Les doy las gracias a David Huerta y a Óscar de Pablo por encerrarme en Muerte sin fin estas últimas semanas. Sé de algunos, como nuestro amigo Arturo Cantú, que estuvieron casi toda la vida dentro de este poema. A este tipo de fieles les dedico estas líneas, pero también a Eduardo Hurtado, con quien pasé, hace ya muchos años, tardes enteras leyéndolo, sin entenderlo cabalmente, pero gozando de su hospitalidad de palacio y de mausoleo. A lo largo de los años, pese a mi frágil memoria, como todo frecuentador de este poema, por esporádico que sea, se me han ido adhiriendo los versos, como a un murciélago la estela de la luna en el agua; junto con muchos de las dos grandes secciones y algunos de la primera canción, mi memoria había retenido muy pocos de la canción final: siempre me dio miedo la canción final. Es muy dura y reafirma, de una manera afilada, el desaparecer que se manifiesta de manera grandiosa en el canto noveno. En este canto, el desfile de las criaturas hacia el origen es producto de un encantador, verdadero acto de magia: cada criatura va desapareciendo en su cúspide y José Gorostiza llega a igualarse a aquellos pocos poetas que con uno o unos pocos versos son capaces de definir para siempre una cosa: «el Ulises salmón de los regresos», «la golondrina de escritura hebrea», «el eucalipto rumoroso, / témpano de follaje / y tornillo sin fin de la estatura / que se pierde en las nubes persiguiéndose»…
En el canto noveno, Gorostiza nos pinta el holocausto como un bello desaparecer hacia Dios, como un retroceder a la semilla. Lo celebra como si el gran error de la creación fuera reparable por la voluntad autocrítica de un Dios capaz de arrepentirse; lo suficientemente Dios para enrollar la película e incluirse en su desaparición, pero a esta película en reversa la modifica, elevándola, un lenguaje de bóveda en la que suenan todos los instrumentos. En cambio, volviendo a mi tema, la canción —que es básicamente un romance y sigue el movimiento fatal de la vida a la muerte— podría ser interpretada por una guitarra. Lo que en el canto es universal y teológico, en la canción es individual y trágico, aunque elegante y valiente. En ella el Diablo aparece autodefiniéndose en sus tres estrofas, y en los seis versos posteriores del baile el poeta acaba danzando con la muerte e invitándola a irse junto con él al diablo: ¿el mismo Diablo que le toca a la puerta y le dice quien es? ¿U otro desconocido?
Este poema de la inteligencia (dominado, por lo tanto, por dudas radicales), en el que apenas cuando se llega a un hallazgo puntual, al equivalente poético de una certeza, comienza un movimiento que lo matiza y matizándolo lo derriba, termina abruptamente en un grito, que es un grito que no nos da la certeza más mínima y que se separa incluso de la duda porque renuncia a la razón. Del dios mentido a la estrella mentida, del yo sitiado a la muerte acechante, de la conciencia derramada al desplante de la conciencia, de la construcción de una arquitectura a su destrucción, de la transparencia del agua en el vaso al baile turbio y a la fiesta. Después, el grito que convoca a la muerte y, sin ningún desfiguro, la caída, hasta llegar al punto final, definitivo.
Toda la canción final es una reacción contra la metafísica del poema y su baile es un terminar en la herida, una aceptación a regañadientes del fracaso de la lucha contra la muerte; manifiesta la angustia ante su repetición sangrienta; es un grito muy mexicano que se da cuando se está dispuesto a saltar y apurar la vida y la muerte de un solo trago. Creo que el verso final es sobre todo esto: un gesto serio y definitivo como el gesto con el que un torero, a la hora de matar, le da la cara a la muerte. En una entrevista con Emmanuel Carballo, Gorostiza confiesa su afición a los toros. Él se cortó la coleta, prácticamente, con estos versos: «¡Anda, putilla de rubor helado, / anda, vámonos al diablo!». Si un pintor mexicano me viene a la mente cuando leo los últimos versos de Muerte sin fin es Orozco: el baile con la muerte podría ser uno de esos cuadros de caballete que se encuentran en el museo Carrillo Gil. Y, musicalmente, contrastando con los atisbos beethovenianos del resto del poema, algo de Silvestre Revueltas. Después de los grandes movimientos sinfónicos, sólo interrumpidos por la exquisita y bella canción del agua y los sentidos, la canción final es muy rápida, menos lírica y nada lujosa. Hablar de la coda de Muerte sin fin es tratar de describir la manera en que una obra maestra de la arquitectura musical, después de llegar, en el canto nueve, a un silencio acorde con su estructura intelectual y sonora, arranca con un allegro brioso y termina, esta vez sí definitivamente, con un portazo, con un salto al vacío.
