Cuando se aburría de sus labores de punto
y no encontraba ocupación para sus minuciosas manos
mi tía —la más bella y joven de todas: delgada, ósea, alabastrina—
me invitaba a su lado
y recostaba mi cabeza sobre sus piernas.
Boca abajo respiraba exaltado
el punzante aroma de su sexo virgen
—perfumado jardín de jabón,
agrio huerto de flores descompuestas—
mientras sus ensortijados dedos
(entre los que brillaba
—con el opaco resplandor de las aleaciones—
el dorado anillo de reina del cantón)
se prodigaban en expurgar de mi cabellera
cuantas alimañas encontraban a su paso.
Yo me dejaba espulgar con secreta delectación
en tanto escuchaba el chirrido
con el que ella aplastaba
a mis involuntarios inquilinos
entre sus uñas pintadas de rojo carmesí.
Durante esos inocentes pasatiempos sanitarios
mi tía me había introducido en el misterio de la carne
y me había condenado —prematuramente—
a la impune persecución de su imagen.