siglo xix, en Inglaterra, ya se conocía este tipo de edición como vanity press. Ahora la autoedición es un vivero de novelas, aunque sean miméticas de los grandes éxitos; y son y serán vivero porque el editor convencional no puede dar salida a todo lo que debería, ya que un problema-cuello-de-botella de la edición es el elevado coste de la cadena del libro.
Lo que siempre existirá es lo minoritario, la calidad extrema, la exclusividad, el club selecto, la literatura, la gran literatura incluso. Y seguirá habiendo editores independientes, exquisitos, para lectores irreductibles y exquisitos. Proust no morirá nunca, como tampoco morirá Mozart, aunque ni Proust ni Mozart sean masivos ni lo puedan ser.
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Por encima de todo, desde que el ser humano desarrolló la imaginación, están las historias. Las que emocionan, conmueven, aterran, divierten, fascinan, interrogan, seducen. En definitiva, las que poseen y cautivan.
¿Cuáles serán en el futuro? ¿Cómo se harán? ¿Qué contendrán? ¿De qué contextos surgirán? El libro sigue siendo, en realidad, un espejo. De nosotros, de nuestro mundo, de nuestros deseos…
En este sentido, soy de los que sostienen que hay dos tipos de libros: el libro que el autor escribe y el libro del que se apodera el lector. Son dos formas diferentes de acceder al texto, dos sensibilidades. La segunda, en el futuro, tendrá mucho más peso.
Porque lo importante será el contenido, las historias que se cuenten, más aún que cómo se cuenten.
Aquí hemos de volver a profetizar. ¿Qué historias? Las buenas, claro. ¿Qué es una buena historia? La que produzca en el lector esa posesión a la que antes aludía.
¿Qué son «historias que arrebaten»? Serán historias en las que importará sobre todo el argumento, la peripecia, el suceso. ¿Historias que sean cómo? ¿Historias que hablen de algo externo, de mundos fantásticos, historias de género —en las que el lector ya conoce las convenciones que el escritor va a barajar—, historias que fascinen, sean cuales sean sus tramas, historias de autoficción? ¿Que emocionen, que vayan específicamente a un público femenino, que arrebaten? ¿Habrá historias-macho e historias-hembra? ¿Se diversificará tanto el territorio del lector que los lectores serán clasificados por sexo, la clase, el origen, el país, la raza, etcétera? Todo puede ser.
El asunto de las temáticas, por tanto, cobra un relieve enorme. Al hablar de «buenas historias», no podemos olvidar que esa «bondad» de las historias es subjetiva, y, en consecuencia, proliferarán historias desde perspectivas muy subjetivas.
He aquí un abanico de opciones:
Serán —como vemos en las tendencias actuales— temáticas pertinentes para su tiempo.
Temáticas al hilo de la tendencia social, de la moda o del gusto puntual. Esto ya no será una limitación, sino una característica.
Temáticas que reproducirán las inquietudes, convulsiones, cambios, crisis, fascinaciones, vidas ajenas, quimeras y aspiraciones de grandes bolsas de lectores.
Temáticas muy clasificadas, muy compartimentadas, en géneros y subgéneros.
Temáticas en las que lo territorial identitario tendrá un gran peso, así como lo local y las historias cercanas y reconocibles.
Las historias de autoficción, las que hacen que el lector se identifique consigo mismo, es decir, lo cercano-íntimo que aborde conflictos.
Las historias escritas por mujeres y para mujeres. Ésta es una clara tendencia vinculada a factores sociales de empoderamiento femenino.
Y, en fin, lo fantástico absoluto-atemporal (tipo Juego de tronos o similares).
El crecimiento temático, por tanto, tiene mucho que ver con la repetición, como veíamos antes. Si algo funciona, se repetirá y reproducirá hasta la saciedad. Y esto porque el lector-espectador-consumidor consume, mira y lee una y otra vez lo que le gusta. Como todo estará compartimentado, lo que buscará es llenar el compartimento del ocio con lo mismo o casi.
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Nada indica, pues, que el futuro no sea una suma de repeticiones. Pero si observamos bien los casos citados, lo que se acaba repitiendo es un modelo tradicional de narración. Todavía, a nivel de literatura comercial y de gran público, sigue predominando la novela tal como se fijó en el siglo xix: historias que reflejan al público lector y le dan una visión mixtificada de la realidad. Ya sean crímenes, ya sean mujeres en busca de sí mismas, ya sean fantasías en una ciudad reconocible, ya sean dramas históricos, sentimentales o vitales.
La mirada contemporánea significa actualización, que no equivale a modernización. Todo vuelve a actualizarse. Todo vuelve a un ciclo-bucle de persistencia. Porque no se inventa desde cero, en la industria cultural masiva, sino que se dan otras forman a lo que ya existía, se visten las cosas de otro modo. Siempre se consume igual, pero se introducen variantes para que la cadena sistémica siga en funcionamiento.
En el futuro, ante las historias/textos/contenido, un factor clave va a ser el tiempo de que se disponga para leer y cómo se disponga. En este sentido, las competidoras reales de la lectura son y serán las series televisivas.
Si desapareciera el formato libro —¿algo improbable?—, si desapareciera la práctica de la lectura, lo que pudiera ocurrir es la muerte del lector. Lo cual lleva a pensar que, en realidad, pese a ser el centro del futuro, como he venido exponiendo, el lector es la especie amenazada.
Pero no seamos pesimistas, porque en realidad todo apunta a que un cambio en los formatos y las prácticas no perjudicará la lectura, sino que la diversificará. No desaparecerá el texto, la materia que se transforma en imaginación y en relato.
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En conclusión, creo que, en general, el futuro del libro y de su escritura, ante un mercado que avanza hacia nuevos contenidos y soportes, es razonablemente esperanzador, porque: a) se le sumarán lectores, en vez de restársele, b) aparecerán infinitas variaciones de la misma historia, y c) no se cuestionará la creación individual, que hallará en adelante cauces mucho más amplios para una creatividad cada vez más desbordante.
En todo caso, quiero finalizar con una frase del aclamado Yuval Harari: «Ahora estamos llegando a un punto en el que, dentro de nada, gracias a la bioquímica o a la proyección informática de la actividad cerebral, tendremos la posibilidad de cambiar o ampliar algunas habilidades humanas de un modo sin precedentes».
Bueno, ésta es la verdad, que nos abocamos a un mundo sin precedentes.