Tú, Orfeo: los cuchillos y el canto (Notas acerca del oficio de escribir) / Valeria Correa Fiz

Día uno. Este diario se abre con un corte. Sin herida, no hay escritura. Compré unos cuchillos japoneses de esos que cortan kryptonita y, en el primer uso y por desdeñar las instrucciones del fabricante, me rebané la pulpa del índice derecho. Buscando con qué desinfectar la herida y detener la hemorragia, recordé las palabras de Rilke: El poeta no debe defenderse de nada. 

      ¿De nada? Hay una anémona detrás de la frase del poeta checo, quizá roja, y también está la ciudad de Roma: palomas, sotanas, muchas escaleras. La frase proviene de una carta en la que Rilke cuenta que la flor se había abierto tanto durante el día que a la noche no pudo cerrarse. En ese gesto de la anémona el poeta simboliza la idea de la apertura poética, la acogida infinita a la que debe someterse el artista. El arte, la escritura, empiezan en la experiencia de lo abierto, más allá de los límites de la corola.
      Lo abierto, ¿hasta dónde? Estoy preguntando por el tamaño de la herida que se necesita para escribir. Hice un uso inadecuado de los cuchillos y por eso me corté. El tajo y, por lo tanto, el oficio de escribir son consecuencias de mi historia personal, son el precio que estoy dispuesta a pagar por mi libertad, por desoír las instrucciones de terceros.
      Desinfecto la herida, oprimo la pulpa del dedo, la sangre se detiene. Cubro el corte con una gasa. La gasa se mancha: sangre de anémona.

Día dos. Descubro la herida, la gasa vuela alrededor de mi dedo, ala de paloma romana. La herida sigue abierta y no me dice nada. La observo y me esfuerzo por pensar. La escritura es uno de los muchos caminos que puede adoptar el pensamiento, pero hay otros. La escritura es también y fundamentalmente un ejercicio de paciencia. Hay que esperar hasta que advengan las señales, no cerrarse, no ocuparse más que de la contemplación de la herida, defender el ocio, retirarse del negocio diario (negotium: negación del ocio). Mirar hasta pulverizarnos los ojos, recomienda Alejandra Pizarnik, ésa es la rebelión. Contemplar la piel, su esfuerzo por volver a unirse, por ser una, capa a capa, dermis y epidermis unificadas.
      Una de las tareas de quien escribe es ver cicatrizar y aprender del proceso.

Día tres. La piel de los bordes de la herida es horrible, despareja en texturas y colores, la piel es un conjunto de hilachas que avanzan hacia la sanación de la herida. Hay una retórica de las fronteras y una estética de los límites en mi dedo. Hay algo que el tajo se esfuerza por enseñarme. ¿Hasta dónde se puede transformar un corte o una ruptura en una experiencia estética? ¿Cuál es el límite? La develación —sutilmente— velada de lo siniestro es condición de lo bello, enseñan los románticos. Pero también hay que considerar que ahí donde predomina la búsqueda estética, el sentido se pierde (la herida no puede cicatrizar sin ese crecimiento desagradable, desparejo y desigual de la piel). Quizá cicatrizar se parezca a escribir, velar la herida, cubrirla pero sin piel.
      Escribir es también custodiar la memoria del corte.

Día cuatro. Así como la piel tiene su técnica para cicatrizar la herida, debo encontrar la mía para contar el corte. Cicatrizar lleva tiempo y escuece; escribir, también.
      ¿Mis cicatrices, mis libros arden?
      La técnica (teckné), en su sentido griego y relacionado con la poeisis, es el arte de conducir una cosa hacia su propia manifestación, es dejar acontecer, es recibir y elevar. El escritor es un médium, alguien que pone en palabras una experiencia —propia o ajena— y da voz al mundo de las cosas (La piedra carece de mundo; el animal es pobre de mundo; el hombre es configurador de mundos, sintetizó Heidegger). Un escritor permite que el mundo se manifieste a través de su persona.
      El escritor es un ser que habita la palabra.

Día cinco. No alcanza con el corte, no alcanza con la mirada, no alcanza con la técnica. Miro mi herida con el dolor con que se lee una novela triste y muy querida.
      No escribo.
      Silencio.
      Para escribir hace falta la inspiración: la búsqueda y el salto.

Día seis. Orfeo pierde a su esposa, Eurídice, y se lamenta y toca canciones tristes. Es el arte de su música el poder por el cual la noche del averno se abre ante él. Desciende a los infiernos. El arte es lo que rompe la frontera entre vivos y muertos (¿el arte como un territorio liminar que comunica lo interior y lo exterior, la unión entre la sangre con la cicatriz?). Orfeo es autorizado a llevarse a su esposa del averno bajo la única condición de que él caminase delante de ella y no mirase atrás hasta que hubieran alcanzado el mundo superior y los rayos de sol bañasen a la mujer.
      Orfeo va camino de recuperar a su amor, pero en el último momento se vuelve y la pierde para siempre. ¿Por qué Orfeo, luego de tantos peligros, quebranta la última prohibición? El error de Orfeo radica en la impaciencia del deseo que lo lleva a querer ver y a poseer a Eurídice. Así la pierde.
      Ahora su único destino es cantarle. Eurídice cobra vida y verdad en el himno.
      La inspiración es quizá el pasaje desde la mirada deseante hacia la búsqueda, es el salto desde el intento por poseer (y su consecuente pérdida) hacia el momento de la ejecución de la obra.
      La paradoja: Orfeo, cualquier artista, siempre tuvo el canto; la pérdida de Eurídice cobra sentido para perfeccionar ese canto.
      Sé siempre muerto en Eurídice, cantando sube, escribe Rilke en sus Sonetos a Orfeo. Afírmate en la pérdida, en el corte, en la herida, y canta.
      El mito también nos enseña que la búsqueda de la belleza es siempre una carrera contra el gran tajo: la muerte. Solamente tenemos un recurso frente a la muerte, ironizó René Char, hacer arte antes que ella.

Día siete. La herida está curada. La cicatriz, como la obra de arte, es el encuentro íntimo entre dos bordes opuestos, una plenitud en la oposición de dos fuerzas: la pérdida y el deseo.
      El cuerpo, al igual que el artista, conoce el silencio. La cicatriz, una mordedura que calla. Lo fragmentario, la elipsis, la condensación poética, son el silencio intencionado y la libertad poética del artista: el vacío que completa la obra.

Día ocho. Necesito usar los cuchillos japoneses nuevamente.
      Donde abunda el peligro, / crece lo que salva, cantaba Hölderlin.
      La obra recomienza.

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