No hay otros paraísos
que los paraísos perdidos.
Jorge Luis Borges
En mis pesadillas siempre son las cuatro de la tarde. Siempre hay una cama de hospital. En ella siempre está acostada mi madre, flaquísima y con la piel imposiblemente gris. En mi pesadilla aún se llama Patricia (su nombre es una almendra que se rompe entre mis dientes), pero ya está envuelta en un silencio blanco.
En mis pesadillas Patricia todavía es mi madre, pero está a punto de dejar de serlo.
1
Van a cumplirse seis años. Medido así, de la manera convencional, no ha pasado tanto tiempo. Pero todos sabemos que el tiempo no existe. Ya dijo Aristóteles que el tiempo no es posible sin movimiento, sin algo que suceda. Éste transcurre en la medida en que tenemos conciencia del cambio. Tal vez por eso se ve lejísimos ese día.
Las cosas sucedieron así:
Viernes 13 de abril, 2007. Eran las doce del día cuando sonó el teléfono. Me salí de clase para contestar y escuché la voz de mi hermano Pedro: Es hora, vente. Entré al salón por mis cosas y corrí de regreso a mi casa. Cuando llegué estaban todos ahí, y los que no, estaban en camino: un instante final de magnetismo en que aviones y coches le acercaban a mamá a las personas importantes de su vida.
La casa estaba en profundo silencio, como me imagino que ocurre siempre en un lugar en donde una familia está esperando a la muerte. La recámara de mamá era amplia, sus techos altos, pero la tarde de ese viernes se hizo pequeña. Ella estaba sentada en el sillón azul en el que había dormido por los últimos cuatro meses (el dolor ya no la dejaba recostarse) y, balbuceando, nos contaba alguna película que habían pasado en la tele o nos pedía que le acercáramos el vaso de agua.
Mi hermano Alejandro, su esposa Cristina y sus dos hijos no tardaron en llegar. Mis sobrinos estaban desconcertados. A Daniela, la más chica, no la dejaron subir a ver a mamá. Tenía dos años. Alejandro sí subió, porque ya tenía seis y era el consentido.
Alejandro supo rápidamente que su Yaya se iba a morir. No quiso quedarse con ella mucho tiempo, así que pasó el día aventándoles a las perras una pelotita azul. A Julia no le interesaba el juego, pero Nicole le traía la pelotita de regreso y él se la volvía a aventar. Así se pasaron uno, dos, tres días.
El domingo Alejandro durmió conmigo. El lunes antes de que amaneciera subió su papá y me despertó con una delicadeza como de otro mundo. Me dijo: Murió mamá, te quiero y baja a verla para despedirte porque al ratito hay que empezar todos los trámites. Él se quedó en la cama con su hijo (¡cómo quise yo tener un hijo en ese momento!).
Más tarde le dije a mi sobrino que el cielo era un lugar bonito y que su Yaya estaría contenta de encontrarse con sus padres, con la Negra y de tener tiempo —¡por fin!— de conocer Egipto. Después lo abracé fuerte y sus ojos brillaron dulce, turbiamente. Había entendido. Unas horas más tarde, cuando ya había empezado el funeral, Daniela llegó corriendo a abrazarme las piernas y me preguntó quedito, como apenada: Oye, Tita, ¿por qué Yaya lleva tanto tiempo dormida?
2
Es común escuchar historias de gente que, después de meses de padecer una enfermedad terminal, empieza a aceptar la idea de la muerte con algún alivio. En el funeral, algunos hasta se atrevieron a decirme cosas como: Ya descansa, piensa en cuánto sufría, está con Dios. Hasta yo me lo dije. Cuando se pierde el mundo como yo lo perdí con su muerte uno entra en un estado automático de repetición de clichés. Pero la verdad es que mamá no quería morirse. Nos lo dijo. Quería ver crecer a sus nietos, terminar su novela, aprender alemán, conocer Egipto. Tenía miedo.
En alguno de los momentos del fin de semana en que se quedó sola con Pedro y conmigo, mamá nos llamó a su lado y señaló la ventana. Nos dijo que ese día los árboles se veían distintos, pintados de un verde limón muy brillante, casi amarillo. Como si tuviera luciérnagas detrás de los párpados. Luego siguió diciendo cosas que he olvidado. Nosotros no respondimos: solamente corrimos las cortinas.
