Terror sin nombre

Ingrid Solana

Oaxaca, 1980. Su libro más reciente es Piel gruesa (2024).

Aquel ruido de huesos y de maderas hacía pensar en una representación de marionetas celebrada en el reino de la Muerte. Al mismo tiempo, el viento traía un penetrante, pesado y dulzón olor a descomposición, que nos hizo estremecer hasta la médula. Y entonces, en lo más hondo de nuestro ser, oímos cómo una melodía vital se alzaba desde la cuerda más grave y profunda. 

Ernst Jünger. Sobre los acantilados de mármol

En las imágenes, los cuerpos de los indígenas aparecen en confusas proporciones, los colores de las ropas, los pies y las sombras se agolpan contra las paredes, hay rastros de sangre y atmósferas oscuras en las secuencias de televisión. Una película de la historia deshistorizada, es decir, reconstruida en una historia televisada invade la conciencia colectiva: por primera vez en la historia de México, una guerra se puede ver casi a tiempo simultáneo con los hechos: el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional invade los adormecidos hogares mexicanos mientras el discurso periodístico se disgrega en racimos, rizomas, ritornelos. Es la hoguera de nuestro tiempo; la historia secreta de nuestro país. Una pila de cadáveres se extiende ante mis ojos, los pies arrugados de esos hombres refulgen más allá de la pantalla con su ostensible verdad; los espectadores observamos petrificados, la descarnada realidad de los cadáveres; aquellas muertes son la muerte entera, el mar de la revolución en su apogeo de muerte. Es una escena en presente continuo —transcurre sin cesar y jamás pasa—, se desenvuelve de la misma forma, una y otra vez, en mi recuerdo. Es la repetición perseverante del trauma. El trauma habita el presente; no tiene futuro y mucho menos pasado. Todo trauma es, una y otra vez, el tiempo en sí en su actualidad más pura. Es enero de 1994 en la Ciudad de México. Hay muchos días nublados y silencios largos entre las personas; hay crisis económica, tristeza, deterioro, rock. Tengo catorce años. Observo inmóvil la pantalla sin saber qué decir, qué sentir, qué pensar. Nos proyectaron aquellos reportajes en la clase de Historia tal vez, pero no lo recuerdo. Tampoco recuerdo cómo era ese salón ni cuántos eran mis compañeros ni quién era el profesor. Tampoco hay palabras. El trauma no tiene nombre. El silencio de los otros es un abismo. Es la primera vez que los presentes —esos muchachos curiosos, confundidos, crueles y bellos como los son todos los adolescentes— atestiguamos la ira de los seres humanos en nuestra primera guerra televisada. 

Terror sin nombre es una experiencia que no tiene una palabra precisa en el lenguaje, lo siniestro se acerca pero no es lo mismo; el concepto de horror también, pero tampoco lo define a cabalidad. El terror sin nombre en la teoría de Wilfred Bion tiene que ver con la ayuda o «traducción» de ciertas experiencias que la madre ofrece al infante para procesar todo aquello que no comprende y le provoca malestar o sufrimiento. Pero también, quizás, el terror sin nombre ya está presente en el momento mismo del nacimiento. Somos el ser arrojado a este espacio de vacíos, insatisfacciones y deseos. Sentimos hambre. Sentir hambre por primera vez, mientras que en el vientre de la madre, todo nos había sido dado; allí éramos uno con el universo, nuestra experiencia era el goce absoluto: goce fusionado con el universo interior del otro cuerpo. Sin comprensión de lo uno ni de lo otro, la vida humana en el vientre materno es una extraordinaria forma larvaria y radical de un estado paradisiaco. Nada hace falta en él. La madre feliz otorga una existencia prematura a ese ser humano al que ya espera con ansiedad y agrado; canta, atesora nombres, especula con emoción sobre el ser gestado sin esperar ningún sexo concreto. La madre disponible y dispuesta espera con felicidad; la criatura en formación recibe ese afecto anticipado que comienza con la confianza de lo que, quizá, esa voz del más allá le depara. La madre sueña con el vientre repleto de posibilidades, de lumbres futuras. Es una madre sumergida en su propio y único ensueño (rêverie). Hay madres que escuchan música porque «el bebé también la escucha»; en el cosmos de la necesidad cubierta, ese oído mar que es un bebé deseado y amado, alcanza los ecos de la melodía. No le importa nacer, allí se está bien, entre las esferas concertadas del cosmos que es la madre. Más adelante, cuando el bebé habite el entorno de la madre, la ensoñación de la misma le ayudará a procesar y a traducir lo desconocido. La primera vez que somos un ser humano en el mundo, nos alzamos detrás del grito, ese grito instintivo de la vida en sí; es la primera vez que un bebé se hace escuchar, como si su llanto fuera el devenir mismo de lo humano. Ser afuera, sin duda, inaugura el mundo del terror y del error. 