Me atrevería a decir, pues, que Muerte sin fin tiene dos finales, uno dentro de la estructura del poema y otro excéntrico a ella; el segundo final es, además, anticlimático, incluso desde el punto de vista métrico y estrófico. Es un poema que hace uso, sobre todo, de un tipo de silva sin rimas que combina una variación muy amplia de versos impares, y en el que en la primera canción —que funciona como un armonioso intermedio—, se mezclan heptasílabos y pentasílabos, en forma de seguidillas, mientras que la canción final está compuesta únicamente por octosílabos, distribuidos en largas estrofas de catorce versos. La primera canción tiene el papel de un patio interior con naranjos y fuente, en el centro de una maravilla arquitectónica con muchas cúpulas; en cambio, el romance final está construido con materiales menos delicados y es una salida abrupta, de techo sonoro más bajo —una única rima asonante en -ia en los versos pares de sus tres estrofas—, pese a que tenga parecida extensión al intermezzo del agua fuera del vaso, del agua en la flor y en el prado. La primera canción parece ser una autocrítica muy fina, acompañada por un laúd, por haber escogido como emblema de la materia al agua, sí, esencial, omnipresente, vital, pero insípida, inodora, incolora, trasparente, parecida a la inteligencia. La segunda, después de la vuelta a la nada de todo, es una aceptación personal de la muerte, que retoma al poema, pero que lo manda al diablo. La primera canción, pese a su estribillo descorazonador, es hermosa y está llena de color y de lirismo; en la segunda no hay ligereza, sino densidad y fatiga:
Tan-tan ¿Quién es? Es el Diablo,
es una espesa fatiga,
un ansia por trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como una hoguera encendida,
por el canto, por el sueño,
por el color de la vista
Esta estrofa, como las otras dos estrofas de la última canción, abandona la metáfora central del poema, la del vaso de agua, y se concentra en el morir incesante, pero lo hace aludiendo a todo el poema, desde los primeros versos hasta el canto noveno: «Lleno de mí, sitiado en mi epidermis» se trasmuta en estos tres versos: «es una espesa fatiga / un ansia por trasponer / estas lindes enemigas»; el canto nueve, que trata de la vuelta al origen, de la desaparición universal, criatura por criatura, se resume en otros dos versos: «¡oh Dios! que te está matando / en tus hechuras estrictas». Si en el canto noveno Gorostiza no tocó directamente la muerte del género humano y lo hizo a través de la muerte de la poesía y el lenguaje, aquí, en este final, donde todo se precipita, lo hace afrontando la muerte individual.
La segunda estrofa es una amarga inversión del principio del canto tercero: la alegría franciscana, «única, riente claridad del alma» se trasforma, ay, en «una ciega alegría» y en una síntesis del radical desengaño con el que continúa y termina este canto: «nada es tan cruel como este puro goce», «la sola marcha en círculo, sin ojos», «muerte sin fin de una obstinada muerte». La segunda estrofa destila el atractivo y lujoso veneno del canto tercero en un concentrado y vertiginoso romance:
¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en sólo un golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té
por una apenas caricia.
A esta estrofa de catorce versos la anticipa una estrofa de cuatro versos, una seguidilla, de la canción primera:
Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel.
Este morir a gotas
me sabe a miel.