3
Para ese día, la muerte llevaba varios meses instalada entre nosotros. Primero con la forma de un pequeño adenocarcinoma en el páncreas, luego nada, luego cáncer linfático fulminante. Luego nada.
La enfermedad cambió la geografía de la casa. Su recámara se convirtió en un cuarto de hospital repleto de químicos: la Heparina como anticoagulante para mantener limpio el catéter, la Pancreatina que reemplazaba a las enzimas pancreáticas, el Dolac sublingual como analgésico, las Nexium Mups para la digestión.
Junto al sillón de mamá, en donde antes había libros y cuentas para hacer collares, se fueron acumulando recetas, pastillas, charolas con platos a medio comer porque las náuseas casi no la dejaban probar bocado. La cocina, la sala, el comedor, toda la planta baja de la casa se volvió un territorio de tránsito entre el mundo de afuera y la habitación que ella compartía con la muerte.
4 Sueño
Camino lentamente debajo de un paraguas de huesos humanos. Junto a mí se arrastra un hombre que casi no alcanza a serlo. En la cabeza lleva un trapo viejo con agujeros por los que asoman pedazos de carne chamuscada. Detrás de nosotros avanza un grupo gigantesco de hombres enmascarados, todos de la misma estatura, el mismo peinado, cantando un himno perverso en un idioma que sólo el diablo reconoce.
5
A veces mis hermanos me miran como si fuera tú, como si hubiera algo tuyo que le robé a la muerte, algo oscuro y tierno que alcanzamos a esconder para nosotros. Mi padre, en cambio, lo dice con reproche. No soporta ver en su hija más pequeña repetido el torbellino de tu temperamento, el hábito del llanto, el mal gusto de la melancolía.
Seguido me dice: No seas dramática, Isabel. Ya estás como tu mamá.
6 Sueño
Es un día claro, mucha luz y cielo azul, sin nubes. Hablo con alguien en la sala de una casa. A media conversación la persona saca del cajón un centenario enorme de oro puro —tendrá medio metro de diámetro y unos diez centímetros de ancho. Lo pone sobre la mesa y me dice que en esa moneda vive mamá. Con dificultad logro cargar la moneda, que de momento se convierte en un caballo blanco, altísimo, que apenas aparece frente a mí sale corriendo y se avienta feliz en una alberca en donde ya nadan otros dos caballos. Salgo al patio, me desnudo e intento hablarles, pero ellos siguen jugando como si nada.
7
Siempre me gustó dormir con mamá. Ella siempre entraba a la cama con un libro. Yo me metía en el huequito de su pecho y no tardaba en quedarme profundamente dormida, pero me despertaba llorando si intentaba cargarme de regreso a mi cama. Déjame un ratito más, mami, un ratitito. Y me dejaba.
8 Sueño
Estamos en Puerto Vallarta. Mamá mete sus cuarzos en una bolsita de tela verde y los sumerge en el mar. Después paseamos por la playa, vemos el amanecer desde la palapa, nos metemos a nadar. Antes de subir al departamento ella deja la bolsa verde a un lado y se pone a cavar un agujero en la arena. Después toma la bolsa entre sus manos, se entierra en el agujero y me pide que arroje arena sobre su cuerpo hasta que deje de respirar.
9
Las cosas se quedaron intactas un par de meses. Yo no quería mover nada porque vivía con la sensación de que mamá volvería a casa cualquier noche con toda normalidad. Me pasaba las tardes encerrada en mi cuarto con mis perras, estudiando y leyendo. Como llevábamos años viviendo juntas, ella y yo solamente, no fue difícil conservar el orden aparente de las cosas. Después fuimos moviendo todo poco a poco: donamos la ropa, nos repartimos los muebles y los cuadros, invitamos amigos a que se llevaran los libros que quisieran.
Quedaron los diarios de mamá: más de veinte cuadernos forrados en tela y fechados rigurosamente al inicio de cada entrada. No he querido abrirlos.
¿Qué se hace con una colección de diarios cuando contienen la vida de tu madre muerta?
10
Metieron su cuerpo a un horno, después sus cenizas en una cajita y la cajita a un agujero en la pared de la iglesia. Hasta unos tornillos le pusieron, apretadísimos, para que no se abriera nunca.
Mamá está atrapada en ese hoyo y en cambio hay animales que tienen la sabana como tumba.