Las guerras del siglo XX fueron televisadas, así que el habitante de este siglo fue a la guerra innumerables veces. Fue en la guerra de Vietnam en la que se evidenció la sintomatología psíquica desarrollada por los combatientes que sobrevivieron. Pero también los efectos de la violencia de guerra en los espectadores de los conflictos bélicos, y quizá la consecuente normalización de la violencia para las épocas por venir, encuentre su origen en las respuestas generadas por las grandes colectividades a partir de esas revelaciones diferidas de la televisión y el cine. La imagen en su representación visual se nutrió de la guerra como uno de los grandes acontecimientos concernientes a la cultura de masas. Entre tanto, el silencio devastador de los campos de concentración coronó el terror sin nombre del siglo XX que es la forma más acabada del odio: el exterminio de una especie por sí misma. Un uroboros de exterminios: la más radical indiferencia ante la propia especie. 

Se habla pero, en realidad, no hablamos. Hablamos con un lenguaje vacío. ¿Cómo se asimila la experiencia diferida, aquella que me es posible observar pero de la cual soy una simple testigo enmudecida? No existen nombres para lo que el ojo ve desde la distancia de una vulnerabilidad al acecho de sí. Soy lo que contemplo; casi fusionada, identificada proyectivamente con el miedo. Nos convertirnos en el terror: absolutamente entremezclados con él; una amalgama inextricable. No hay nombres. En los espacios terapéuticos no alcanzamos a expresar la sensación radical e impotente, casi delirante, de aquello que nos aterroriza pero que no podemos expresar con el lenguaje. De forma semejante, el solo nacimiento es el primer instante traumático en el que, por primera vez, conocemos la sensación de frío, la angustia ante el hambre, el horror ante lo desconocido. Para poder pensar necesitamos la función de rêverie, aquella que nos otorga la madre como una traducción de lo desconocido. Según Bion, esta será la manera de generar pensamiento: la madre nos enseña a pensar. 

La guerra, el terror sin nombre, nos aleja del pensar.

En el aula comienzan a escucharse algunas expresiones de horror e indignación pero nadie habla, nadie puede hablar. Parece que el lenguaje desapareció porque, ahora, en ese ahora eterno, es una entidad desconocida. ¿Cómo nombrar el terror? No se puede nombrar. Lo terrorífico es una circunstancia sin lenguaje que, paradójicamente, es todo lenguaje sólo que permanece contenido, atrapado en su origen, succionado por un centro oculto, un enigma de tiempo en sí. Estoy atrapada en las imágenes, sumergida en lo que veo y no puedo creer. ¿Acaso los nombres propios, es decir, la función periodística (hablar de hechos) puede explicar el nacimiento del terror? El llanto de una compañera, de pronto, rompe la mudez horrorizada de aquella habitación. La miro, me sorprende que pueda llorar porque su llanto, de alguna manera oscura, nombra algo de ese terror sin nombre que nos provoca mirar aquellas imágenes suspendidas en el deterioro de nuestra conciencia juvenil temprana. El llanto inaugura una expresión sugestiva y emocional pero todavía no formula un lenguaje articulado; es apenas el vestigio de una emoción colectiva, un gesto emotivo que rompe la aparición del trauma. Mi pequeñez se vuelve ostensible. Por un momento, la historia borra la identidad de los individuos, su trauma borra la identificación identitaria. Somos la nada: el abismo de no ser. El llanto alumbra el trauma.

