Chicontepec, Veracruz, 1977. Su libro más reciente es Viajes Virgilio (Mantis, 2023).
Puesto de control de Soufa
Soufa fue un punto de control militar que servía de frontera entre Israel y la ocupada Franja de Gaza: era el único paso autorizado de ayuda humanitaria para los habitantes de Palestina. Era un pedazo de desierto con un camino enrejado. Los lunes los comerciantes palestinos iban con sus camiones destartalados y sus carretas a recoger mercancía que les permitían vender en los mercados, y repartir (en el caso de la ayuda) a zonas de la Franja más alejadas. Los soldados israelíes se colocaban de su lado, justo en el borde de su lado, y disparaban al aire o a la arena del desierto para mantener de su lado a los palestinos. Y si alguna bala daba de rebote en alguno de ellos, pues servía de escarmiento para los demás. Pasadas las cuatro de la tarde abrían por fin las plumas de la frontera y dejaban pasar a los camiones que abastecían. Para esa hora, bajo el sol de Cisjordania, el pescado y la verdura se había echado a perder, y las bolsas de harina y arroz llegaban rotas a su destino, cuando llegaban. Qué buenos tiempos eran aquellos, cuando aún había mercados y la ayuda humanitaria tenía permiso de llegar a Palestina.
Este pan sabe a sangre
tiene una bala en el centro
ha sido levado con girones de la piel de un hombre
que no comerá hoy con sus hijos.
La sangre es de mi encía, es del pecho del hombre y es de la tierra en Soufa.

Parque náutico de Al Zahra
La gente más afortunada de Gaza vivía en Al Zahra. Se imponían bloques de departamentos amplísimos con vistas al Mediterráneo y un frondoso parque central que en el centro, al final de una columna dórica en medio de una fuente, tenía una lancha, y que por ello (y sólo por ello) le llamaban parque náutico. En 2020 un misil destruyó cuatro de los seis bloques de apartamentos. Cuarenta y tres personas se reportaron como muertas —¿no es la guerra acaso eso: un contador de cadáveres que dice quién va perdiendo?—. En la esquina poniente del parque náutico existía una pequeña biblioteca que durante años atendió Amhir Beydoum, cuyo orgullo más grande era una traducción al árabe de El proceso, de Kafka; y unos discos de los Rolling Stones. En 2020 un misil destruyó también el local que albergaba la biblioteca de Al Zahara. La comunidad de profesionistas que vivían en los bloques de departamentos se partió en tres pedazos: los que lograron huir fuera de Palestina, los que murieron y los que todavía andan por los escombros del parque náutico intentando recoger, de entre esas piedras, el sentido de la salida del sol. Amhir es uno de ellos. Ya no lee, no tiene libros para hacerlo, pero encontró en el destrozo de esta guerra (no es una guerra, es un genocidio) un lenguaje distinto para resistir y contar otras historias; ahora enseña parkour. En 2020 un misil fue el inicio de un grupo de jóvenes que se organizaron para hacer algo con lo único que en este mundo les quedaba: su cuerpo. Como una evolución natural de los saltos que había que hacer para atravesar las ruinas del parque y del complejo de departamentos (a eso que ellos todavía llaman hogar) para huir, para volver, para afanarse algo de supervivencia, fueron perfeccionando los saltos, las piruetas, la técnica, hasta convertirse en un grupo de parkour. Falta ancho de banda en el mundo y en su corazón, para hacer virales a estos muchachos.
A quién debemos el viento en nuestro rostro, la brisa de sal
que vuelve con el ayuno.
A quién estos resortes que nos crecen en vez de suelas.
Veinte y otras veinte veces maldito el fuego de la guerra:
te damos las gracias por enseñarnos el arte de huir
volar
sin más alas que el pecho. En el escombro que somos
queda
todavía
para resistir hasta el final
el cuerpo.

Ealayna Aleawda

Entre Rafah y Hebrón existía un camino al que los locales llamaban Zatua. Era, dicen las mujeres que se acuerdan, hermoso en primavera. Ya no existe. Pero en una de las ruinas que todavía se alza vimos este hermoso grafiti dice: «volveremos». La consigna, simple y poética, me llenó de esperanza. Me parecía que guardaba, en su elemental compostura, el abracadabra más hermoso que la guerra ha producido: la justicia del tiempo. Luego, esa consigna se convirtió en un grito (una bandera) de la resistencia Palestina: ¡Ealayna Aleawda!, se escuchaba en las calles de Gaza.
Una caravana de migrantes gazatíes fue acribillada por un francotirador de las fuerzas de Israel cuando emprendían un viaje para volver al barrio que fue su hogar. Las balas que los mataron ¿también volverán?
En los límites de la posibilidad
está también el odio
extendiendo en balas su presencia
encrespando los torrentes de arterias
que bullen sin poder volver a ocupar lo que, antes, fue su cauce.