Pero, volviendo a nuestra canción segunda, no sé si los dos golpes que se oyen al principio de cada estrofa los da el Diablo en la puerta de un cuarto en donde se acaba de poner punto final a un poema que es un discurrir inteligente, pero que tiene como remate dos aleluyas irónicos y religiosos, en vez de dos eurekas. En todo caso, este Diablo intempestivo surge del conjunto del poema, donde estuvo escondido y omnipresente y lo condensa, dándole una interpretación, amarga, humorística, vital y muy moderna, según la cual se insinúa que el Creador está ausente de Su Creación, como una estrella extinta hace millones de años de la que todavía vemos su luz está ausente del Universo; tal insinuación, como otras igual de terribles, la pone Gorostiza, siempre renuente al protagonismo, en boca del Diablo:
Tan-tan ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas,
que acaso te han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.
A la pregunta «¿Quién es?» el Diablo responde: «Es el Diablo», y no «Soy el Diablo». El Diablo, como Gorostiza en todo el poema, evade la primera persona. El carácter de este diablo es curioso: es un diablo para adultos, que no busca el susto; cuando responde, dice que «es una espesa fatiga», «ay, una ciega alegría, «es una muerte de hormigas»… es un diablo hecho de la materia del hombre y con sus dudas, que recoge los primeros versos del poema en donde todavía se hablaba en primera persona. Tocándole la puerta a Gorostiza hace que el poeta emprenda un baile fúnebre, vuelva al yo, al ser sitiado, harto de sí, pero en vez del inteligente, bello mas estéril rodeo con él que en la primera parte intenta abarcar «el tortuoso afán del universo», da un salto mortal: «Desde mis ojos informes / mi muerte me está acechando, / me acecha, sí, me enamora / con su ojo lánguido / ¡Anda!, putilla del rubor helado, / ¡Anda!, vámonos al diablo».
La muerte que ha estado presente durante todo el poema se individualiza; entonces surge una vez más la primera persona: se la nombra «mi muerte». La palabra muerte es utilizada una vez en cada una de las tres estrofas y en el baile se la trata de «putilla del rubor helado»; esta muerte es, con el Diablo y el hombre, uno de los tres personajes de la canción, tres personajes que son uno solo, pero que están muy encarnados, sobre todo si se los compara con los impersonales del resto del poema. No obstante, el pudor de Gorostiza se nota hasta en el final: no quiso que éste fuera ni filosófico ni épico y, sí, en cierta medida, biográfico, a condición que el personaje pudiera tener el rostro de todos nosotros: a lo largo de los 48 versos va reapareciendo el protagonista de los primeros versos del poema, pero ninguna vez bajo el pronombre «yo». Una digresión: este pronombre sólo aparece, y camuflado, nunca en boca del poeta, unas cuatro o cinco veces en los 775 versos de Muerte sin fin, entre ellas en la primera canción, remanso con jiribilla y con flores: «¡Qué anegado de gritos / está el jardín! / “¡Yo, el heliotropo, yo!” / ¿Yo? El jazmín». No puedo resistirme a señalarlo: nótese que incluso el jazmín, gorosticianamente, duda.
Pese a que Gorostiza terminó el poema, no lo abandonó, sino que fue consecuente y se hundió en un silencio muy suyo, digno de otros, muy pocos, silencios ejemplares. Yo no puedo terminar este poema en su punto final, como lo hizo su autor; a él volveré mientras Dios me dé vida, el inasible Dios de Muerte sin fin. El poema, pues, ni lo abandono ni lo termino; quisiera terminar, eso sí, con una hipótesis, perseguida a lo largo de este pequeño ensayo, sobre la última canción —y que de paso explica la desazón que me produjo durante años—: si Muerte sin fin es, como lo es efectivamente, una arquitectura, su final es una península que contradice su dibujo, una cola de diablo, humorística y amarga; es, más que un espacio que conduce a la salida, una puerta que ya está fuera de su arquitectura y de su música, pero todavía dentro, por su sentido, del poema; un lugar parecido únicamente en la extensión al bucólico patio central, con su dicha dorada y sus furiosos galgos morados; de ahí su brusco cambio de metro, de ahí su «¡Tan-tan!» y su «¡vámonos al diablo!».
Texto leído el 27 de febrero de 2009, en la Feria del Libro del Palacio de Minería, para celebrar los 70 años de la publicación de Muerte sin fin. Ese viernes, y el viernes anterior, diez poetas hablaron de los diez cantos del poema. A mí me tocó la canción final (N. del A.).