La novela titulada Claus y Lucas de Agota Kristoff describe el cruento universo de dos personajes infantiles corrompidos y desquiciados por las carencias de la guerra. En la literatura, la guerra adquiere la poesía de la carencia; sin embargo, a través de las experiencias de Claus y Lucas experimentamos algo más: el terror sin nombre. Sin participar en la guerra, la novela funciona metonímicamente simbolizando el conflicto interior de los seres humanos cuando viven experiencias de despojo y pérdida como son las guerras. En el caso de la espléndida novela de Kristoff, los hermanos describen un universo cruel y amoral en el que aprenden a sobrevivir suprimiendo los afectos; un universo desvinculado, atroz por indiferente, supera la violencia de los campos de batalla: en el mundo de Claus y Lucas sólo existe un páramo de soledades dispersas. La guerra es carencia material, política, espiritual y ontológica. La novela de Kristoff es letal: en ella el pensamiento está suprimido; la guerra impide el pensamiento porque el instinto de supervivencia despierta defensas primarias que en Claus y Lucas son una suerte de respuesta psicopática a la violencia. La guerra destruye así la facultad de la ensoñación.

En la novela de Ernst Jünger Sobre los acantilados de mármol se plantea la metáfora de un espacio simbólico llamado la Marina; una tierra idílica y paradisiaca en la que habitan conjuntamente las flores, las serpientes, el mundo antiguo de los acantilados, el horizonte amplio que permite colocarse en diálogo con la belleza escondida de las pequeñas cosas, en suma, la conversación y el goce del ser humano con su entorno. Como una metáfora de las ideas de Bion sobre la relación armónica del recién nacido con el entorno cuando cuenta con una madre disponible que le permite procesar lo desconocido, el sujeto evocado por la novela de Jünger, en la primera parte, habita en comunión con la naturaleza; sus vínculos están orientados hacia la creación y la búsqueda de conocimiento; no desea la dominación ni convertirse en amo. En los acantilados de mármol, tanto el protagonista como el hermano Othon buscan conocer, sin zaherir los animales, las plantas, a las otras personas que coexisten habitando, sumergidas en su placer de conocer ingenuamente, sin acumular, sin poseer; por el mero hecho de existir el entorno adquiere ser y les otorga ser. En ese lugar —acaso una utopía—, el ser humano está reconciliado con la naturaleza porque no tiene hacia ella una necesidad invasiva. Coexiste con los órdenes dados, juzga a la naturaleza por su belleza y por un hambre sin ansiedad de conocimiento, simplemente habita el cosmos. En el momento mismo en que el Guardabosques, cuyo deseo es convertirse en amo de todas las tierras aledañas, invade y genera anarquía entre los pastores y otros grupos salvajes, comienza la destrucción y la decadencia. Hay un pasaje fundamental en la novela cuando el protagonista descubre el campo de desollados y entonces todo cambia. A partir de ese momento, incluso aunque las flores muestren todavía su belleza y sean un medio para conocer el universo, ya no se puede olvidar ese olor putrefacto: el olor dulzón de los cadáveres. Una vez que el trauma echa sus raíces en la sociedad, incluso aunque la belleza continúe existiendo, ya no podremos olvidar. No se puede olvidar aquel olor… Aquel terror sin nombre. 

La novela de Jünger y la de Kristoff están conectadas por una costura secreta; ambas son novelas sobre el trauma. Y este, desde luego, está conectado con el terror y la carencia que provoca la guerra. El trauma aparece en escenas y en circunstancias anecdóticas, pero el trauma es, sobre todo, silencioso. Es ese clima narrativo decadente y oscuro que se lee detrás de las palabras, esa nada circunspecta (y no puedo obviar ni olvidar ese portentoso relato de la guerra que es Nada de Carmen Laforet) es la narración del tiempo en sí. La nada, el todo, el grito del silencio si es que es posible decirlo así; son, evidentemente, «escrituras del desastre». 

Una vez que la proyección terminó, mis compañeros y yo nos retiramos a otras actividades. Hubo una develación. Cada quien acudió a su siguiente espacio vital de distinta forma, porque el trauma se camufla, se adapta; de la misma forma en la que el agua se adecua a su recipiente, el trauma permanece en la vasija de nuestras emociones, contenido, domesticado allí: la cuestión palpitante. He ahí que la sensación de peso permanece; el insoportable peso de ser el otro.

*La expresión «terror sin nombre» proviene de la teoría psicoanalítica de Wilfred Bion en la que refiere a un terror psíquico originado en los estados primarios del desarrollo humano en las etapas tempranas.

Comparte este texto: